Entre las muchas cosas oportunas que puede ejecutar un vecino de Madrid durante el mes de junio, pocas lo serán tanto como el levantarse de madrugada y dar un paseo por el Retiro. No ofrece duda que el madrugar es una de aquellas acciones que imprimen carácter y comunican superioridad. El lector que haya tenido arrestos para realizar este acto humanitario, habrá observado en sí mismo cierta complacencia no exenta de orgullo, una sensación deliciosa semejante a la que habrá experimentado Aquíles después de arrastrar el cadáver de Héctor en torno de las murallas de Ilión. El heroísmo presenta diversas formas según las edades y los países, más en el fondo siempre es idéntico.
Cuando madrugamos para ir a tomar chocolate malo al restaurant del Retiro, una voz secreta que habla en nuestro espíritu, nos regala con plácemes y enhorabuenas. Nuestra personalidad adquiere mayor brío, nos sentimos fuertes, nobles, serenos, admirables. Los barrenderos detienen la escoba para mirarnos, y en sus ojos leemos estas o semejantes palabras: "¡Así se hace! ¡Mueran los tumbones! ¡Usted es un hombre, señorito!" Y en testimonio de admiración nos echan media arroba de polvo en los pantalones.
El día que madrugamos no admitimos más jerarquías sociales que las determinadas por el levantarse temprano o tarde. Todas las demás se borran ante esta división trazada por la misma naturaleza. Los que tropezamos paseando en el Retiro adquieren derecho a nuestra simpatía y respeto; son colegas estimables que forman con nosotros una familia aristocrática y privilegiada. A la vuelta, cuando encontramos a algún amigo que sale de su casa frotándose los ojos, no podemos menos de hablarle con un tonillo impertinente, que acusa nuestra incontestable superioridad.
Pero no todo es tomar chocolate malo en el Retiro durante las mañanas de junio. Lo primero que hay que ver es al sol levantándose majestuoso por encima del parque, al principio esparciendo una luz triste y blanca que viene a besar fríamente el Rege Carolo III de la puerta de Alcalá, después otra rojiza y más alegre que tiñe los muros de las primeras casas con que tropieza, finalmente la vívida, risueña y esplendorosa que le caracteriza. El cortejo de nubecillas que le acompaña en su ascensión, es de lo más gracioso y elegante que pueda verse. Todas ellas van vestidas de un modo caprichoso y pintoresco, y ejecutan pasos de gran dificultad y efecto en torno de su director. Los madrileños, sin embargo, no son aficionados a esta clase de espectáculos. Prefieren ver alzarse a la luna, disfrazada de queso, en el escenario del Teatro Real, oportunamente evocada por los trinos solemnes de una mezzo-soprano. Hay razón plausible para esto. El sol tiene el deber de salir todos los días, haga frío o calor, al paso que la luna únicamente cuando el Sr. Rovira lo considera oportuno. Si el sol no se prodigase tanto y se hiciese pagar algo más, yo creo que tendría mucha mayor reputación. Por ejemplo, haciendo tres o cuatro salidas cada año, y anunciando los periódicos que "el más eminente de nuestros astros hará su debut el martes a primera hora y que todas las localidades están vendidas con anticipación", se me ocurre que los revendedores de sillas en el Retiro harían negocio redondo.
Después del sol, lo más notable que yo encuentro en el Retiro son las modistas. Este respetabilísimo gremio, aún más bello que respetable, se pone en contacto con la naturaleza al llegar el mes de junio. Impidiéndoles sus numerosos quehaceres ir a pasar una temporada a San Sebastián o a Biarritz, y necesitando por fuerza dar alguna expansión a los sentimientos poéticos de su alma, eligen nuestras hermosas costureras el Retiro como campo de sus excursiones matinales. Los árboles, los pájaros, las flores, cuando no son de papel, ofrecen sin duda mayores atractivos. Nada hay que apetezca tanto una modista de corazón como el estado primitivo conforme con la naturaleza. Durante el invierno, su espíritu yace dormido mientras las manos trabajan afanosas debajo de la lámpara de petróleo; más al llegar el mes de Mayo, cuando el cuerpo empieza a sentir calor, el alma también lo siente, despiertan la égloga y el idilio, se sueña con verdes praderas esmaltadas de flores, con arroyos bullidores y cristalinos, con grutas frescas y sombrías y con hermosos zagales que aguardan en ellas la dulce recompensa de sus rendidas instancias. Entonces la modista, como primera manifestación de la influencia que ejercen sobre ella tales puras ideas y tales visiones risueñas, se despoja del corsé; y si es de temperamento verdaderamente apasionado y guarda en su corazón el mundo de tiernos e inefables sentimientos que es de esperar, se queda con poca, con poquísima ropa. Se levanta muy tempranito, y sin aguardar el landau, toma el camino del Retiro en compañía de sus amigas predilectas y de algunos menestrales distinguidos. ¡Qué fresca y qué risueña! ¡Cómo brillan sus grandes y hermosos ojos negros! ¡Cómo palpita de alegría su seno delicado! El grupo va dispuesto a olvidar por algunos instantes las ridículas ceremonias sociales, los refinamientos empalagosos de la vida madrileña, y volver en lo que cabe al estado natural. Al efecto marchan todos bien provistos de los enseres y artefactos propios de una civilización primitiva y que se supone han usado más comúnmente nuestros primeros padres: aros, cuerdas, trompos, volantes, etc., etc. Nuestra modista, según va llegando a la Arcadia municipal, adquiere mayor desenvoltura, y en sus movimientos y ademanes adviértese la influencia que ejercen sobre ella las ideas campestres. Charla, corre, ríe, salta, grita, y se autoriza con sus compañeras las inocentes libertades que acostumbran en los bosques las pastoras con los zagales; les tapa los ojos con las manos, les da pellizcos, les quita el sombrero y les tira por las narices de un modo sencillo, encantador, conforme en un todo con las leyes de la naturaleza.
