En el arte moderno francés hallo cierto arranque social, que ha abierto una grande era a la literatura, y que con el tiempo empujará al arte hacia su expresión más trascendental, al menos más en armonía con el espíritu de nuestra época.
Este es un hecho capitalísimo; es un germen que puede modificar maravillosamente el porvenir, y fuera injusto negar sus esperanzas al trabajo del hombre francés.
Pero como en este capítulo no juzgo el elemento social del arte, sino que lo considero únicamente en su relación con las ideas morales, me parece que basta esta salvedad.
El exámen de todas las obras artísticas de este pueblo, necesitaría la vida laboriosa de más de un escritor, y el espacio de muchos volúmenes.
Dejo, pues, aparte el fardo inmenso de demasías, de licencias, de crímenes, hasta de obscenidades, de que el teatro y la novela se han hecho órgano en este país tantas veces, con un talento tan singular, y me concretaré a un pasaje de un libro que han leído todos, que todos conocen, de que la Francia está inundada, de que están inundadas la Europa y la América.
Hablo del Montecristo: hablo de ese libro terrible, que hace de este mundo un sopor, una cueva encantada, un brevaje oriental, una bellísima diablura.
Ciertas gentes se han empeñado en hacer ver que la diablura puede ser bella, que las brujas pueden ser artistas.
Hablo de esa nueva caballería andante, más ridícula y más absurda que la del mismo Amadís de Gaula; esa caballería en que no hay de real y positivo sino el trastorno y el escarnio de las virtudes más sagradas del hombre.
Estamos en la escena en que un hijo aconseja a su padre con la mayor formalidad....
(Imposible parece que Dios nos haya dado formalidad para tales cosas.
En este sentido, nuestra razón tiene misterios que horrorizan, como tiene el abismo cavidades que nos espantan.)
Decía que un hijo aconseja a su padre que se debe matar.
¿Por qué?
Porque es comerciante, ha experimentado un revés en sus intereses, está tocando la necesidad de una bancarrota, y este descalabro le infamará á él y a sus hijos.
Pero ¿no hay remedio?
Sí; el hijo se lo ofrece, se lo propone, se lo aconseja, se lo exige.
El remedio... Es matarse.
Matándose, se habilita el banquero, el hombre muere honrado, y el padre lega esta honradez a su familia.
¿No es bastante?
¿Debe el pobre viejo dudar?
¿No dice bien el hijo?
¿No tiene razón Alejandro Dumas?
Hijo desdichado, hijo a quien el cielo no dio conciencia, sino para hacerte probar el placer tremendo de desgarrarla, como no dio organismo a la lombriz, sino para hacerla probar el placer asqueroso de revolcarse dentro del cieno; hijo desdichado, ven acá y oye a un hombre que no tiene el genio de Alejandro Dumas, pero que tiene más corazón, que tiene más genio; porque no hay genio fuera del sentimiento de la verdad y de la virtud, porque no hay belleza fuera del sentimiento que busca el bien.
No, no hay genio en la lombriz.
Alejandro Dumas nos llama africanos a los españoles; enhorabuena.
Preferimos ser tan bárbaros á ser tan cultos.
No queremos ser tan civilizados como él, ni como tú, hijo infame y bastardo.
Hijo desdichado, ven acá y oye.
Tu padre te ha dado la vida: ¿Eres tú quien ahora le aconseja que levante el brazo contra la suya?
De su amor recibiste tu primer amor: ¿Eres tú quien ahora pones en su mano un puñal?
Si tu padre cae en la bancarrota, tú vas a vivir infamado: ¿Eres tú quien quiere que se mate para evitar tu infamia?
¿Eres tú quien crees que tu egoísmo vale más que la vida del que te ha consagrado su existencia?
¡Pero oye aún! Si tú crees que la desgracia de tu padre te va a dejar sin honra, si lo crees así, si de ello estás convencido, ¿por qué no eres tú el suicida?
Responde, hijo cobarde, ¿por qué no eres tú quien coge el puñal?
¿Por qué tu padre ha de ser víctima de una opinión tuya, de un juicio tuyo?
