Yo no podía dormir... En vano regularizaba mi respiración, trataba de
apaciguar mi pensamiento, me oprimía el pecho para contener sus latidos,
¡en vano!... ¡Yo no podía dormir!
El insomnio acabó por vencerme y desmoralizarme. Me abandoné a él como
un náufrago que pierde las fuerzas en la corriente. No pudiendo ya
contener mi intranquilidad, me revolvía en las sábanas, me sentaba,
fumaba, encendía y apagaba la luz... Cuando la encendía, no vislumbraba
más que sombras... Cuando la apagaba, en la oscuridad más completa,
veía unos vagos arabescos, como de humo, que se agrandaban y achicaban,
subiendo y bajando en el aire.
En mi cabeza penetró, poco a poco, el clavo ardiendo de una idea fija.
Yo lo sabía perfectamente... Y lo que supiera era esto, que me repetía
a cada instante, a cada minuto, a cada segundo:
- Tucker, ese bribón de Tucker tiene la culpa.
¿Quién era Tucker? ¿Cómo era Tucker? ¿Qué hacía? ¿Dónde estaba?... Nada
de eso sabía yo; pero sabía bien, ¡ah, muy bien! que él solo, que sólo
él tenía la culpa... ¿La culpa de qué? Yo lo ignoraba asimismo.
Comprendía únicamente que eso debía ser Algo Terrible, macabramente
terrible, diabólicamente terrible. Sería como una inconmesurable esfera
de barro que debía aplastarnos; sería como si todos, hombres y
espíritus, me burlasen y despreciaran; sería, en fin como una cosa que
no cupiese en el mundo ni pudiera decirse en lenguaje humano...
¿Había ocurrido ya? ¿Iba a ocurrir más adelante? ¿Estaba ocurriendo
entonces? ¡Tampoco sabía yo eso!... Mas nunca, jamás me sentí tan
agitado, ¡y con tanta razón agitado! como aquella noche fatal en que me
repetía, arracándome los pelos:
- ¡El malvado de Tucker tiene la culpa!
Consolábame, empero, el vago pensamiento de que aquello no sucedía
realmente. Yo sabía que estaba soñando. ¡Y sin embargo no podía
dormirme!... ¿Quién hubiera dormido con semejante preocupación? ¡No, no
dormí un instante en toda la noche!
Cuando amaneció, el sirviente me trajo el desayuno. ¡El sirviente!...
¿Qué venía a buscar a mi habitación ese espía odioso?... Yo lo maldije y
lo eché con voz de trueno (con una voz muy rara, que no era mi voz):
- ¡Váyase al infierno!
Puso él la bandeja sobre una mesa, y salió disparado, cerrando la
puerta. Al cerrarla dio un chillido, porque se apretó la cola.
(Indudablemente tenía cola, una larga y peluda cola de mono.)
Dejé que el desayuno se enfriara en la taza durante todo el día. Era un
desayuno de hirviente sangre humana, y yo no podía olvidar que la sangre
humana tarda mucho en enfriarse.
Esperando pues que se enfriara el desayuno, me lo pasé todo el día en
cama. Felizmente tenía caramelos de goma en la mesita de luz, porque
estaba muy resfriado. Tan resfriado que la respiración se me había
detenido por completo. Esto me daba, naturalmente, mucha risa. ¡Vivir
sin respirar, como los muertos! ¡Qué cosa más ridícula!...
Y todo el día me estuve repitiendo:
- ¡El infame de Tucker tiene la culpa! todo el día, hasta que anocheció.
Cuando anocheció, esta idea llegó a hacerse más dolorosa que nunca.
Comprendí que debía ver a Tucker para enrostrarle su infamia... Por eso
me vestí y salí a la calle.
Advertí en la calle que me había olvidado de ponerme el saco, aunque
estaba muy bien peinado y llevaba una estrella verdadera prendida en la
corbata. Esta estrella, que era como la cabeza de un clavo, yo la había
arrancado del cielo con mi propia mano, parándome en puntas de pies y
estirando enormemente el brazo derecho. Tenía así el brazo derecho algo
descoyuntado y andaba sin saco por la calle... ¡Pero lo peor era la
estrella que me quemaba el pecho como una brasa!
