Una estudiante. Muy joven, casi una niña. La nariz fina, linda, no formada aún completamente, como la de los niños, un poco arremangada; los labios también son infantiles, y parece que exhalan olor a bombones de chocolate. Los cabellos son tan abundantes y sedosos, cubren su cabeza de una manera tan graciosa, que al mirarlos se piensa sin querer en mil cosas amables: en el cielo azul sin nubes, en las canciones primaverales de los pajarillos, en el florecer de las lilas. Se piensa también, al admirar esta bella cabeza de muchacha, en los manzanos florecientes, bajo los que se busca sombra en un medio día de verano, y que dejan caer sobre el sombrero, sobre los hombros y sobre los brazos pétalos delicados color de nieve y rosa.
Los ojos eran también juveniles, claros, tranquilos e ingenuos; pero examinándola de cerca se podían advertir en su rostro sombras ligeras de cansancio, indicios de alimentación insuficiente, de noches de insomnio, de largas veladas en cuartos pequeños y llenos de humo, donde se pasan las horas en discusiones interminables. Se pensaba también que sus mejillas habían conocido las lágrimas; lágrimas dolorosas y amargas. Había algo de nervioso y de inquietante en sus movimientos: el rostro era alegre y sonreía; pero el piececito, calzado con un chanclo deteriorado y sucio de barro, hería nerviosamente el suelo, como si quisiera acelerar la marcha del tranvía, que avanzaba muy despacio. Nada de esto se le había escapado a Mitrofan Vasilich Krilov, que poseía el don de la observación. Iba de pie en la plataforma del tranvía, frente a la muchacha. Por entretenerse, la contemplaba, un poco distraída y fríamente, como una fórmula algebraica sencilla y muy conocida que se destacase en la negrura del encerado. En los primeros momentos, la contemplación le divirtió, como a cuantos miraban a la muchacha; pero eso duró poco, y no tardó en caer de nuevo en su mal humor. No tenía motivos para estar contento. Al contrario. Volvía del liceo, donde era profesor, cansado, con el estómago vacío; el tranvía estaba repleto, y no había posibilidad de sentarse y leer el periódico. El tiempo era también execrable en aquel terrible mes de noviembre; la ciudad era fea y le disgustaba, así como toda aquella vida, que no valía más que el billete, desgarrado por un extremo, que llevaba en la mano. Todos los días hacía igual viaje: de su casa al liceo y del liceo a su casa. Podía contar los días por el número de billetes. Su vida era a modo de una larga cinta de billetes de tranvía, de la que se arrancaba uno cada veinticuatro horas.
No tardó en cansarse de contemplar a la muchacha, y la hubiera olvidado sin dificultad; pero se hallaba frente a él, y no podía menos de mirarla de vez en cuando.
Ha venido hace muy poco de la provincia - pensaba severamente. ¿A qué diablos vienen aquí? Yo, por ejemplo, abandonaría con mucho gusto esta maldita ciudad y me iría a cualquier rincón. Naturalmente, ella se pirra por las conversaciones, por las discusiones; tiene sus ideas políticas y sociales. No estaría de más que se cuidase un poco del arreglo de su persona; mas no tiene tiempo de ocuparse en cosas tan mezquinas: ¡debe salvar a la humanidad! Es lástima, sobre todo siendo tan bonita.
La muchacha advirtió las miradas severas de Krilov, y se turbó. Se turbó de tal modo, que la sonrisa desapareció de su rostro y fue reemplazada por una expresión de miedo infantil, mientras su mano izquierda, con un movimiento instintivo, se dirigía hacia su pecho, como si llevase algo escondido en el corsé.
Los ojos eran también juveniles, claros, tranquilos e ingenuos; pero examinándola de cerca se podían advertir en su rostro sombras ligeras de cansancio, indicios de alimentación insuficiente, de noches de insomnio, de largas veladas en cuartos pequeños y llenos de humo, donde se pasan las horas en discusiones interminables. Se pensaba también que sus mejillas habían conocido las lágrimas; lágrimas dolorosas y amargas. Había algo de nervioso y de inquietante en sus movimientos: el rostro era alegre y sonreía; pero el piececito, calzado con un chanclo deteriorado y sucio de barro, hería nerviosamente el suelo, como si quisiera acelerar la marcha del tranvía, que avanzaba muy despacio. Nada de esto se le había escapado a Mitrofan Vasilich Krilov, que poseía el don de la observación. Iba de pie en la plataforma del tranvía, frente a la muchacha. Por entretenerse, la contemplaba, un poco distraída y fríamente, como una fórmula algebraica sencilla y muy conocida que se destacase en la negrura del encerado. En los primeros momentos, la contemplación le divirtió, como a cuantos miraban a la muchacha; pero eso duró poco, y no tardó en caer de nuevo en su mal humor. No tenía motivos para estar contento. Al contrario. Volvía del liceo, donde era profesor, cansado, con el estómago vacío; el tranvía estaba repleto, y no había posibilidad de sentarse y leer el periódico. El tiempo era también execrable en aquel terrible mes de noviembre; la ciudad era fea y le disgustaba, así como toda aquella vida, que no valía más que el billete, desgarrado por un extremo, que llevaba en la mano. Todos los días hacía igual viaje: de su casa al liceo y del liceo a su casa. Podía contar los días por el número de billetes. Su vida era a modo de una larga cinta de billetes de tranvía, de la que se arrancaba uno cada veinticuatro horas.
No tardó en cansarse de contemplar a la muchacha, y la hubiera olvidado sin dificultad; pero se hallaba frente a él, y no podía menos de mirarla de vez en cuando.
Ha venido hace muy poco de la provincia - pensaba severamente. ¿A qué diablos vienen aquí? Yo, por ejemplo, abandonaría con mucho gusto esta maldita ciudad y me iría a cualquier rincón. Naturalmente, ella se pirra por las conversaciones, por las discusiones; tiene sus ideas políticas y sociales. No estaría de más que se cuidase un poco del arreglo de su persona; mas no tiene tiempo de ocuparse en cosas tan mezquinas: ¡debe salvar a la humanidad! Es lástima, sobre todo siendo tan bonita.
La muchacha advirtió las miradas severas de Krilov, y se turbó. Se turbó de tal modo, que la sonrisa desapareció de su rostro y fue reemplazada por una expresión de miedo infantil, mientras su mano izquierda, con un movimiento instintivo, se dirigía hacia su pecho, como si llevase algo escondido en el corsé.