Texto - "La Regenta" Leopoldo Alas

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La heroica ciudad dormía la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso,
empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el
Norte. En las calles no había más ruido que el rumor estridente de los
remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de arroyo en
arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina revolando y
persiguiéndose, como mariposas que se buscan y huyen y que el aire
envuelve en sus pliegues invisibles. Cual turbas de pilluelos, aquellas
migajas de la basura, aquellas sobras de todo se juntaban en un montón,
parábanse como dormidas un momento y brincaban de nuevo sobresaltadas,
dispersándose, trepando unas por las paredes hasta los cristales
temblorosos de los faroles, otras hasta los carteles de papel mal pegado
a las esquinas, y había pluma que llegaba a un tercer piso, y arenilla
que se incrustaba para días, o para años, en la vidriera de un
escaparate, agarrada a un plomo.

Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la
digestión del cocido y de la olla podrida, y descansaba oyendo entre
sueños el monótono y familiar zumbido de la campana de coro, que
retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica. La
torre de la catedral, poema romántico de piedra, delicado himno, de
dulces líneas de belleza muda y perenne, era obra del siglo diez y seis,
aunque antes comenzada, de estilo gótico, pero, cabe decir, moderado por
un instinto de prudencia y armonía que modificaba las vulgares
exageraciones de esta arquitectura. La vista no se fatigaba contemplando
horas y horas aquel índice de piedra que señalaba al cielo; no era una
de esas torres cuya aguja se quiebra de sutil, más flacas que esbeltas,
amaneradas, como señoritas cursis que aprietan demasiado el corsé; era
maciza sin perder nada de su espiritual grandeza, y hasta sus segundos
corredores, elegante balaustrada, subía como fuerte castillo, lanzándose
desde allí en pirámide de ángulo gracioso, inimitable en sus medidas y
proporciones. Como haz de músculos y nervios la piedra enroscándose en
la piedra trepaba a la altura, haciendo equilibrios de acróbata en el
aire; y como prodigio de juegos malabares, en una punta de caliza se
mantenía, cual imantada, una bola grande de bronce dorado, y encima otra
más pequeña, y sobre esta una cruz de hierro que acababa en pararrayos.

Cuando en las grandes solemnidades el cabildo mandaba iluminar la torre
con faroles de papel y vasos de colores, parecía bien, destacándose en
las tinieblas, aquella romántica mole; pero perdía con estas galas la
inefable elegancia de su perfil y tomaba los contornos de una enorme
botella de champaña. - Mejor era contemplarla en clara noche de luna,
resaltando en un cielo puro, rodeada de estrellas que parecían su
aureola, doblándose en pliegues de luz y sombra, fantasma gigante que
velaba por la ciudad pequeña y negruzca que dormía a sus pies.

Bismarck, un pillo ilustre de Vetusta, llamado con tal apodo entre los
de su clase, no se sabe por qué, empuñaba el sobado cordel atado al
badajo formidable de la Wamba, la gran campana que llamaba a coro a
los muy venerables canónigos, cabildo catedral de preeminentes calidades
y privilegios.

Bismarck era de oficio delantero de diligencia, era de la tralla,
según en Vetusta se llamaba a los de su condición; pero sus aficiones le
llevaban a los campanarios; y por delegación de Celedonio, hombre de
iglesia, acólito en funciones de campanero, aunque tampoco en propiedad,
el ilustre diplomático de la tralla disfrutaba algunos días la honra
de despertar al venerando cabildo de su beatífica siesta, convocándole a
los rezos y cánticos de su peculiar incumbencia.

El delantero, ordinariamente bromista, alegre y revoltoso, manejaba el
badajo de la Wamba con una seriedad de arúspice de buena fe. Cuando
posaba para la hora del coro así se decía Bismarck sentía en sí algo
de la dignidad y la responsabilidad de un reloj.

Celedonio ceñida al cuerpo la sotana negra, sucia y raída, estaba
asomado a una ventana, caballero en ella, y escupía con desdén y por el
colmillo a la plazuela; y si se le antojaba disparaba chinitas sobre
algún raro transeúnte que le parecía del tamaño y de la importancia de
un ratoncillo. Aquella altura se les subía a la cabeza a los pilluelos y
les inspiraba un profundo desprecio de las cosas terrenas.