Este hombre parecía viejo, aunque no tenía más de veintiséis años. Vestía una especie de levita militar, abotonada hasta el cuello. Su tocado era una mala gorra con visera. Llevaba al hombro un palo grueso, del que pendía una cajita de caoba, cubierta de bayeta verde; un paquete de libros, atados con tiras de orillo, un pañuelo que contenía algunas piezas de ropa blanca, y una gran capa enrollada.
Este ligero equipaje parecía muy superior a sus fuerzas. De cuando en cuando se detenía, apoyaba una mano en su pecho oprimido, o la pasaba por su enardecida frente, o bien fijaba sus miradas en un pobre perro que le seguía, y que en aquellas paradas se acostaba jadeante a sus pies.
¡Pobre Treu! -le decía-, ¡único ser que me acredita que todavía hay en el mundo cariño y gratitud! ¡No: jamás olvidaré el día en que por primera vez te vi! Fue con un pobre pastor, que murió fusilado por no haber querido ser traidor. Estaba de rodillas en el momento de recibir la muerte, y en vano procuraba alejarte de su lado. Pidió que te apartasen, y nadie se atrevía. Sonó la descarga, y tú, fiel amigo del desventurado, caíste mortalmente herido al lado del cuerpo exánime de tu amo. Yo te recogí, curé tus heridas, y desde entonces no me has abandonado. Cuando los graciosos del regimiento se burlaban de mí, y me llamaban cura-perros, venías a lamerme la mano que te salvó, como queriendo decirme: "los perros son agradecidos". ¡Oh Dios mío! Yo amaba a mis semejantes. Hace dos años que, lleno de vida, de esperanza, de buena voluntad, llegué a estos países, y ofrecía a mis semejantes mis desvelos, mis cuidados, mi deber y mi corazón. He curado muchas heridas, y en cambio las he recibido muy profundas en mi alma. ¡Gran Dios! ¡Gran Dios! Mi corazón está destrozado. Me veo ignominiosamente arrojado del Ejército, después de dos años de servicio, después de dos años de trabajar sin descanso. Me veo acusado y perseguido, sólo por haber curado a un hombre del partido contrario, a un infeliz, que perseguido como una bestia feroz, vino a caer moribundo en mis brazos. ¿Será posible que las leyes de la guerra conviertan en crimen lo que la moral erige en virtud, y la religión en deber? ¿Y qué me queda que hacer ahora? Ir a reposar mi cabeza calva y mi corazón ulcerado a la sombra de los tilos de la casa paterna. ¡Allí no me contarán por delito el haber tenido piedad de un moribundo!
Este ligero equipaje parecía muy superior a sus fuerzas. De cuando en cuando se detenía, apoyaba una mano en su pecho oprimido, o la pasaba por su enardecida frente, o bien fijaba sus miradas en un pobre perro que le seguía, y que en aquellas paradas se acostaba jadeante a sus pies.
¡Pobre Treu! -le decía-, ¡único ser que me acredita que todavía hay en el mundo cariño y gratitud! ¡No: jamás olvidaré el día en que por primera vez te vi! Fue con un pobre pastor, que murió fusilado por no haber querido ser traidor. Estaba de rodillas en el momento de recibir la muerte, y en vano procuraba alejarte de su lado. Pidió que te apartasen, y nadie se atrevía. Sonó la descarga, y tú, fiel amigo del desventurado, caíste mortalmente herido al lado del cuerpo exánime de tu amo. Yo te recogí, curé tus heridas, y desde entonces no me has abandonado. Cuando los graciosos del regimiento se burlaban de mí, y me llamaban cura-perros, venías a lamerme la mano que te salvó, como queriendo decirme: "los perros son agradecidos". ¡Oh Dios mío! Yo amaba a mis semejantes. Hace dos años que, lleno de vida, de esperanza, de buena voluntad, llegué a estos países, y ofrecía a mis semejantes mis desvelos, mis cuidados, mi deber y mi corazón. He curado muchas heridas, y en cambio las he recibido muy profundas en mi alma. ¡Gran Dios! ¡Gran Dios! Mi corazón está destrozado. Me veo ignominiosamente arrojado del Ejército, después de dos años de servicio, después de dos años de trabajar sin descanso. Me veo acusado y perseguido, sólo por haber curado a un hombre del partido contrario, a un infeliz, que perseguido como una bestia feroz, vino a caer moribundo en mis brazos. ¿Será posible que las leyes de la guerra conviertan en crimen lo que la moral erige en virtud, y la religión en deber? ¿Y qué me queda que hacer ahora? Ir a reposar mi cabeza calva y mi corazón ulcerado a la sombra de los tilos de la casa paterna. ¡Allí no me contarán por delito el haber tenido piedad de un moribundo!