Fresca y apacible tarde del otoño hacía, y como domingo alegre después
de vísperas, por gustoso recreo se derramaban allá en los ruedos y
ejidos del lugar los habitantes rústicos de cierta aldea, cuyo nombre,
si no lo apuntamos ahora, es por hacer poco al propósito de la historia
que vamos relatando. Baste sólo decir que el tal lugar estaba en lo más
bien asentado de la Andalucía, para saber que era rico, y que no
distando sino poco trecho de la ciudad de Ronda, disfrutaba del sitio
más pintoresco y de más rústica perspectiva que pueden antojarse a los
ojos que se aficionan de las escenas de riscos, fuentes y frescuras.
Aquellas buenas gentes, digo, unas subían a las más altas crestas de
los montes, para divertir los ojos en la sosegada llanura del mar, que
allá al lejos se parecía; otras se entraban por entre las arboledas y
frutales de tanto huerto y jardín como cercaban la aldea, y aquí o allá
grupos de mancebos granados o muchachos de corta edad se entretenían en
jugar al mallo y en tirar la barra, o en soltar al aire pintadas
pandorgas con la mayor alegría del mundo.
Entretanto, ciertas personas más graves y de mayor autoridad, como
desdeñándose de participar de aquellos entretenimientos, o comunicarse
con tales gentes, buscaban separadamente su recreación, paseándose por
cierta senda muy sombreada de árboles y apacible por todo extremo.
Esta senda era la que conducía al principal pueblo de la comarca, y por
ello, y por no ser tan riscoso el terreno por aquella parte, ofrecía
cierta apariencia y espaciosidad muy de molde para emprender un buen
paseo, que por tácito consentimiento de los paseantes, tenía su término
en una blanca capilla, alzada a San Sebastián por el buen celo de los
cristianos viejos que habitaban entre los moriscos de aquellas
quebradas.
El césped que crecía al pie de los tapiales de las heredades contiguas
ofrecía asiento en todo lo largo del camino, y los ramos y follaje que
rebosaban por cima de los setos y bardales, formando una bóveda de
verdura, templaban los duros rayos del sol, o las asperezas del viento
en las estaciones rígidas del año.
En cierta anchura que abría la senda a distancia igual de la aldea y de
la bendita capilla, al lado de una fuentecilla fresca, de clara y
sonante agua, y bajo la frondosa sombra de dos nogales hermosos, estaba
sentado un personaje, no de la mejor catadura, y que por ser sujeto de
razonable influencia en este cuento, no será fuera de propósito
presentarlo en este punto con ayuda de cuatro pinceladas.
Su estatura estaba entre los dos extremos, ni muy alto ni muy bajo, bien
que si se tomaba en cuenta cierta curvatura de la espalda, que bien le
embebía y menguaba dos pulgadas, más se alejaba de ésta que no de
aquella medida: ciertas muletas que al lado tenía, mostraban no
conservar sus piernas un paralelo bien exacto, y un parche que le
obscurecía el siniestro ojo lo daría por tuerto, a no ser que lo
encendido, bermejizo y fontanero del otro no lo pusiese casi casi en
opinión de ciego, para todo el que tropezaba con tal figura.
El traje no era de gala, y distaba mucho de lo profano, pues del zapato
hasta la rodilla no había más adorno que una pierna viva, que si bien
tostada por el aire, daba lástima, por sus formas y su vigor, que
adoleciese el amo de aquel achaque de la cojera. Desde la rodilla
reinaban unas medias calzas de mal pardillo, condecorado con los cuatro
títulos de revuelto, roto, raído y remendado, y con esto y un mal gabán
pasado con mangas por los hombros se cumplía la buena traza de aquella
persona, si es que no contamos un zurroncillo como de pastor que le
adornaba las espaldas.
