Mi nacimiento fue como el de tantos, un acontecimiento natural, de esos
que con abrumadora monotonía y constante regularidad se producen
diariamente en los ranchos de nuestras campañas desiertas.
Para mi padre, fui seguramente una boca más que alimentar, para mi
madre, una preocupación que se sumaba a las ocho iguales que ya tenía, y
para los perros de la casa y para los pajaritos del monte que nos
rodeaba, una promesa segura de cascotazos y mortificaciones que
comenzaría a cumplirse dentro de los tres años de la fecha y duraría
hasta que los vientos de la vida me arrebataran, como a todos los
congregados por la casualidad bajo aquel techo hospitalario.
Concluía quizás la primera década de mi vida, cuando un buen día llegó a
la casa una tropa de carros, que, desviándose del camino que serpenteaba
entre las cuchillas, allá en la linde del monte, venía a campo traviesa
buscando un vado en el arroyo, que disminuía en una mitad el trecho a
recorrer para llegar al pueblo más cercano.
El capataz habló con mi padre; y éste, de repente, me hizo señas de que
me acercara, y dijo:
- ¡Este es el muchacho!... Como obediente y humilde, no tiene
yunta... ¡el otro que podía igualarlo se nos murió la vez pasada!...
¡Como conocedor del monte y del arroyo, lo verá en el trabajo!
A mí me zumbaron los oídos, y no pude saber lo que el hombre contestó;
sin embargo, me di cuenta, así en general no más, de que ya no podría
extasiarme a la sombra de los espinillos florecidos viendo cómo las
lagartijas se correteaban sobre la cresta de los hormigueros, haciendo
relampaguear sus armaduras brillantes, ni pasarme las horas muertas,
escuchando el contrapunto de las calandrias y de los zorzales,
estimulados por el lamento de los boyeros parados al borde de sus nidos,
colgados allá en la extremidad de los gajos más altos y flexibles de los
molles y coronillos.
Mi padre me sacó de mi éxtasis con su voz ronca y varonil, esta vez
impregnada de una dulzura desconocida.
- ¡Oiga, hijito!... ¡Vaya, traiga su petisito bayo y ensíllelo!...
¡Va a acompañar a este hombre, que es su patrón!
que con abrumadora monotonía y constante regularidad se producen
diariamente en los ranchos de nuestras campañas desiertas.
Para mi padre, fui seguramente una boca más que alimentar, para mi
madre, una preocupación que se sumaba a las ocho iguales que ya tenía, y
para los perros de la casa y para los pajaritos del monte que nos
rodeaba, una promesa segura de cascotazos y mortificaciones que
comenzaría a cumplirse dentro de los tres años de la fecha y duraría
hasta que los vientos de la vida me arrebataran, como a todos los
congregados por la casualidad bajo aquel techo hospitalario.
Concluía quizás la primera década de mi vida, cuando un buen día llegó a
la casa una tropa de carros, que, desviándose del camino que serpenteaba
entre las cuchillas, allá en la linde del monte, venía a campo traviesa
buscando un vado en el arroyo, que disminuía en una mitad el trecho a
recorrer para llegar al pueblo más cercano.
El capataz habló con mi padre; y éste, de repente, me hizo señas de que
me acercara, y dijo:
- ¡Este es el muchacho!... Como obediente y humilde, no tiene
yunta... ¡el otro que podía igualarlo se nos murió la vez pasada!...
¡Como conocedor del monte y del arroyo, lo verá en el trabajo!
A mí me zumbaron los oídos, y no pude saber lo que el hombre contestó;
sin embargo, me di cuenta, así en general no más, de que ya no podría
extasiarme a la sombra de los espinillos florecidos viendo cómo las
lagartijas se correteaban sobre la cresta de los hormigueros, haciendo
relampaguear sus armaduras brillantes, ni pasarme las horas muertas,
escuchando el contrapunto de las calandrias y de los zorzales,
estimulados por el lamento de los boyeros parados al borde de sus nidos,
colgados allá en la extremidad de los gajos más altos y flexibles de los
molles y coronillos.
Mi padre me sacó de mi éxtasis con su voz ronca y varonil, esta vez
impregnada de una dulzura desconocida.
- ¡Oiga, hijito!... ¡Vaya, traiga su petisito bayo y ensíllelo!...
¡Va a acompañar a este hombre, que es su patrón!