Afuera de mi casa noté una cosa bien tonta. Noté que el cielo era un
gran toldo negro. Y el toldo se caía, por haberle quitado yo la estrella
que lo sostuviera, en el cenit. Había que caminar levantando la tela del
cielo con las manos, como dentro de una carpa de techo muy bajo. ¡Era
esto muy incómodo! Mas sucedió lo que debía suceder. Caído el cielo
sobre las luces de la ciudad, se incendió cómo estopa y voló en
levísimas partículas de ceniza. (No tan levísimas, diré de paso, pues
una que me entró en el ojo derecho era del grandor de una avellana.)
Yo estaba apresuradísimo por ver a Tucker. Tan rápidamente iba, que
caminaba por el aire sin notarlo. La tierra se había hundido en un
abismo sin fin y yo seguía corriendo por el plano vacío que antes fuera
su superficie. No importaba. La cuestión estribaba en ver cuanto antes
al canalla de Tucker.
De pronto sentí tierra firme bajo mis pies. Estaba en una ciudad
extranjera, pero habitada por mis conciudadanos. En las calles había
mucha luz amarillenta y mucha gente que reía, corría, gesticulaba. Todos
estaban tan contentos que bailaban desarticulándose y rearticulándose
como títeres. Yo mismo me daba cuenta de que perdía en el camino, ora un
pie, ora un brazo, ora parte del tronco... No me tomaba el trabajo de
recoger estos órganos cuando los veía caerse, y los dejaba detrás de mí,
porque iba muy apurado y sabía que ellos solos - el pie, el brazo, la
parte del tronco, - volverían a incorporarse a mi persona. Además, todo
era un sueño. Además, yo tenía el privilegio de la salamandra, de hacer
retoñar los muñones para recuperar los órganos perdidos.
La gente seguía riendo, corriendo, gesticulando... Vi algunos amigos que
me reconocieron y me saludaron con gestos extravagantes, quién sacándome
la lengua, quién escupiéndome una ranita verde en la cara. No me paré a
preguntarles la razón de su loca alegría, porque mi prisa arreciaba como
un ciclón.
apaciguar mi pensamiento, me oprimía el pecho para contener sus latidos,
¡en vano!... ¡Yo no podía dormir!
El insomnio acabó por vencerme y desmoralizarme. Me abandoné a él como
un náufrago que pierde las fuerzas en la corriente. No pudiendo ya
contener mi intranquilidad, me revolvía en las sábanas, me sentaba,
fumaba, encendía y apagaba la luz... Cuando la encendía, no vislumbraba
más que sombras... Cuando la apagaba, en la oscuridad más completa,
veía unos vagos arabescos, como de humo, que se agrandaban y achicaban,
subiendo y bajando en el aire.
En mi cabeza penetró, poco a poco, el clavo ardiendo de una idea fija.
Yo lo sabía perfectamente... Y lo que supiera era esto, que me repetía
a cada instante, a cada minuto, a cada segundo:
- Tucker, ese bribón de Tucker tiene la culpa.
¿Quién era Tucker? ¿Cómo era Tucker? ¿Qué hacía? ¿Dónde estaba?... Nada
de eso sabía yo; pero sabía bien, ¡ah, muy bien! que él solo, que sólo
él tenía la culpa... ¿La culpa de qué? Yo lo ignoraba asimismo.
Comprendía únicamente que eso debía ser Algo Terrible, macabramente
terrible, diabólicamente terrible. Sería como una inconmesurable esfera
de barro que debía aplastarnos; sería como si todos, hombres y
espíritus, me burlasen y despreciaran; sería, en fin como una cosa que
no cupiese en el mundo ni pudiera decirse en lenguaje humano...
¿Había ocurrido ya? ¿Iba a ocurrir más adelante? ¿Estaba ocurriendo
entonces? ¡Tampoco sabía yo eso!... Mas nunca, jamás me sentí tan
agitado, ¡y con tanta razón agitado! como aquella noche fatal en que me
repetía, arracándome los pelos:
- ¡El malvado de Tucker tiene la culpa!
