Aquella nube de polvo traía en su seno a un arrogante jinete, seguido de un arriero a pie y de tres soberbias mulas cargadas de equipaje. El caballero, a juzgar por su figura y vestimenta y por el abigarrado aspecto de las tales cargas, parecía juntamente un feriante, un contrabandista y un indiano. También hubiera sido fácil suponerlo un capitán de bandidos de primera clase, que regresara a su guarida con el rico botín de alguna afortunada empresa. Érase un joven como de veintisiete años; fino y elegante, aunque vestía de chaqueta (traje usado entonces en Andalucía por personas muy principales), y tan airoso, nervudo y bien formado, que habría podido servir de modelo para la famosa estatua del Gladiador combatiente. La mencionada chaqueta, así como el chaleco y el pantalón (o más bien calzón de montar) que llevaba, eran de punto azul muy ceñido al cuerpo, y concluía por abajo su equipo en unos botines o polainas de gamuza gris, con sendas espuelas de plata labrada, dignas éstas de un Capitán General. Gruesos botones de muletilla, también de plata, orlaban hasta cerca del codo las boca-mangas de la chaqueta y servían de botonadura al chaleco. Un pañuelo negro de crespón, anudado a la marinera, le servía de corbata, y negro era asimismo el rico ceñidor de seda china que ajustaba a modo de faja su esbelta cintura. En los puños y cuello de la camisa lucía costosos brillantes; pero ninguno de tanto valor como el que radiaba en el dedo meñique de su mano izquierda. Finalmente, el sombrero (que en aquel momento se acababa de quitar) era de finísima paja de color de café, ancho de alas y muy alto y puntiagudo, como los usan muchas gente de América y de las Dos Sicilias, -a cuya forma se da en Granada el pintoresco nombre de sombrero de catite. Tan singular personaje (a quien sentaba perfectamente aquel raro atavío semi-andaluz, semi-exótico) llamaba la atención, más que por todo lo dicho, por la varonil hermosura de su cara. Que ésta habría sido de extraordinaria blancura, indicábalo aún aquella parte de su despejada y altiva frente que el sombrero solía proteger; pero, en lo demás, habíala quemado el sol por tal extremo, que su palidez marmórea había adquirido un tinte como de oro mate, cuyo tono igual y sosegado no carecía de hechizo. Eran negros y muy rasgados y grandes sus africanos ojos, medio dormidos a la sombra de largas pestañas; mas, cuando súbitamente los abría del todo, excitado por cualquier idea o caso repentino, salía de ellos tanta luz, tanto fuego, tanta energía vital, que su mirada no podía soportarse. Esta mirada reunía a un mismo tiempo la temible majestad de la del león, la fijeza de la del águila y la inocencia de la del niño; sólo que era más triste que la del último, y más tierna en ocasiones que la de los citados reyes de las selvas y de los aires. -Su abundante cabello, negro también y muy cortado por detrás, orlaba ampliamente la parte superior de la cabeza, semejando una rizada pluma tendida del lado izquierdo al derecho; lo cual daba mayor realce a aquella fogosa fisonomía. Completaban su peregrina belleza un perfil intachable, sirio más bien griego, una boca escultural, clásica, napoleónica, tan audaz como reflexiva, y, sobre todo, una barba negra, undosa, de sobrios aunque largos rizos, trasunto fiel de las nobles y celebradas barbas árabes y hebreas. En resumen, y para pintar con un solo rasgo tan interesante figura, diremos que, por su estilo oriental, por su selvática melancolía, por su atlética complexión, por la viril hermosura del semblante y por la grandeza de alma que resplandecía en sus ardientes ojos, cualquier aficionado a estudios artísticos hubiera comparado a nuestro héroe (prescindiendo de su grotesco traje y de los accesorios profanos que lo rodeaban) al terrible San Juan Bautista cuando regresó del Desierto a la edad de 29 años. Montaba el joven que tan minuciosamente hemos descrito un soberbio potro cordobés, negro como la endrina, enjaezado con silla a la española, sobre cuyo arzón iba sujeto un angosto