Los cazadores de los bosques, obligados, por el género de vida que llevan, a pasarse sin ningún auxilio ajeno, poseen todos, en cierto grado, las nociones elementales de la medicina y sobre todo de la cirugía; y en un caso dado, pueden curar una fractura o una herida cualquiera como el primer doctor graduado en una facultad, y esto con medios muy sencillos, y empleados generalmente con muy buen éxito por los indios.
El cazador, con la destreza y la habilidad con que verificó la primera cura del herido, probó que, si sabía hacer daño, también sabía remediarlo perfectamente.
Los criados contemplaban con creciente admiración a aquel hombre extraordinario que parecía sería transformado de improviso y procedía con un aplomo, un golpe de vista y una mano tan ligera, que muchos médicos le hubieran envidiado.
Mientras se estaba haciendo la cura, el herido volvió en sí y abrió los ojos, pero permaneció silencioso: su furor se había calmado; su carácter brutal se hallaba domado por la resistencia enérgica que el canadiense le opusiera. Como sucede siempre cuando la primera cura está bien hecha, al primitivo y violento dolor de la herida, había sucedido un bienestar indefinible; por eso John, agradeciendo, a pesar suyo, el alivio que experimentaba, sintió fundirse su odio y transformarse en un sentimiento que aún no acertaba a comprender, pero que a la sazón le hacía mirar a su adversario de un modo casi amistoso.
Para hacer a John Davis la justicia debida, diremos que no era mejor ni peor que ninguno de sus colegas que, como él, traficaban en carne humana: acostumbrado al dolor de los esclavos, a quienes no consideraba sino como seres privados de razón, como una mercancía en fin, su corazón se había embotado gradualmente hasta el extremo de no sentir las emociones dulces: en un negro no veía más que el dinero que había desembolsado y el que esperaba sacar vendiéndole; y como verdadero comerciante, tenía mucho apego a su dinero: un esclavo fugitivo le parecía un miserable ladrón contra el cual se podía emplear cualquier medio para obligarle a restituirse a poder de su dueño.
Sin embargo, aquel hombre no era inaccesible a todo buen sentimiento, y aún fuera de su comercio gozaba de cierta fama de bondadoso y pasaba por un sujeto muy decente.
El cazador, con la destreza y la habilidad con que verificó la primera cura del herido, probó que, si sabía hacer daño, también sabía remediarlo perfectamente.
Los criados contemplaban con creciente admiración a aquel hombre extraordinario que parecía sería transformado de improviso y procedía con un aplomo, un golpe de vista y una mano tan ligera, que muchos médicos le hubieran envidiado.
Mientras se estaba haciendo la cura, el herido volvió en sí y abrió los ojos, pero permaneció silencioso: su furor se había calmado; su carácter brutal se hallaba domado por la resistencia enérgica que el canadiense le opusiera. Como sucede siempre cuando la primera cura está bien hecha, al primitivo y violento dolor de la herida, había sucedido un bienestar indefinible; por eso John, agradeciendo, a pesar suyo, el alivio que experimentaba, sintió fundirse su odio y transformarse en un sentimiento que aún no acertaba a comprender, pero que a la sazón le hacía mirar a su adversario de un modo casi amistoso.
Para hacer a John Davis la justicia debida, diremos que no era mejor ni peor que ninguno de sus colegas que, como él, traficaban en carne humana: acostumbrado al dolor de los esclavos, a quienes no consideraba sino como seres privados de razón, como una mercancía en fin, su corazón se había embotado gradualmente hasta el extremo de no sentir las emociones dulces: en un negro no veía más que el dinero que había desembolsado y el que esperaba sacar vendiéndole; y como verdadero comerciante, tenía mucho apego a su dinero: un esclavo fugitivo le parecía un miserable ladrón contra el cual se podía emplear cualquier medio para obligarle a restituirse a poder de su dueño.
Sin embargo, aquel hombre no era inaccesible a todo buen sentimiento, y aún fuera de su comercio gozaba de cierta fama de bondadoso y pasaba por un sujeto muy decente.