Habiendo, desde mis primeros años, girado el poco comercio que ofrecen los indios comarcanos, y las jurisdicciones de esta plaza, me fui internando, y haciendo capaz de los caminos y territorios de los indios, y especialmente de sus efectos, como es constante a todos los de esta plaza. Con este motivo tenía con ellos conversaciones públicas y secretas, confiándome sus más recónditos secretos, y contándome sus más antiguos monumentos y hechos inmemoriales. Pero entre las varias cosas ocultas que me fiaban, procuré adquirir noticias, que ya, como sueño o imaginadas, oía entre mis mayores; y haciéndome como que de cierto lo sabía, procuraba introducirme en todas, para lograr lo que deseaba. Tuve la suerte, en muchas ocasiones, de que los sujetos de mayor suposición entre ellos me revelasen un punto tan guardado y encargado de todos sus ascendientes, porque aseguraban que de él pendía la conservación de su libertad.
Esta es la existencia de una ciudad grande de españoles; pero no satisfecho con solo lo que estos me decían, seguía el empeño de indagar la verdad. Para ello cotejaba el dicho de los unos con los informes de los otros, y hallándolos iguales, se me aumentaba el deseo de saber a punto fijo el estado de aquella ciudad o reino (como ellos lo nombran), y tomé el medio de contarles lo mismo que ellos sabían, fingiéndoles que aquellas noticias las tenía yo y todos los españoles por la ciudad de Buenos Aires, comunicadas por los indios Pampas, picados de haber tenido una sangrienta guerra con los mismos Guilliches. Pero que los de Valdivia nos desentendíamos de ellas, temiendo que el Rey intentase sacar a aquellos rebeldes, en cuyo caso experimentaríamos las incomodidades que acarrea una guerra. Con oír estas y otras expresiones, ya me aseguraban la existencia de los Aucahuincas (así los nominan), el modo y trato de ellos; bien que siempre les causaba novedad, como los Peguenches, siendo tan acérrimos enemigos de los españoles, diesen una noticia tan encargada entre ellos para el sigilo; y este dorado con algunas razones, producidas en lo inculto de sus ingenios: a lo que regularmente les contestaba que de un enemigo vil mayores cosas se podían esperar, aunque no era de las menores el tratarlos de traidores, y de que como ladrones tenían sitiados y ocultos hasta entonces a aquellos españoles, privando a su Rey de aquel vasto dominio. Este es el arte con que los he desentrañado, y asegurándome de las exquisitas noticias que pueden desearse para la mayor empresa, sin que por medio de gratificación, ni embriaguez, ya medio rematados, ni otro alguno, jamás lograse de ellos cosa a mi intento, antes sí una gran cautela en todas las conferencias que sobre el particular tenía con ellos, cuidaba de encargarles el secreto que les convenía guardar, pues sus antepasados, como hombres de experiencia y capacidad, sabían bien los motivos de conservarlo. Y si sucedía, como acaeció muchas veces, llevar en mi compañía alguno o algunos españoles, me separaba de ellos para hablar de estos asuntos, procurando salir al campo, o a un rincón de la casa con el indio, a quien le prevenía que callase si llegaba algún compañero mío, pues no convenía fiar a todos aquel asunto, porque como no eran prácticos en los ritos de la tierra, saldrían hablando y alborotando. Este régimen, y la cautela de no mostrar deseos de saber, sino solo hablar como por pasatiempo de lo que ambos sabíamos, he usado con los indios sobre treinta años, teniendo la ventaja de hablar su natural lengua, por cuyo motivo ejerzo hoy por este gobierno (después de otros empleos militares), el de lengua general de esta plaza, en donde a todos les consta la estimación que hacen de mí aquellos naturales. Así adquirí las evidentes noticias que expongo al Monarca, o a quien hace su inmediata persona, diciendo:
Que en aquel general alzamiento, en que fueron (según antiguas noticias) perdidas o desoladas siete ciudades, la de Osorno, una de las más principales y famosas de aquellos tiempos, no fue jamás rendida por los indios; porque, aunque es cierto que la noche en que fueron atacadas todas, según estaba dispuesto, la acometieron innumerables indios con ferocidad, hallaron mucha resistencia en aquellos valerosos españoles, que llevaron el premio de su atrevida osadía, quedando bastantes muertos en el ataque, con poca pérdida de los nuestros. Sin embargo, determinaron los indios sitiar la ciudad, robando cuanto ganado había en los contornos de ella y frecuentando sus asaltos, en los que siempre quedaron con la peor parte. Pero, pasados seis o más meses, consiguieron, por medio del hambre, ponerlos en la última necesidad; tanto que, por no rendirse, llegaron a comerse unos a otros. Y, noticiosos los indios de este aprieto, los contemplaron caídos de ánimo, por lo que resolvieron atacarlos con la ayuda de los que acababan de llegar victoriosos de esta plaza; y, en efecto, hicieron el último esfuerzo, embistiéndola con tanta fiereza que fue asombroso. Pero el valor de los españoles, con el auxilio de Dios, logró vencerlos, matando a cuantos osaron subir por los muros, donde pelearon las mujeres con igual nobleza de ánimo que los hombres; y, aunque vencidos los indios, siempre permanecieron a la vista de la ciudad, juzgando que necesariamente los rendiría el hambre, como tan cruel enemigo. Pero los españoles, cada vez con más espíritu, se abastecieron de cadáveres de indios, y, reforzados con aquella carne humana, y desesperados ya de otro recurso, determinaron abandonar la ciudad y ganar una península fuerte por naturaleza que distaba pocas leguas al sur (cuyo número fijo no he podido averiguar, pero sé que son pocas), en donde tenían sus haciendas varias personas de la misma Osorno, de muchas vacas, carneros, granos, etc. Salieron con sus familias, lo más precioso que pudieron cargar; con las armas en las manos marcharon, defendiéndose de sus enemigos, y sin mayor daño llegaron a la península, la cual procuraron reforzar, y después de algunos días de descanso, hicieron una salida, vengaron en los enemigos su agravio, pues dejaron el campo cubierto de cadáveres, volviendo a la isla no solo con porción de ganado, sino con cuanto los indios poseían, y continuaron fortaleciéndola.
