Texto - "Las noches mejicanas" Gustave Aimard

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No existe en el mundo región alguna que ofrezca a los deslumbrados ojos de los viajeros más deliciosas perspectivas que México; sobre todo la de Las Cumbres es sin disputa una de las más pasmosas y seductivamente variadas.

Las Cumbres forman una cadena de desfiladeros a la salida de las montañas, a través de las cuales y describiendo infinitas sinuosidades serpentea el camino que conduce a Puebla de los Ángeles, así apellidada por haber los ángeles, según la tradición, labrado la catedral de la misma. El camino a que nos referimos, construido por los españoles, desciende por la vertiente de las montañas formando ángulos sumamente atrevidos, y está flanqueado a derecha y a izquierda por una no interrumpida serie de empinadas aristas anegadas en azulado vapor. A cada recodo de dicho camino, suspendido, por decirlo así, sobre precipicios cubiertos de exuberante vegetación, cambia la perspectiva y se hace cada vez más pintoresca; las cimas de las montañas no se elevan una tras otra, sino que van siendo gradualmente más bajas, mientras las que quedan a la espalda se yerguen perpendicularmente.

Poco más o menos a las cuatro de la tarde del 2 de julio de 18..., en el instante en que el sol, ya bajo en el horizonte, no difundía sino rayos oblicuos sobre la tierra, calcinada por el calor del mediodía, y en que la brisa al levantarse empezaba a refrescar la abrasada atmósfera, dos viajeros, perfectamente montados, salieron de un frondoso bosque de yucas, bananos y bambúes de purpúreos penachos y se internaron en una polvorosa, larga y escalonada senda que afluía a un valle cruzado por límpido arroyo que se deslizaba al través de la hierba y conservaba fresco el ambiente.

Los viajeros, probablemente seducidos por el aspecto imprevisto de la perspectiva grandiosa que tan de improviso se ofrecía a sus ojos, detuvieron a sus cabalgaduras, y después de contemplar con admiración y por espacio de algunos minutos las pintorescas ondulaciones que en último término ofrecían las montañas, echaron pie a tierra, quitaron las bridas a sus respectivos caballos y se sentaron en la margen del arroyo con el objeto evidente de gozar, por unos instantes más, de los efectos de aquel admirable caleidoscopio, sin par en el mundo.

A juzgar por la dirección que seguían, los mencionados jinetes parecían venir de Orizaba y encaminarse hacia Puebla de los Ángeles, de cuya ciudad, por otra parte, no se encontraban muy lejos en aquel entonces.

Los dos jinetes que decimos vestían el traje de los ricos propietarios de haciendas, traje que hemos descrito con sobrada frecuencia para que aquí lo hagamos de nuevo; sólo haremos notar una particularidad característica reclamada por la poca seguridad que ofrecían los caminos en la época en que pasa la presente historia: ambos iban armados por modo formidable y llevaban consigo un verdadero arsenal; además de los revólveres de seis tiros metidos en sus respectivas fundas, llevaban otros idénticos al cinto, y empuñaban sendos fusiles de dos cañones fabricados por Devisme, el célebre armero parisiense, lo que hacía subir a veintiséis los tiros que cada uno podía disparar; esto sin contar el machete que pendía de su costado izquierdo, el cuchillo triangular que llevaban escondido en su bota derecha y el lazo o reata de cuero, colgado de la silla, a la que estaba fuertemente sujetado por una anilla de hierro cuidadosamente remachada.

Indudable era que de estar dotados de un poco de valor, a aquellos hombres les era fácil resistir sin desventaja a un número considerable de enemigos.

Por lo demás, a los dos viajeros parecía no preocuparles el aspecto agreste y solitario del sitio en que se encontraban, sino que departían alegremente semitendidos sobre la hierba y fumaban con indolencia sendos puros de la Habana.

El jinete de más edad, que frisaba con los cuarenta y cinco, si bien aparentaba a lo más alcanzar a los treinta y seis, era de estatura más que mediana, elegante, bien formado, de miembros robustos, trasunto de gran fuerza corporal, facciones abultadas y fisonomía enérgica e inteligente; tenía los ojos negros, vivos, movedizos y de mirar suave, sin embargo de lo cual de tiempo en tiempo y cuando se animaban despedían rayos que imprimían a su rostro una expresión dura y salvaje imposible de expresar; tenía la frente ancha y elevada y sensual la boca; le caía sobre el pecho, espesa y negra como la del etíope, la barba, entre cuyos pelos lucían algunas hebras de plata; la cabellera, abundosa, la llevaba echada hacia atrás y le inundaba los hombros, y su curtido cutis ostentaba el color del ladrillo; en una palabra: a juzgar por la apariencia era uno de esos hombres resueltos, inapreciables en las circunstancias críticas por la confianza que de no verse abandonados por ellos inspiran. Aunque era imposible determinar su nacionalidad, sus movimientos rápidos y sacudidos y su hablar animado, lacónico y salpicado de imágenes, parecían asignarle un origen meridional.

Su compañero, buena cosa más joven, pues no tenía más allá de veinticinco a veintiocho años, era alto, un tanto delgado y de aspecto no enfermizo, pero sí delicado; era elegante y bien formado y de pies y manos que por los pequeños proclamaban su origen; tenía hermosas las facciones, simpática e inteligente la fisonomía, en la que llevaba impresa una profunda expresión de dulcedumbre, y sus azules ojos, rubia cabellera, y sobre todo la blancura de su cutis, le daban en continente a conocer por europeo de los climas templados recientemente desembarcado en América.