Andando, andando seguía el coche y ya por causa del calor que allí
dentro se sentía, ya porque el movimiento pausado y monótono del
vehículo produce cierto mareo que degenera en sueño, lo cierto es que
sentí pesados los párpados, me incliné del costado izquierdo, apoyando
el codo en el paquete de libros, y cerré los ojos. En esta situación
continué viendo la hilera de caras de ambos sexos que ante mí tenía,
barbadas unas, limpias de pelo las otras, aquéllas riendo, éstas muy
acartonadas y serias. Después me pareció que obedeciendo a la
contracción de un músculo común, todas aquellas caras hacían muecas y
guiños, abriendo y cerrando los ojos y las bocas, y mostrándome
alternativamente una serie de dientes que variaban desde los más blancos
hasta los más amarillos, afilados unos, romos y gastados los otros.
Aquellas ocho narices erigidas bajo diez y seis ojos diversos en color y
expresión, crecían o menguaban, variando de forma; las bocas se abrían
en línea horizontal, produciendo mudas carcajadas, o se estiraban hacia
adelante formando hocicos puntiagudos, parecidos al interesante rostro
de cierto benemérito animal que tiene sobre sí el anatema de no poder
ser nombrado.
Por detrás de aquellas ocho caras, cuyos horrendos visajes he descrito,
y al través de las ventanillas del coche, yo veía la calle y las casas,
los transeuntes, todo en veloz carrera, como si el tranvía anduviese con
rapidez vertiginosa. Yo por lo menos creía que marchaban más aprisa que
nuestros ferrocarriles, más que los franceses, más que los ingleses, más
que los norteamericanos; corría con toda la velocidad que puede suponer
la imaginación, tratándose de la traslación de lo sólido.
A medida que era más intenso aquel estado letargoso, se me figuraba que
iban desapareciendo las casas, las calles, Madrid entero. Por un
instante creí que el tranvía corría por lo más profundo de los mares:
al través de los vidrios se veían los cuerpos de cetáceos enormes, los
miembros pegajosos de una multitud de pólipos de diversos tamaños. Los
peces chicos sacudían sus colas resbaladizas contra los cristales,
algunos miraban adentro con sus grandes y dorados ojos. Crustáceos de
forma desconocida, grandes moluscos, madréporas, esponjas y una multitud
de bivalvos grandes y deformes cual nunca yo los había visto, pasaban
sin cesar. El coche iba tirado por no sé qué especie de nadantes
monstruos, cuyos remos, luchando con el agua, sonaban como las paletas
de una hélice, tornillaban la masa líquida con su infinito voltear.
Esta visión se iba extinguiendo: después parecióme que el coche corría
por los aires, volando en dirección fija y sin que lo agitaran los
vientos. Al través de los cristales no se veía nada, más que espacio:
las nubes nos envolvían a veces; una lluvia violenta y repentina
tamborileaba en la imperial; de pronto salíamos al espacio puro inundado
de sol, para volver de nuevo a penetrar en el vaporoso seno de celajes
inmensos, ya rojos, ya amarillos, tan pronto de ópalo como de amatista,
que iban quedándose atrás en nuestra marcha. Pasábamos luego por un
sitio del espacio en que flotaban masas resplandecientes de un finísimo
polvo de oro; más adelante, aquella polvareda que a mí se me antojaba
producida por el movimiento de las ruedas triturando la luz, era de
plata, después verde como harina de esmeraldas, y por último, roja como
harina de rubíes. El coche iba arrastrado por algún volátil
apocalíptico, más fuerte que el hipógrifo y más atrevido que el dragón;
y el rumor de las ruedas y de la fuerza motriz recordaba el zumbido de
las grandes aspas de un molino de viento, o más bien el de un abejorro
del tamaño de un elefante. Volábamos por el espacio sin fin, sin llegar
nunca; entretanto la tierra quedábase abajo, a muchas leguas de nuestros
pies; y en la tierra, España, Madrid, el barrio de Salamanca,
Cascajares, la Condesa, el Conde, Mudarra, el incógnito galán, todos
ellos.
Pero no tardé en dormirme profundamente; y entonces el coche cesó de
andar, cesó de volar, y desapareció para mí la sensación de que iba en
tal coche, no quedando más que el ruido monótono y profundo de las
ruedas, que no nos abandona jamás en nuestras pesadillas dentro de un
tren o en el camarote de un vapor. Me dormí... ¡Oh infortunada Condesa!
La vi tan clara como estoy viendo en este instante el papel en que
escribo; la vi sentada junto a un velador, la mano en la mejilla, triste
y meditabunda como una estatua de la melancolía. A sus pies estaba
acurrucado un perrillo, que me pareció tan triste como su interesante
ama.
