Mi querido lector; después de meditar despacio sobre el asunto, he resuelto modificar el plan que me había propuesto seguir. Antes de presentarte, monda y lironda, la historia de esta prodigiosa ciudad, creo conveniente que nos acompañes por estas calles, por estas plazas, por estos paseos, por estos cafés, por estos hoteles, por estos teatros, por estas tertulias: es decir, por este bullicioso y deslumbrador laberinto. Creo necesario que experimentes nuestra hambre, nuestra sed, nuestro frío; que presencies los sendos codazos y empujones que nos dan, y el suave y risueño perdón con que los almibaran. En fin, creo necesario que imagines con nuestra fantasía, que pienses con nuestra inteligencia, que sientas con nuestro corazón, que esperes con nuestra esperanza; si es posible, que vivas con nuestra propia vida, uniéndote a todas nuestras impresiones, haciéndote parte en nuestra causa, a fin de que te familiarices con esta sociedad, de que cobres cariño a este personaje. Si esto no sucediera, su historia te importaría muy poco, y yo me vería privado de la ayuda de tu buen deseo. En este mundo no queremos sino lo que nos cuesta algún trabajo, algún sacrificio, algún dolor, y por eso te ruego que nos acompañes por todas partes, que todo lo veas, que todo lo oigas, que todo lo toques, que de todo te enteres, que participes por completo de nuestros trabajos, de nuestros sacrificios y de nuestros dolores. Después de esto, es bien seguro que tendrás interés en saber la historia de esta ciudad que tanto has paseado, y que tanto te ha llevado y traído como palillo de barquillero.
Dividiré nuestras excursiones en días, y cada día llevará a la cabeza un resumen de todos los asuntos en él contenidos, para que, de un solo golpe de vista, puedas vislumbrar el espacio que has de correr. Entremos en asunto.
Después de ochenta y cinco horas de encajonamiento en la diligencia, desde Madrid hasta Bayona, y en los trenes, desde Bayona hasta París, molidos, muy molidos, más que molidos, casi magullados, llegamos a la estación del Mediodía a las seis y media de la tarde. Nuestras miradas se dirigían codiciosamente hacia adelante, buscando a París, como el peregrino que llega a Sion al declinar la tarde, busca con los ojos desencajados los torreones de Jerusalén. ¡Cómo nos latía el corazón! ¡París! ¡Ya vamos a llegar a París! En efecto, la cúpula del Panteón y la veleta de la iglesia de los Inválidos (según nos dijeron) se destacaban arrogantes a través de la atmósfera. Esta parte poética de los viajeros es, sin disputa, una de las emociones más bellas de la vida.
Un ómnibus inmenso nos lleva desde la estación del ferrocarril a no sé qué calle. En este momento atravesamos uno de los más dilatados y concurridos bulevares que surcan esta gran capital. Por la izquierda se descubre un magnífico paseo; por la derecha se descubren instantáneamente varias arcadas de los puentes que decoran el río. El primer coche de alquiler que hallamos tiene escrito el número 8.976; el primer ómnibus, de los destinados al tránsito de la ciudad, lleva el número 2.637. Un rumor continuo de carruajes y de personas nos va circuyendo por todas partes, como si en todas partes existiese el mismo París. Si al despertar hubiera percibido aquel estrépito incesante, habría dicho seguramente que me encontraba en una fábrica, entre el movimiento de muchas máquinas de vapor. Mis ideas se alargan con mi vista a través de ese laberinto de chimeneas y de torres, y se pierden con ellas sobre esa techumbre sin fin. Mi mujer y yo nos mirábamos sin cesar como dos bobos.
¡Grandiosa creación, en verdad, si sobre ella no tendiese sus alas negras un ángel terrible; el egoísmo!
Pero sin duda la Providencia quiere valerse de ese egoísmo como de una palanca que remueve a la humanidad, para empujarla luego hacia sus fines predestinados.
Un sacerdote protestante nos acompañaba. El ómnibus paró, y el sacerdote desapareció con su equipaje. Nuestro locomotor prosiguió su marcha, y al cabo de un cuarto de hora de camino a través de las calles de esta Babilonia europea, el guía nos anunció que allí estaba el hotel indicado por el caballero español que nos había recibido en el ferrocarril. Dejamos el ómnibus, y un mozo comenzó a subir el equipaje. Pasamos el piso entresuelo y llegamos al principal; un principal bastante alto por señas: el mozo proseguía subiendo.
- ¿Dónde va usted? le grité desde el primer tramo del piso tercero, porque el entresuelo era todo un piso.
- Montez, monsieur, s'il vous plaît; c'est ici, c'est ici. (Tened a bien subir, señor; es aquí, es aquí.)
