Como no era costumbre de los posaderos proveer al sustento de sus
huéspedes, vagué por las calles en busca de provisiones; al cabo,
viendo a unos soldados que comían y bebían en una especie de taberna,
entré y pedí al dueño que me proporcionase algo de cena, y sin
tardanza me satisfizo, no del todo mal, aunque cobrándolo a buen
precio.
Me acosté temprano, porque las mulas que había contratado para
llevarnos a Evora, vendrían a buscarnos a las cinco de la mañana
siguiente. Mi criado dormía en la misma habitación, única disponible
en la posada. No pude pegar los ojos en toda la noche. Teníamos
debajo una cuadra, en la cual dormían varios almocreves o
carreteros con sus mulas. Detrás de nosotros, en el corral, había una
pocilga. ¿Cómo dormir? Los cerdos gruñían, resoplaban las mulas, y
los almocreves roncaban de un modo horrible. Oí dar las horas en
el reloj del pueblo hasta media noche, y desde media noche hasta las
cuatro, hora en que me levanté y comencé a vestirme, enviando a mi
criado a dar prisa al hombre de las mulas, porque estaba harto de la
posada y deseaba marcharme cuanto antes. Un viejo huesudo y fuerte,
acompañado de un muchacho descalzo, llegó con las bestias, que eran
bastante regulares. El viejo, dueño de las mulas, y tío del muchacho,
venía dispuesto a acompañarnos hasta Evora.
Cuando salimos, la luna brillaba esplendorosa, y el frío de la mañana
era penetrante. Tomamos un camino hondo y arenoso, al salir del
cual pasamos ante un vasto edificio, de extraño aspecto, situado en
una desamparada colina arenosa, a nuestra izquierda. Cinco o seis
hombres a caballo, que marchaban a buen paso, nos dieron rápidamente
alcance. Todos llevaban largas escopetas colgadas del arzón, y la
boca de los cañones asomaba como a dos pies por debajo de la panza de
los caballos. Pregunté al viejo la razón de aquel aparato guerrero.
Respondióme que los caminos estaban muy malos (quería decir que
abundaban los ladrones) y que aquellos hombres iban armados así para
su defensa; muy poco después torcieron a la izquierda, en dirección
de Palmella.
Entramos en una planicie arenosa, salpicada de pinos enanos; el
camino era poco más que un sendero, y conforme avanzamos, los árboles
fueron espesándose hasta formar un bosque, que se extendía unas dos
leguas, con espacios claros, donde pastaban rebaños de cabras y
ovejas; las cencerrillas que llevaban colgadas del cuello sonaban con
un tintineo apagado y monótono. El sol estaba empezando a salir, pero
la mañana era triste y nublada, y esto, unido al desolado aspecto
de la comarca, causaba en mi ánimo una impresión desagradable. Eché
pie a tierra y anduve un poco, trabando conversación con el viejo.
Al parecer, no sabía hablar más que de los ladrones y de las
atrocidades que tenían por costumbre cometer en los mismos sitios
por donde íbamos pasando. Las historias que contaba eran, en verdad,
horribles, y por no oírlas, monté de nuevo y me adelanté un buen
trecho.
huéspedes, vagué por las calles en busca de provisiones; al cabo,
viendo a unos soldados que comían y bebían en una especie de taberna,
entré y pedí al dueño que me proporcionase algo de cena, y sin
tardanza me satisfizo, no del todo mal, aunque cobrándolo a buen
precio.
Me acosté temprano, porque las mulas que había contratado para
llevarnos a Evora, vendrían a buscarnos a las cinco de la mañana
siguiente. Mi criado dormía en la misma habitación, única disponible
en la posada. No pude pegar los ojos en toda la noche. Teníamos
debajo una cuadra, en la cual dormían varios almocreves o
carreteros con sus mulas. Detrás de nosotros, en el corral, había una
pocilga. ¿Cómo dormir? Los cerdos gruñían, resoplaban las mulas, y
los almocreves roncaban de un modo horrible. Oí dar las horas en
el reloj del pueblo hasta media noche, y desde media noche hasta las
cuatro, hora en que me levanté y comencé a vestirme, enviando a mi
criado a dar prisa al hombre de las mulas, porque estaba harto de la
posada y deseaba marcharme cuanto antes. Un viejo huesudo y fuerte,
acompañado de un muchacho descalzo, llegó con las bestias, que eran
bastante regulares. El viejo, dueño de las mulas, y tío del muchacho,
venía dispuesto a acompañarnos hasta Evora.
Cuando salimos, la luna brillaba esplendorosa, y el frío de la mañana
era penetrante. Tomamos un camino hondo y arenoso, al salir del
cual pasamos ante un vasto edificio, de extraño aspecto, situado en
una desamparada colina arenosa, a nuestra izquierda. Cinco o seis
hombres a caballo, que marchaban a buen paso, nos dieron rápidamente
alcance. Todos llevaban largas escopetas colgadas del arzón, y la
boca de los cañones asomaba como a dos pies por debajo de la panza de
los caballos. Pregunté al viejo la razón de aquel aparato guerrero.
Respondióme que los caminos estaban muy malos (quería decir que
abundaban los ladrones) y que aquellos hombres iban armados así para
su defensa; muy poco después torcieron a la izquierda, en dirección
de Palmella.
Entramos en una planicie arenosa, salpicada de pinos enanos; el
camino era poco más que un sendero, y conforme avanzamos, los árboles
fueron espesándose hasta formar un bosque, que se extendía unas dos
leguas, con espacios claros, donde pastaban rebaños de cabras y
ovejas; las cencerrillas que llevaban colgadas del cuello sonaban con
un tintineo apagado y monótono. El sol estaba empezando a salir, pero
la mañana era triste y nublada, y esto, unido al desolado aspecto
de la comarca, causaba en mi ánimo una impresión desagradable. Eché
pie a tierra y anduve un poco, trabando conversación con el viejo.
Al parecer, no sabía hablar más que de los ladrones y de las
atrocidades que tenían por costumbre cometer en los mismos sitios
por donde íbamos pasando. Las historias que contaba eran, en verdad,
horribles, y por no oírlas, monté de nuevo y me adelanté un buen
trecho.