Entonces pude examinar a mis anchas a la mujer que yo consideraba como
la desventura en persona. Era de alta estatura, rubia, con grandes y
expresivos ojos, nariz fina, y casi, casi grande, de forma muy correcta
y perfectamente engendrada por las dos curvas de sus hermosas y
arqueadas cejas. Estaba peinada sin afectación, y en esto, como en su
traje, se comprendía que no pensaba salir aquella noche. ¡Tremenda, mil
veces tremenda noche! Yo observaba con creciente ansiedad la hermosa
figura que tanto deseaba conocer, y me pareció que podía leer sus ideas
en aquella noble frente donde la costumbre de la reconcentración mental
había trazado unas cuantas líneas imperceptibles, que el tiempo
convertiría pronto en arrugas.
dentro se sentía, ya porque el movimiento pausado y monótono del
vehículo produce cierto mareo que degenera en sueño, lo cierto es que
sentí pesados los párpados, me incliné del costado izquierdo, apoyando
el codo en el paquete de libros, y cerré los ojos. En esta situación
continué viendo la hilera de caras de ambos sexos que ante mí tenía,
barbadas unas, limpias de pelo las otras, aquéllas riendo, éstas muy
acartonadas y serias. Después me pareció que obedeciendo a la
contracción de un músculo común, todas aquellas caras hacían muecas y
guiños, abriendo y cerrando los ojos y las bocas, y mostrándome
alternativamente una serie de dientes que variaban desde los más blancos
hasta los más amarillos, afilados unos, romos y gastados los otros.
Aquellas ocho narices erigidas bajo diez y seis ojos diversos en color y
expresión, crecían o menguaban, variando de forma; las bocas se abrían
en línea horizontal, produciendo mudas carcajadas, o se estiraban hacia
adelante formando hocicos puntiagudos, parecidos al interesante rostro
de cierto benemérito animal que tiene sobre sí el anatema de no poder
ser nombrado.
Por detrás de aquellas ocho caras, cuyos horrendos visajes he descrito,
y al través de las ventanillas del coche, yo veía la calle y las casas,
los transeuntes, todo en veloz carrera, como si el tranvía anduviese con
rapidez vertiginosa. Yo por lo menos creía que marchaban más aprisa que
nuestros ferrocarriles, más que los franceses, más que los ingleses, más
que los norteamericanos; corría con toda la velocidad que puede suponer
la imaginación, tratándose de la traslación de lo sólido.
A medida que era más intenso aquel estado letargoso, se me figuraba que
iban desapareciendo las casas, las calles, Madrid entero. Por un
instante creí que el tranvía corría por lo más profundo de los mares:
al través de los vidrios se veían los cuerpos de cetáceos enormes, los
miembros pegajosos de una multitud de pólipos de diversos tamaños. Los
peces chicos sacudían sus colas resbaladizas contra los cristales,
algunos miraban adentro con sus grandes y dorados ojos. Crustáceos de
forma desconocida, grandes moluscos, madréporas, esponjas y una multitud
de bivalvos grandes y deformes cual nunca yo los había visto, pasaban
sin cesar. El coche iba tirado por no sé qué especie de nadantes
monstruos, cuyos remos, luchando con el agua, sonaban como las paletas
de una hélice, tornillaban la masa líquida con su infinito voltear.
Esta visión se iba extinguiendo: después parecióme que el coche corría
por los aires, volando en dirección fija y sin que lo agitaran los
vientos. Al través de los cristales no se veía nada, más que espacio:
las nubes nos envolvían a veces; una lluvia violenta y repentina
tamborileaba en la imperial; de pronto salíamos al espacio puro inundado
de sol, para volver de nuevo a penetrar en el vaporoso seno de celajes
inmensos, ya rojos, ya amarillos, tan pronto de ópalo como de amatista,
que iban quedándose atrás en nuestra marcha. Pasábamos luego por un
sitio del espacio en que flotaban masas resplandecientes de un finísimo
polvo de oro; más adelante, aquella polvareda que a mí se me antojaba
producida por el movimiento de las ruedas triturando la luz, era de
plata, después verde como harina de esmeraldas, y por último, roja como
harina de rubíes. El coche iba arrastrado por algún volátil
apocalíptico, más fuerte que el hipógrifo y más atrevido que el dragón;
y el rumor de las ruedas y de la fuerza motriz recordaba el zumbido de
las grandes aspas de un molino de viento, o más bien el de un abejorro
del tamaño de un elefante. Volábamos por el espacio sin fin, sin llegar
nunca; entretanto la tierra quedábase abajo, a muchas leguas de nuestros
pies; y en la tierra, España, Madrid, el barrio de Salamanca,
Cascajares, la Condesa, el Conde, Mudarra, el incógnito galán, todos
ellos.
Pero no tardé en dormirme profundamente; y entonces el coche cesó de
andar, cesó de volar, y desapareció para mí la sensación de que iba en
tal coche, no quedando más que el ruido monótono y profundo de las
ruedas, que no nos abandona jamás en nuestras pesadillas dentro de un
tren o en el camarote de un vapor. Me dormí... ¡Oh infortunada Condesa!
La vi tan clara como estoy viendo en este instante el papel en que
escribo; la vi sentada junto a un velador, la mano en la mejilla, triste
y meditabunda como una estatua de la melancolía. A sus pies estaba
acurrucado un perrillo, que me pareció tan triste como su interesante
ama.
Entonces pude examinar a mis anchas a la mujer que yo consideraba como
la desventura en persona. Era de alta estatura, rubia, con grandes y
expresivos ojos, nariz fina, y casi, casi grande, de forma muy correcta
y perfectamente engendrada por las dos curvas de sus hermosas y
arqueadas cejas. Estaba peinada sin afectación, y en esto, como en su
traje, se comprendía que no pensaba salir aquella noche. ¡Tremenda, mil
veces tremenda noche! Yo observaba con creciente ansiedad la hermosa
figura que tanto deseaba conocer, y me pareció que podía leer sus ideas
en aquella noble frente donde la costumbre de la reconcentración mental
había trazado unas cuantas líneas imperceptibles, que el tiempo
convertiría pronto en arrugas.