El estudio de la filosofía debe comenzar por el examen de las cuestiones sobre la certeza; antes de levantar el edificio es necesario pensar en el cimiento.
Desde que hay filosofía, es decir, desde que los hombres reflexionan sobre sí mismos y sobre los seres que los rodean, se han agitado cuestiones que tienen por objeto la base en que estriban los conocimientos humanos: esto prueba que hay aquí dificultades serias. La esterilidad de los trabajos filosóficos no ha desalentado a los investigadores: esto manifiesta que en el último término de la investigación, se divisa un objeto de alta importancia.
Sobre las cuestiones indicadas han cavilado los filósofos de la manera más extravagante; en pocas materias nos ofrece la historia del espíritu humano tantas y tan lamentables aberraciones. Esta consideración podría sugerir la sospecha de que semejantes investigaciones nada sólido presentan al espíritu y que solo sirven para alimentar la vanidad del sofista. En la presente materia, como en muchas otras, no doy demasiada importancia a las opiniones de los filósofos, y estoy lejos de creer que deban ser considerados como legítimos representantes de la razón humana; pero no se puede negar al menos, que en el orden intelectual son la parte más activa del humano linaje. Cuando todos los filósofos disputan, disputan en cierto modo la humanidad misma. Todo hecho que afecta al linaje humano es digno de un examen profundo; despreciarle por las cavilaciones que le rodean, sería caer en la mayor de ellas: la razón y el buen sentido no deben contradecirse, y esta contradicción existiría si en nombre del buen sentido se despreciara como inútil lo que ocupa la razón de las inteligencias más privilegiadas. Sucede con frecuencia que lo grave, lo significativo, lo que hace meditar a un hombre pensador, no son ni los resultados de una disputa, ni las razones que en ella se aducen, sino la existencia misma de la disputa. Esta vale tal vez poco por lo que es en sí, pero quizás vale mucho por lo que indica.
En la cuestión de la certeza están encerradas en algún modo todas las cuestiones filosóficas: cuando se la ha desenvuelto completamente, se ha examinado bajo uno u otro aspecto todo lo que la razón humana puede concebir sobre Dios, sobre el hombre, sobre el universo. A primera vista se presenta quizás como un mero cimiento del edificio científico: pero en este cimiento, si se le examina con atención, se ve retratado el edificio entero: es un plano en que se proyectan de una manera muy visible, y en hermosa perspectiva, todos los sólidos que ha de sustentar.
Por más escaso que fuere el resultado directo e inmediato de estas investigaciones, es sobre manera útil el hacerlas. Importa mucho acaudalar ciencia, pero no importa menos conocer sus límites. Cercanos a los límites se hallan los escollos, y estos debe conocerlos el navegante. Los límites de la ciencia humana se descubren en el examen de las cuestiones sobre la certeza.
Al descender a las profundidades a que estas cuestiones nos conducen, el entendimiento se ofusca y el corazón se siente sobrecogido de un religioso pavor. Momentos antes contemplábamos el edificio de los conocimientos humanos, y nos llenábamos de orgullo al verle con sus dimensiones colosales, sus formas vistosas, su construcción galana y atrevida; hemos penetrado en él, se nos conduce por hondas cavidades, y como si nos halláramos sometidos a la influencia de un encanto, parece que los cimientos se adelgazan, se evaporan, y que el soberbio edificio queda flotando en el aire.
Bien se echa de ver que al entrar en el examen de la cuestión sobre la certeza no desconozco las dificultades de que está erizada; ocultarlas no sería resolverlas; por el contrario, la primera condición para hallarles solución cumplida, es verlas con toda claridad, sentirlas con viveza. Que no se apoca el humano entendimiento por descubrir el borde más allá del cual no le es dado caminar; muy al contrario esto le eleva y fortalece: así el intrépido naturalista que en busca de un objeto ha penetrado en las entrañas de la tierra, siente una mezcla de terror y de orgullo al hallarse sepultado en lóbregos subterráneos, sin más luz que la necesaria para ver sobre su cabeza inmensas moles medio desgajadas, y descubrir a sus plantas abismos insondables.
En la oscuridad de los misterios de la ciencia, en la misma incertidumbre, en los asaltos de la duda que amenaza arrebatarnos en un instante la obra levantada por el espíritu humano en el espacio de largos siglos, hay algo de sublime que atrae y cautiva. En la contemplación de esos misterios se han saboreado en todas épocas los hombres más grandes: el genio que agitara sus alas sobre el Oriente, sobre la Grecia, sobre Roma, sobre las escuelas de los siglos medios, es el mismo que se cierne sobre la Europa moderna. Platon, Aristóteles, san Agustín, Abelardo, san Anselmo, santo Tomás de Aquino, Luis Vives, Bacon, Descartes, Malebranche, Leibnitz; todos, cada cual a su manera, se han sentido poseídos de la inspiración filosófica, que inspiración hay también en la filosofía, e inspiración sublime.
Todo lo que concentra al hombre llamándole a elevada contemplación en el santuario de su alma, contribuye a engrandecerle, porque le despega de los objetos materiales, le recuerda su alto origen, y le anuncia su inmenso destino. En un siglo de metálico y de goces, en que todo parece encaminarse a no desarrollar las fuerzas del espíritu, sino en cuanto pueden servir a regalar el cuerpo, conviene que se renueven esas grandes cuestiones, en que el entendimiento divaga con amplísima libertad por espacios sin fin.