Consolábame, empero, el vago pensamiento de que aquello no sucedía
realmente. Yo sabía que estaba soñando. ¡Y sin embargo no podía
dormirme!... ¿Quién hubiera dormido con semejante preocupación? ¡No, no
dormí un instante en toda la noche!
Cuando amaneció, el sirviente me trajo el desayuno. ¡El sirviente!...
¿Qué venía a buscar a mi habitación ese espía odioso?... Yo lo maldije y
lo eché con voz de trueno (con una voz muy rara, que no era mi voz):
- ¡Váyase al infierno!
Puso él la bandeja sobre una mesa, y salió disparado, cerrando la
puerta. Al cerrarla dio un chillido, porque se apretó la cola.
(Indudablemente tenía cola, una larga y peluda cola de mono.)
Dejé que el desayuno se enfriara en la taza durante todo el día. Era un
desayuno de hirviente sangre humana, y yo no podía olvidar que la sangre
humana tarda mucho en enfriarse.
Esperando pues que se enfriara el desayuno, me lo pasé todo el día en
cama. Felizmente tenía caramelos de goma en la mesita de luz, porque
estaba muy resfriado. Tan resfriado que la respiración se me había
detenido por completo. Esto me daba, naturalmente, mucha risa. ¡Vivir
sin respirar, como los muertos! ¡Qué cosa más ridícula!...
Y todo el día me estuve repitiendo:
- ¡El infame de Tucker tiene la culpa! todo el día, hasta que anocheció.
Cuando anocheció, esta idea llegó a hacerse más dolorosa que nunca.
Comprendí que debía ver a Tucker para enrostrarle su infamia... Por eso
me vestí y salí a la calle.
Advertí en la calle que me había olvidado de ponerme el saco, aunque
estaba muy bien peinado y llevaba una estrella verdadera prendida en la
corbata. Esta estrella, que era como la cabeza de un clavo, yo la había
arrancado del cielo con mi propia mano, parándome en puntas de pies y
estirando enormemente el brazo derecho. Tenía así el brazo derecho algo
descoyuntado y andaba sin saco por la calle... ¡Pero lo peor era la
estrella que me quemaba el pecho como una brasa!
Afuera de mi casa noté una cosa bien tonta. Noté que el cielo era un
gran toldo negro. Y el toldo se caía, por haberle quitado yo la estrella
que lo sostuviera, en el cenit. Había que caminar levantando la tela del
cielo con las manos, como dentro de una carpa de techo muy bajo. ¡Era
esto muy incómodo! Mas sucedió lo que debía suceder. Caído el cielo
sobre las luces de la ciudad, se incendió cómo estopa y voló en
levísimas partículas de ceniza. (No tan levísimas, diré de paso, pues
una que me entró en el ojo derecho era del grandor de una avellana.)
Yo estaba apresuradísimo por ver a Tucker. Tan rápidamente iba, que
caminaba por el aire sin notarlo. La tierra se había hundido en un
abismo sin fin y yo seguía corriendo por el plano vacío que antes fuera
su superficie. No importaba. La cuestión estribaba en ver cuanto antes
al canalla de Tucker.
De pronto sentí tierra firme bajo mis pies. Estaba en una ciudad
extranjera, pero habitada por mis conciudadanos. En las calles había
mucha luz amarillenta y mucha gente que reía, corría, gesticulaba. Todos
estaban tan contentos que bailaban desarticulándose y rearticulándose
como títeres. Yo mismo me daba cuenta de que perdía en el camino, ora un
pie, ora un brazo, ora parte del tronco... No me tomaba el trabajo de
recoger estos órganos cuando los veía caerse, y los dejaba detrás de mí,
porque iba muy apurado y sabía que ellos solos - el pie, el brazo, la
parte del tronco, - volverían a incorporarse a mi persona. Además, todo
era un sueño. Además, yo tenía el privilegio de la salamandra, de hacer
retoñar los muñones para recuperar los órganos perdidos.
La gente seguía riendo, corriendo, gesticulando... Vi algunos amigos que
me reconocieron y me saludaron con gestos extravagantes, quién sacándome
la lengua, quién escupiéndome una ranita verde en la cara. No me paré a
preguntarles la razón de su loca alegría, porque mi prisa arreciaba como
un ciclón.