Cada día es una nueva conquista de la libertad; esta del voto obligatorio es una de las más preciosas. Cuando vivíamos en la creencia de que ese voto era un derecho que la ley nos concedía graciosamente, ahora resulta que es un deber ineludible, un deber del que no nos habían hablado ni el Catecismo ni la Etica. Verdad es que cuando se escribió el Catecismo y cuando nosotros estudiamos la Etica, era la ley la que impedía a la mayoría de los ciudadanos el cumplimiento de ese deber, al que ahora cree que ninguno debe faltar.
Hasta ahora lo mejor de ese derecho, como de casi todos los derechos, era la facultad de no usarlo; aparte que si es bueno que todo ciudadano intervenga en la gobernación del Estado, el abstenerse de votar era en política, como el sueño en cuestiones literarias, una opinión de tanto peso como cualquiera otra.
Porque veamos qué hace con su voto un ciudadano con ideas propias y particulares. ¿Votar una de esas candidaturas impresas, de candidatos encasillados, desconocidos para el, o demasiado conocidos? ¿Manuscribir una candidatura de su gusto, con personas de su particular confianza y aprecio? ¿Y qué adelantará con votarla el solo? Porque, supuesto que haya otros ciudadanos que tampoco estén conformes con los papelitos impresos, menos han de estarlo con el manuscrito por cualquier buen ciudadano con los nombres de amigos muy apreciables para el, pero no tan apreciables para su vecino.
¡Ay, bien dicen que nunca aprecia uno lo que tiene ni sabe lo que pide!
Pedimos una gracia y nos encontramos con una obligación. De este modo no sería extraño que el día en que se votara la ley del divorcio, en vista de que la gente no hacia tampoco gran aprecio de ella, se impusiera también como obligatorio; porque las libertades se conceden para eso, para disfrutarlas, ya que tanto les cuesta a los gobiernos concederlas.
Como todo se andará al paso que vamos, la instrucción obligatoria, el servicio obligatorio, la vacuna obligatoria, el matrimonio y el divorcio obligatorios, el voto obligatorio, prohibida la emigración y el suicidio muy perseguido, no será ningún contrasentido que las futuras revoluciones liberales se hagan al grito de: ¡Abajo la libertad! ¡No más libertades!
Hasta ahora lo mejor de ese derecho, como de casi todos los derechos, era la facultad de no usarlo; aparte que si es bueno que todo ciudadano intervenga en la gobernación del Estado, el abstenerse de votar era en política, como el sueño en cuestiones literarias, una opinión de tanto peso como cualquiera otra.
Porque veamos qué hace con su voto un ciudadano con ideas propias y particulares. ¿Votar una de esas candidaturas impresas, de candidatos encasillados, desconocidos para el, o demasiado conocidos? ¿Manuscribir una candidatura de su gusto, con personas de su particular confianza y aprecio? ¿Y qué adelantará con votarla el solo? Porque, supuesto que haya otros ciudadanos que tampoco estén conformes con los papelitos impresos, menos han de estarlo con el manuscrito por cualquier buen ciudadano con los nombres de amigos muy apreciables para el, pero no tan apreciables para su vecino.
¡Ay, bien dicen que nunca aprecia uno lo que tiene ni sabe lo que pide!
Pedimos una gracia y nos encontramos con una obligación. De este modo no sería extraño que el día en que se votara la ley del divorcio, en vista de que la gente no hacia tampoco gran aprecio de ella, se impusiera también como obligatorio; porque las libertades se conceden para eso, para disfrutarlas, ya que tanto les cuesta a los gobiernos concederlas.
Como todo se andará al paso que vamos, la instrucción obligatoria, el servicio obligatorio, la vacuna obligatoria, el matrimonio y el divorcio obligatorios, el voto obligatorio, prohibida la emigración y el suicidio muy perseguido, no será ningún contrasentido que las futuras revoluciones liberales se hagan al grito de: ¡Abajo la libertad! ¡No más libertades!