Texto - "Mi tio y mi cura" Jean de La Brète

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Nuestra iglesia era vieja y pobre.

El primitivo color de las paredes desaparecía bajo una especie de moho
verdoso producto de la humedad; el piso en vez de ser unido, estaba
formado por una cantidad de baches y montículos que invitaban a los
fieles a romperse la nuca y a aprovechar de su presencia en un sitio
santificado, para subir más pronto al cielo; el altar estaba adornado
con figuras de ángeles, pintadas por el carretero de la aldea quien se
las echaba de artistas; dos o tres santos se contemplaban con sorpresa,
admirados de verse tan feos. Cuantas veces he pensado, mirándolos, que a
ser yo santa y representarme los mortales de tan odiosa manera, sería
absolutamente sorda a sus plegarias; pero tal vez los santos no tienen
mi carácter. Por una ventana sin vidrios mostraba una rosa su frente
perfumada, y con su frescura y belleza parecía protestar del mal gusto
del hombre.

Poseíamos un harmonium, del que vibraban sólo tres notas; a veces el
número crecía hasta cinco, pues este instrumento era caprichoso y andaba
según la temperatura, como los romadizos de nuestro sochantre, quien
rugía durante dos horas con una convicción tan ingenua y profunda de que
poseía una hermosa voz, que era imposible criticarle.

El sitial del celebrante estaba colocado en el fondo de un precipicio,
de modo, que desde mi asiento no se veía más que la cabeza y el busto
del cura que parecía estar en penitencia. Los monaguillos se hacían
mueca detrás de él sin que se le ocurriera sospecharlo.

Después del Evangelio, se quitaba delante de nosotros la casulla, como
que las cosas pasaban en familia, y después de tropezar en algunos
pozos, llegaba al púlpito.

Creo que no hay entre todos los seres humanos, que se agitan en la
superficie del globo, ninguno que no haya soñado, una vez por lo menos,
en el curso de su existencia.

Sea de elevada o ínfima posición, no puede el hombre vivir sin deseos, y
el cura sufriendo la ley común, había soñado durante treinta años de su
vida la posesión de un púlpito.

Desgraciadamente, era muy pobre, éranlo igualmente sus feligreses y mi
tía que era la única que le hubiera podido ayudar, no respondía a sus
tímidas insinuaciones; a más de ser sórdidamente avara cuando se trataba
de dar, no profesaba la menor consideración por los antojos de su
prójimo.

A fuerza de economías, encontrose al fin el cura con doscientos francos
en su poder. Y entonces resolvió realizar su sueño del modo que pudiera.