¿Por qué ha de ser el caballero andante de tus ideas romancescas?
Este es un hecho capitalísimo; es un germen que puede modificar maravillosamente el porvenir, y fuera injusto negar sus esperanzas al trabajo del hombre francés.
Pero como en este capítulo no juzgo el elemento social del arte, sino que lo considero únicamente en su relación con las ideas morales, me parece que basta esta salvedad.
El exámen de todas las obras artísticas de este pueblo, necesitaría la vida laboriosa de más de un escritor, y el espacio de muchos volúmenes.
Dejo, pues, aparte el fardo inmenso de demasías, de licencias, de crímenes, hasta de obscenidades, de que el teatro y la novela se han hecho órgano en este país tantas veces, con un talento tan singular, y me concretaré a un pasaje de un libro que han leído todos, que todos conocen, de que la Francia está inundada, de que están inundadas la Europa y la América.
Hablo del Montecristo: hablo de ese libro terrible, que hace de este mundo un sopor, una cueva encantada, un brevaje oriental, una bellísima diablura.
Ciertas gentes se han empeñado en hacer ver que la diablura puede ser bella, que las brujas pueden ser artistas.
Hablo de esa nueva caballería andante, más ridícula y más absurda que la del mismo Amadís de Gaula; esa caballería en que no hay de real y positivo sino el trastorno y el escarnio de las virtudes más sagradas del hombre.
Estamos en la escena en que un hijo aconseja a su padre con la mayor formalidad....
(Imposible parece que Dios nos haya dado formalidad para tales cosas.
En este sentido, nuestra razón tiene misterios que horrorizan, como tiene el abismo cavidades que nos espantan.)
Decía que un hijo aconseja a su padre que se debe matar.
¿Por qué?
Porque es comerciante, ha experimentado un revés en sus intereses, está tocando la necesidad de una bancarrota, y este descalabro le infamará á él y a sus hijos.
Pero ¿no hay remedio?
Sí; el hijo se lo ofrece, se lo propone, se lo aconseja, se lo exige.
El remedio... Es matarse.
Matándose, se habilita el banquero, el hombre muere honrado, y el padre lega esta honradez a su familia.
¿No es bastante?
¿Debe el pobre viejo dudar?
¿No dice bien el hijo?
¿No tiene razón Alejandro Dumas?
Hijo desdichado, hijo a quien el cielo no dio conciencia, sino para hacerte probar el placer tremendo de desgarrarla, como no dio organismo a la lombriz, sino para hacerla probar el placer asqueroso de revolcarse dentro del cieno; hijo desdichado, ven acá y oye a un hombre que no tiene el genio de Alejandro Dumas, pero que tiene más corazón, que tiene más genio; porque no hay genio fuera del sentimiento de la verdad y de la virtud, porque no hay belleza fuera del sentimiento que busca el bien.
No, no hay genio en la lombriz.
Alejandro Dumas nos llama africanos a los españoles; enhorabuena.
Preferimos ser tan bárbaros á ser tan cultos.
No queremos ser tan civilizados como él, ni como tú, hijo infame y bastardo.
Hijo desdichado, ven acá y oye.
Tu padre te ha dado la vida: ¿Eres tú quien ahora le aconseja que levante el brazo contra la suya?
De su amor recibiste tu primer amor: ¿Eres tú quien ahora pones en su mano un puñal?
Si tu padre cae en la bancarrota, tú vas a vivir infamado: ¿Eres tú quien quiere que se mate para evitar tu infamia?
¿Eres tú quien crees que tu egoísmo vale más que la vida del que te ha consagrado su existencia?
¡Pero oye aún! Si tú crees que la desgracia de tu padre te va a dejar sin honra, si lo crees así, si de ello estás convencido, ¿por qué no eres tú el suicida?
Responde, hijo cobarde, ¿por qué no eres tú quien coge el puñal?
¿Por qué tu padre ha de ser víctima de una opinión tuya, de un juicio tuyo?
¿Por qué ha de ser el caballero andante de tus ideas romancescas?