Así que entran en el parque y eligen un sitio a propósito, silencioso, umbrío, embalsamado por las acacias, empiezan los juegos. La costurera es un portento de gracia y habilidad en saltar la cuerda, tirar el volante y chillar como una golondrina. ¡Qué linda está brincando y haciendo carocas a los señoritos que acuden al reclamo de los chillidos! El juego la vuelve a los días de su infancia, y en consecuencia se sienta sobre las rodillas de sus compañeros y les ordena que le aten las trenzas del cabello, sin pasársele por la mente que estas escenas despiertan en los señoritos que las presencian ideas vituperables de adquisición. Nadie diría al ver aquella gracia inocente y modesta, que nuestra heroína ha corrido algunas borrascas en las berlinas de punto y conoce los misterios de la calle de Panaderos tan bien como D. Antonio San Martín. En ciertas ocasiones, rendida, jadeante, las mejillas inflamadas, los ojos brillantes y el cabello desgreñado, la he visto separarse del juego y tomar el brazo de algún zagal sietemesino con guantes amarillos. La he visto seguir lentamente una calle solitaria de árboles y perderse con él entre el follaje. ¿Iban tal vez en busca de alguna gruta fresca y solitaria como aquella en que la esposa de Salomón dejó olvidado su cuidado? No lo sé. En la vida del campo hay misterios inefables que sería más grato que prudente el escrutar.
Cuando madrugamos para ir a tomar chocolate malo al restaurant del Retiro, una voz secreta que habla en nuestro espíritu, nos regala con plácemes y enhorabuenas. Nuestra personalidad adquiere mayor brío, nos sentimos fuertes, nobles, serenos, admirables. Los barrenderos detienen la escoba para mirarnos, y en sus ojos leemos estas o semejantes palabras: "¡Así se hace! ¡Mueran los tumbones! ¡Usted es un hombre, señorito!" Y en testimonio de admiración nos echan media arroba de polvo en los pantalones.
El día que madrugamos no admitimos más jerarquías sociales que las determinadas por el levantarse temprano o tarde. Todas las demás se borran ante esta división trazada por la misma naturaleza. Los que tropezamos paseando en el Retiro adquieren derecho a nuestra simpatía y respeto; son colegas estimables que forman con nosotros una familia aristocrática y privilegiada. A la vuelta, cuando encontramos a algún amigo que sale de su casa frotándose los ojos, no podemos menos de hablarle con un tonillo impertinente, que acusa nuestra incontestable superioridad.
Pero no todo es tomar chocolate malo en el Retiro durante las mañanas de junio. Lo primero que hay que ver es al sol levantándose majestuoso por encima del parque, al principio esparciendo una luz triste y blanca que viene a besar fríamente el Rege Carolo III de la puerta de Alcalá, después otra rojiza y más alegre que tiñe los muros de las primeras casas con que tropieza, finalmente la vívida, risueña y esplendorosa que le caracteriza. El cortejo de nubecillas que le acompaña en su ascensión, es de lo más gracioso y elegante que pueda verse. Todas ellas van vestidas de un modo caprichoso y pintoresco, y ejecutan pasos de gran dificultad y efecto en torno de su director. Los madrileños, sin embargo, no son aficionados a esta clase de espectáculos. Prefieren ver alzarse a la luna, disfrazada de queso, en el escenario del Teatro Real, oportunamente evocada por los trinos solemnes de una mezzo-soprano. Hay razón plausible para esto. El sol tiene el deber de salir todos los días, haga frío o calor, al paso que la luna únicamente cuando el Sr. Rovira lo considera oportuno. Si el sol no se prodigase tanto y se hiciese pagar algo más, yo creo que tendría mucha mayor reputación. Por ejemplo, haciendo tres o cuatro salidas cada año, y anunciando los periódicos que "el más eminente de nuestros astros hará su debut el martes a primera hora y que todas las localidades están vendidas con anticipación", se me ocurre que los revendedores de sillas en el Retiro harían negocio redondo.