Desde que hay filosofía, es decir, desde que los hombres reflexionan sobre sí mismos y sobre los seres que los rodean, se han agitado cuestiones que tienen por objeto la base en que estriban los conocimientos humanos: esto prueba que hay aquí dificultades serias. La esterilidad de los trabajos filosóficos no ha desalentado a los investigadores: esto manifiesta que en el último término de la investigación, se divisa un objeto de alta importancia.
Sobre las cuestiones indicadas han cavilado los filósofos de la manera más extravagante; en pocas materias nos ofrece la historia del espíritu humano tantas y tan lamentables aberraciones. Esta consideración podría sugerir la sospecha de que semejantes investigaciones nada sólido presentan al espíritu y que solo sirven para alimentar la vanidad del sofista. En la presente materia, como en muchas otras, no doy demasiada importancia a las opiniones de los filósofos, y estoy lejos de creer que deban ser considerados como legítimos representantes de la razón humana; pero no se puede negar al menos, que en el orden intelectual son la parte más activa del humano linaje. Cuando todos los filósofos disputan, disputan en cierto modo la humanidad misma. Todo hecho que afecta al linaje humano es digno de un examen profundo; despreciarle por las cavilaciones que le rodean, sería caer en la mayor de ellas: la razón y el buen sentido no deben contradecirse, y esta contradicción existiría si en nombre del buen sentido se despreciara como inútil lo que ocupa la razón de las inteligencias más privilegiadas. Sucede con frecuencia que lo grave, lo significativo, lo que hace meditar a un hombre pensador, no son ni los resultados de una disputa, ni las razones que en ella se aducen, sino la existencia misma de la disputa. Esta vale tal vez poco por lo que es en sí, pero quizás vale mucho por lo que indica.
En la cuestión de la certeza están encerradas en algún modo todas las cuestiones filosóficas: cuando se la ha desenvuelto completamente, se ha examinado bajo uno u otro aspecto todo lo que la razón humana puede concebir sobre Dios, sobre el hombre, sobre el universo. A primera vista se presenta quizás como un mero cimiento del edificio científico: pero en este cimiento, si se le examina con atención, se ve retratado el edificio entero: es un plano en que se proyectan de una manera muy visible, y en hermosa perspectiva, todos los sólidos que ha de sustentar.
Por más escaso que fuere el resultado directo e inmediato de estas investigaciones, es sobre manera útil el hacerlas. Importa mucho acaudalar ciencia, pero no importa menos conocer sus límites. Cercanos a los límites se hallan los escollos, y estos debe conocerlos el navegante. Los límites de la ciencia humana se descubren en el examen de las cuestiones sobre la certeza.
Al descender a las profundidades a que estas cuestiones nos conducen, el entendimiento se ofusca y el corazón se siente sobrecogido de un religioso pavor. Momentos antes contemplábamos el edificio de los conocimientos humanos, y nos llenábamos de orgullo al verle con sus dimensiones colosales, sus formas vistosas, su construcción galana y atrevida; hemos penetrado en él, se nos conduce por hondas cavidades, y como si nos halláramos sometidos a la influencia de un encanto, parece que los cimientos se adelgazan, se evaporan, y que el soberbio edificio queda flotando en el aire.
Bien se echa de ver que al entrar en el examen de la cuestión sobre la certeza no desconozco las dificultades de que está erizada; ocultarlas no sería resolverlas; por el contrario, la primera condición para hallarles solución cumplida, es verlas con toda claridad, sentirlas con viveza. Que no se apoca el humano entendimiento por descubrir el borde más allá del cual no le es dado caminar; muy al contrario esto le eleva y fortalece: así el intrépido naturalista que en busca de un objeto ha penetrado en las entrañas de la tierra, siente una mezcla de terror y de orgullo al hallarse sepultado en lóbregos subterráneos, sin más luz que la necesaria para ver sobre su cabeza inmensas moles medio desgajadas, y descubrir a sus plantas abismos insondables.
En la oscuridad de los misterios de la ciencia, en la misma incertidumbre, en los asaltos de la duda que amenaza arrebatarnos en un instante la obra levantada por el espíritu humano en el espacio de largos siglos, hay algo de sublime que atrae y cautiva. En la contemplación de esos misterios se han saboreado en todas épocas los hombres más grandes: el genio que agitara sus alas sobre el Oriente, sobre la Grecia, sobre Roma, sobre las escuelas de los siglos medios, es el mismo que se cierne sobre la Europa moderna. Platon, Aristóteles, san Agustín, Abelardo, san Anselmo, santo Tomás de Aquino, Luis Vives, Bacon, Descartes, Malebranche, Leibnitz; todos, cada cual a su manera, se han sentido poseídos de la inspiración filosófica, que inspiración hay también en la filosofía, e inspiración sublime.
Todo lo que concentra al hombre llamándole a elevada contemplación en el santuario de su alma, contribuye a engrandecerle, porque le despega de los objetos materiales, le recuerda su alto origen, y le anuncia su inmenso destino. En un siglo de metálico y de goces, en que todo parece encaminarse a no desarrollar las fuerzas del espíritu, sino en cuanto pueden servir a regalar el cuerpo, conviene que se renueven esas grandes cuestiones, en que el entendimiento divaga con amplísima libertad por espacios sin fin.