Esta es la existencia de una ciudad grande de españoles; pero no satisfecho con solo lo que estos me decían, seguía el empeño de indagar la verdad. Para ello cotejaba el dicho de los unos con los informes de los otros, y hallándolos iguales, se me aumentaba el deseo de saber a punto fijo el estado de aquella ciudad o reino (como ellos lo nombran), y tomé el medio de contarles lo mismo que ellos sabían, fingiéndoles que aquellas noticias las tenía yo y todos los españoles por la ciudad de Buenos Aires, comunicadas por los indios Pampas, picados de haber tenido una sangrienta guerra con los mismos Guilliches. Pero que los de Valdivia nos desentendíamos de ellas, temiendo que el Rey intentase sacar a aquellos rebeldes, en cuyo caso experimentaríamos las incomodidades que acarrea una guerra. Con oír estas y otras expresiones, ya me aseguraban la existencia de los Aucahuincas (así los nominan), el modo y trato de ellos; bien que siempre les causaba novedad, como los Peguenches, siendo tan acérrimos enemigos de los españoles, diesen una noticia tan encargada entre ellos para el sigilo; y este dorado con algunas razones, producidas en lo inculto de sus ingenios: a lo que regularmente les contestaba que de un enemigo vil mayores cosas se podían esperar, aunque no era de las menores el tratarlos de traidores, y de que como ladrones tenían sitiados y ocultos hasta entonces a aquellos españoles, privando a su Rey de aquel vasto dominio. Este es el arte con que los he desentrañado, y asegurándome de las exquisitas noticias que pueden desearse para la mayor empresa, sin que por medio de gratificación, ni embriaguez, ya medio rematados, ni otro alguno, jamás lograse de ellos cosa a mi intento, antes sí una gran cautela en todas las conferencias que sobre el particular tenía con ellos, cuidaba de encargarles el secreto que les convenía guardar, pues sus antepasados, como hombres de experiencia y capacidad, sabían bien los motivos de conservarlo. Y si sucedía, como acaeció muchas veces, llevar en mi compañía alguno o algunos españoles, me separaba de ellos para hablar de estos asuntos, procurando salir al campo, o a un rincón de la casa con el indio, a quien le prevenía que callase si llegaba algún compañero mío, pues no convenía fiar a todos aquel asunto, porque como no eran prácticos en los ritos de la tierra, saldrían hablando y alborotando. Este régimen, y la cautela de no mostrar deseos de saber, sino solo hablar como por pasatiempo de lo que ambos sabíamos, he usado con los indios sobre treinta años, teniendo la ventaja de hablar su natural lengua, por cuyo motivo ejerzo hoy por este gobierno (después de otros empleos militares), el de lengua general de esta plaza, en donde a todos les consta la estimación que hacen de mí aquellos naturales. Así adquirí las evidentes noticias que expongo al Monarca, o a quien hace su inmediata persona, diciendo:
Que en aquel general alzamiento, en que fueron (según antiguas noticias) perdidas o desoladas siete ciudades, la de Osorno, una de las más principales y famosas de aquellos tiempos, no fue jamás rendida por los indios; porque, aunque es cierto que la noche en que fueron atacadas todas, según estaba dispuesto, la acometieron innumerables indios con ferocidad, hallaron mucha resistencia en aquellos valerosos españoles, que llevaron el premio de su atrevida osadía, quedando bastantes muertos en el ataque, con poca pérdida de los nuestros. Sin embargo, determinaron los indios sitiar la ciudad, robando cuanto ganado había en los contornos de ella y frecuentando sus asaltos, en los que siempre quedaron con la peor parte. Pero, pasados seis o más meses, consiguieron, por medio del hambre, ponerlos en la última necesidad; tanto que, por no rendirse, llegaron a comerse unos a otros. Y, noticiosos los indios de este aprieto, los contemplaron caídos de ánimo, por lo que resolvieron atacarlos con la ayuda de los que acababan de llegar victoriosos de esta plaza; y, en efecto, hicieron el último esfuerzo, embistiéndola con tanta fiereza que fue asombroso. Pero el valor de los españoles, con el auxilio de Dios, logró vencerlos, matando a cuantos osaron subir por los muros, donde pelearon las mujeres con igual nobleza de ánimo que los hombres; y, aunque vencidos los indios, siempre permanecieron a la vista de la ciudad, juzgando que necesariamente los rendiría el hambre, como tan cruel enemigo. Pero los españoles, cada vez con más espíritu, se abastecieron de cadáveres de indios, y, reforzados con aquella carne humana, y desesperados ya de otro recurso, determinaron abandonar la ciudad y ganar una península fuerte por naturaleza que distaba pocas leguas al sur (cuyo número fijo no he podido averiguar, pero sé que son pocas), en donde tenían sus haciendas varias personas de la misma Osorno, de muchas vacas, carneros, granos, etc. Salieron con sus familias, lo más precioso que pudieron cargar; con las armas en las manos marcharon, defendiéndose de sus enemigos, y sin mayor daño llegaron a la península, la cual procuraron reforzar, y después de algunos días de descanso, hicieron una salida, vengaron en los enemigos su agravio, pues dejaron el campo cubierto de cadáveres, volviendo a la isla no solo con porción de ganado, sino con cuanto los indios poseían, y continuaron fortaleciéndola.