Después del sol, lo más notable que yo encuentro en el Retiro son las modistas. Este respetabilísimo gremio, aún más bello que respetable, se pone en contacto con la naturaleza al llegar el mes de junio. Impidiéndoles sus numerosos quehaceres ir a pasar una temporada a San Sebastián o a Biarritz, y necesitando por fuerza dar alguna expansión a los sentimientos poéticos de su alma, eligen nuestras hermosas costureras el Retiro como campo de sus excursiones matinales. Los árboles, los pájaros, las flores, cuando no son de papel, ofrecen sin duda mayores atractivos. Nada hay que apetezca tanto una modista de corazón como el estado primitivo conforme con la naturaleza. Durante el invierno, su espíritu yace dormido mientras las manos trabajan afanosas debajo de la lámpara de petróleo; más al llegar el mes de Mayo, cuando el cuerpo empieza a sentir calor, el alma también lo siente, despiertan la égloga y el idilio, se sueña con verdes praderas esmaltadas de flores, con arroyos bullidores y cristalinos, con grutas frescas y sombrías y con hermosos zagales que aguardan en ellas la dulce recompensa de sus rendidas instancias. Entonces la modista, como primera manifestación de la influencia que ejercen sobre ella tales puras ideas y tales visiones risueñas, se despoja del corsé; y si es de temperamento verdaderamente apasionado y guarda en su corazón el mundo de tiernos e inefables sentimientos que es de esperar, se queda con poca, con poquísima ropa. Se levanta muy tempranito, y sin aguardar el landau, toma el camino del Retiro en compañía de sus amigas predilectas y de algunos menestrales distinguidos. ¡Qué fresca y qué risueña! ¡Cómo brillan sus grandes y hermosos ojos negros! ¡Cómo palpita de alegría su seno delicado! El grupo va dispuesto a olvidar por algunos instantes las ridículas ceremonias sociales, los refinamientos empalagosos de la vida madrileña, y volver en lo que cabe al estado natural. Al efecto marchan todos bien provistos de los enseres y artefactos propios de una civilización primitiva y que se supone han usado más comúnmente nuestros primeros padres: aros, cuerdas, trompos, volantes, etc., etc. Nuestra modista, según va llegando a la Arcadia municipal, adquiere mayor desenvoltura, y en sus movimientos y ademanes adviértese la influencia que ejercen sobre ella las ideas campestres. Charla, corre, ríe, salta, grita, y se autoriza con sus compañeras las inocentes libertades que acostumbran en los bosques las pastoras con los zagales; les tapa los ojos con las manos, les da pellizcos, les quita el sombrero y les tira por las narices de un modo sencillo, encantador, conforme en un todo con las leyes de la naturaleza.
Así que entran en el parque y eligen un sitio a propósito, silencioso, umbrío, embalsamado por las acacias, empiezan los juegos. La costurera es un portento de gracia y habilidad en saltar la cuerda, tirar el volante y chillar como una golondrina. ¡Qué linda está brincando y haciendo carocas a los señoritos que acuden al reclamo de los chillidos! El juego la vuelve a los días de su infancia, y en consecuencia se sienta sobre las rodillas de sus compañeros y les ordena que le aten las trenzas del cabello, sin pasársele por la mente que estas escenas despiertan en los señoritos que las presencian ideas vituperables de adquisición. Nadie diría al ver aquella gracia inocente y modesta, que nuestra heroína ha corrido algunas borrascas en las berlinas de punto y conoce los misterios de la calle de Panaderos tan bien como D. Antonio San Martín. En ciertas ocasiones, rendida, jadeante, las mejillas inflamadas, los ojos brillantes y el cabello desgreñado, la he visto separarse del juego y tomar el brazo de algún zagal sietemesino con guantes amarillos. La he visto seguir lentamente una calle solitaria de árboles y perderse con él entre el follaje. ¿Iban tal vez en busca de alguna gruta fresca y solitaria como aquella en que la esposa de Salomón dejó olvidado su cuidado? No lo sé. En la vida del campo hay misterios inefables que sería más grato que prudente el escrutar.