Llegamos al piso cuarto: el mozo proseguía subiendo. Yo dije a mi mujer que venía a mi brazo sin comprender lo que pasaba: ese hombre nos quiere arrebatar sin duda al París que está en la tierra, para llevarnos a otro París que estará en el cielo... aunque ignoro si podrá subir tan arriba.
En el primer tramo del piso cuarto me detuve.
- Mozo, no subo más.
- Montez, monsieur, montez; nous y sommes. (Subid, señor, subid; ya estamos.)
- Mozo, no subo aun cuando estemos, le respondí en francés.
En esto apareció un caballero... digo mal, no apareció; nosotros llegamos a divisarlo por entre las barandas doradas del otro piso, es decir, del piso quinto. Aquel caballero, amo del hotel español, tuvo la bondad de bajar adonde nosotros estábamos.
Dividiré nuestras excursiones en días, y cada día llevará a la cabeza un resumen de todos los asuntos en él contenidos, para que, de un solo golpe de vista, puedas vislumbrar el espacio que has de correr. Entremos en asunto.
Después de ochenta y cinco horas de encajonamiento en la diligencia, desde Madrid hasta Bayona, y en los trenes, desde Bayona hasta París, molidos, muy molidos, más que molidos, casi magullados, llegamos a la estación del Mediodía a las seis y media de la tarde. Nuestras miradas se dirigían codiciosamente hacia adelante, buscando a París, como el peregrino que llega a Sion al declinar la tarde, busca con los ojos desencajados los torreones de Jerusalén. ¡Cómo nos latía el corazón! ¡París! ¡Ya vamos a llegar a París! En efecto, la cúpula del Panteón y la veleta de la iglesia de los Inválidos (según nos dijeron) se destacaban arrogantes a través de la atmósfera. Esta parte poética de los viajeros es, sin disputa, una de las emociones más bellas de la vida.
Un ómnibus inmenso nos lleva desde la estación del ferrocarril a no sé qué calle. En este momento atravesamos uno de los más dilatados y concurridos bulevares que surcan esta gran capital. Por la izquierda se descubre un magnífico paseo; por la derecha se descubren instantáneamente varias arcadas de los puentes que decoran el río. El primer coche de alquiler que hallamos tiene escrito el número 8.976; el primer ómnibus, de los destinados al tránsito de la ciudad, lleva el número 2.637. Un rumor continuo de carruajes y de personas nos va circuyendo por todas partes, como si en todas partes existiese el mismo París. Si al despertar hubiera percibido aquel estrépito incesante, habría dicho seguramente que me encontraba en una fábrica, entre el movimiento de muchas máquinas de vapor. Mis ideas se alargan con mi vista a través de ese laberinto de chimeneas y de torres, y se pierden con ellas sobre esa techumbre sin fin. Mi mujer y yo nos mirábamos sin cesar como dos bobos.
¡Grandiosa creación, en verdad, si sobre ella no tendiese sus alas negras un ángel terrible; el egoísmo!
Pero sin duda la Providencia quiere valerse de ese egoísmo como de una palanca que remueve a la humanidad, para empujarla luego hacia sus fines predestinados.
Un sacerdote protestante nos acompañaba. El ómnibus paró, y el sacerdote desapareció con su equipaje. Nuestro locomotor prosiguió su marcha, y al cabo de un cuarto de hora de camino a través de las calles de esta Babilonia europea, el guía nos anunció que allí estaba el hotel indicado por el caballero español que nos había recibido en el ferrocarril. Dejamos el ómnibus, y un mozo comenzó a subir el equipaje. Pasamos el piso entresuelo y llegamos al principal; un principal bastante alto por señas: el mozo proseguía subiendo.
- ¿Dónde va usted? le grité desde el primer tramo del piso tercero, porque el entresuelo era todo un piso.
- Montez, monsieur, s'il vous plaît; c'est ici, c'est ici. (Tened a bien subir, señor; es aquí, es aquí.)
Llegamos al piso cuarto: el mozo proseguía subiendo. Yo dije a mi mujer que venía a mi brazo sin comprender lo que pasaba: ese hombre nos quiere arrebatar sin duda al París que está en la tierra, para llevarnos a otro París que estará en el cielo... aunque ignoro si podrá subir tan arriba.
En el primer tramo del piso cuarto me detuve.
- Mozo, no subo más.
- Montez, monsieur, montez; nous y sommes. (Subid, señor, subid; ya estamos.)
- Mozo, no subo aun cuando estemos, le respondí en francés.
En esto apareció un caballero... digo mal, no apareció; nosotros llegamos a divisarlo por entre las barandas doradas del otro piso, es decir, del piso quinto. Aquel caballero, amo del hotel español, tuvo la bondad de bajar adonde nosotros estábamos.