maletín de baqueta y sobre cuya grupa ostentaba vivos y múltiples colores una manta mejicana de gran mérito, o, mejor dicho, lo que allí se denomina un zarape. Armas... no llevaba en su persona ni en su cabalgadura; pero, hablando en verdad, de uno de los tres bagajes mencionados pendían juntas cuatro excelentes escopetas (dos de ellas con todos los honores de espingardas) que podían sacar de apuros a cualquier valiente... Digamos algo del arriero. -Su pantalón largo, de tela veraniega; la chaquetilla de lienzo blanco que llevaba al hombro, a lo húsar; su faja encarnada, casi siempre desceñida y arrastrando; su sombrero calañés tirado atrás, y su fisonomía movible y falsa como la de un comediante, denotaban al individuo de baja estofa del litoral malagueño; nacido en la playa, al aire libre; criado sin casa ni hogar; educado por los truhanes más listos del viejo y corrompido Mediterráneo, y capaz de todo lo malo y de todo lo bueno que pueda hacer un hombre, salvo decir la verdad dos veces seguidas o rehusar una copa de aguardiente. Por último: las cargas de las tres mulas se componían de cofres, maletas, arcas antiguas, cajones esterados, cestas y cuévanos de diversos tamaños y hechuras, y otra infinidad de líos de raras materias y formas. Recios manojos de larguísimos bambúes y de enormes y vistosas plumas empenachaban además gallardamente cada uno de estos bagajes; y, en fin, sobre el altísimo túmulo y copete del mayor de ellos, veíase una gran jaula de hoja de lata, dentro de la cual se consumía de nostalgia el más corpulento y verde loro que haya atravesado nunca el Océano Atlántico. Indudablemente, el apuesto joven, o la persona a quien hubiese robado (suponiendo que nos las hallamos con un bandido), acababa de llegar de América... Nada podemos asegurar todavía sobre estas cosas. El. mismo arriero las ignoraba a la sazón, según que dijo después, jurándolo por un puñado de cruces. Lo único que en tal punto y hora sabía era que, el martes de aquella semana, lo había buscado un fondista de Málaga para que condujese aquel voluminoso equipaje a la Ciudad de que va hecha referencia: que el presunto indiano, feriante, contrabandista o salteador de caminos, llevaba ya entonces seis u ocho días de llamar la atención de los malagueños por su bizarro porte y raro y lujoso traje: que el magnífico potro en que ahora viajaba era muy conocido y envidiado en aquella población, como de la propiedad del Marqués de, al cual podía muy bien habérselo comprado el forastero: que éste había vivido allí en la mejor fonda, dándose muy buen trato; pero sin que nadie hubiese ido a visitarle: que en el libro del Establecimiento estaba inscrita su entrada bajo el nombre de Manuel Venegas, y que D. Manuel le decían efectivamente el amo y los mozos, por más que luego se guiñaran, como dudando de que tal persona pudiese llamarse de un modo tan cristiano; y, en fin, que durante las tres jornadas y media que llevaban de camino, nadie había dado muestras de conocer al misterioso joven, el cual era por otra parte de tan pocas palabras y tan fresco y valiente para no contestar a ciertas preguntas, que el arriero no había podido sacar de él más luz que muchos y buenos cigarros a todas horas, mucho arroz con pollos en las posadas, y muchos vasos de vino o de aguardiente en cuantas ventas o ventorrillos les salían al encuentro, cosas tanto más de agradecer, cuanto que el generoso donador no fumaba, ni bebía, ni apenas probaba bocado... Réstanos de hacer una advertencia; y es que, como el cruce de los viajeros procedentes de la Capital y de la Ciudad no solía verificarse (según ya hemos dicho) hasta que unos y otros llegaban a aquellas alturas de la Sierra, nuestro joven y su especie de espolique no habían tropezado todavía con nadie el referido sábado; bien que ya comenzasen a oír a lo lejos el monótono cencerro de una recua, y algún que otro rasgo oratorio de arriero, de esos que hacen a las bestias encoger el rabo y salir al trote...
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