La cara de este mendigo (pues tal nombre antes que cualquiera otro
merecía) estaba muy lejos de parecer tan triste como su mal porte pedía;
muy al contrario, y con gran maravilla del que lo viera, mostrábase
alegre y nada desatalentado, y más bien avenido con las burlas que no
con lástimas y quejumbrerías. Estaba sentado con gran sosiego, halagando
con una mano el lomo de un buen gozque, que le servía a un tiempo
(rareza extraña) de sincera ayuda y de amigo desinteresado, mientras que
risueñamente así hablaba con un muchacho, que frontero de él se veía
sentado, respondiendo a las curiosas preguntas que le enderezaba el de
las muletas.
de vísperas, por gustoso recreo se derramaban allá en los ruedos y
ejidos del lugar los habitantes rústicos de cierta aldea, cuyo nombre,
si no lo apuntamos ahora, es por hacer poco al propósito de la historia
que vamos relatando. Baste sólo decir que el tal lugar estaba en lo más
bien asentado de la Andalucía, para saber que era rico, y que no
distando sino poco trecho de la ciudad de Ronda, disfrutaba del sitio
más pintoresco y de más rústica perspectiva que pueden antojarse a los
ojos que se aficionan de las escenas de riscos, fuentes y frescuras.
Aquellas buenas gentes, digo, unas subían a las más altas crestas de
los montes, para divertir los ojos en la sosegada llanura del mar, que
allá al lejos se parecía; otras se entraban por entre las arboledas y
frutales de tanto huerto y jardín como cercaban la aldea, y aquí o allá
grupos de mancebos granados o muchachos de corta edad se entretenían en
jugar al mallo y en tirar la barra, o en soltar al aire pintadas
pandorgas con la mayor alegría del mundo.
Entretanto, ciertas personas más graves y de mayor autoridad, como
desdeñándose de participar de aquellos entretenimientos, o comunicarse
con tales gentes, buscaban separadamente su recreación, paseándose por
cierta senda muy sombreada de árboles y apacible por todo extremo.
Esta senda era la que conducía al principal pueblo de la comarca, y por
ello, y por no ser tan riscoso el terreno por aquella parte, ofrecía
cierta apariencia y espaciosidad muy de molde para emprender un buen
paseo, que por tácito consentimiento de los paseantes, tenía su término
en una blanca capilla, alzada a San Sebastián por el buen celo de los
cristianos viejos que habitaban entre los moriscos de aquellas
quebradas.
El césped que crecía al pie de los tapiales de las heredades contiguas
ofrecía asiento en todo lo largo del camino, y los ramos y follaje que
rebosaban por cima de los setos y bardales, formando una bóveda de
verdura, templaban los duros rayos del sol, o las asperezas del viento
en las estaciones rígidas del año.
En cierta anchura que abría la senda a distancia igual de la aldea y de
la bendita capilla, al lado de una fuentecilla fresca, de clara y
sonante agua, y bajo la frondosa sombra de dos nogales hermosos, estaba
sentado un personaje, no de la mejor catadura, y que por ser sujeto de
razonable influencia en este cuento, no será fuera de propósito
presentarlo en este punto con ayuda de cuatro pinceladas.
Su estatura estaba entre los dos extremos, ni muy alto ni muy bajo, bien
que si se tomaba en cuenta cierta curvatura de la espalda, que bien le
embebía y menguaba dos pulgadas, más se alejaba de ésta que no de
aquella medida: ciertas muletas que al lado tenía, mostraban no
conservar sus piernas un paralelo bien exacto, y un parche que le
obscurecía el siniestro ojo lo daría por tuerto, a no ser que lo
encendido, bermejizo y fontanero del otro no lo pusiese casi casi en
opinión de ciego, para todo el que tropezaba con tal figura.
El traje no era de gala, y distaba mucho de lo profano, pues del zapato
hasta la rodilla no había más adorno que una pierna viva, que si bien
tostada por el aire, daba lástima, por sus formas y su vigor, que
adoleciese el amo de aquel achaque de la cojera. Desde la rodilla
reinaban unas medias calzas de mal pardillo, condecorado con los cuatro
títulos de revuelto, roto, raído y remendado, y con esto y un mal gabán
pasado con mangas por los hombros se cumplía la buena traza de aquella
persona, si es que no contamos un zurroncillo como de pastor que le
adornaba las espaldas.
La cara de este mendigo (pues tal nombre antes que cualquiera otro
merecía) estaba muy lejos de parecer tan triste como su mal porte pedía;
muy al contrario, y con gran maravilla del que lo viera, mostrábase
alegre y nada desatalentado, y más bien avenido con las burlas que no
con lástimas y quejumbrerías. Estaba sentado con gran sosiego, halagando
con una mano el lomo de un buen gozque, que le servía a un tiempo
(rareza extraña) de sincera ayuda y de amigo desinteresado, mientras que
risueñamente así hablaba con un muchacho, que frontero de él se veía
sentado, respondiendo a las curiosas preguntas que le enderezaba el de
las muletas.