Texto - "Novelas y cuentos" Serafín Estébanez Calderón

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Fresca y apacible tarde del otoño hacía, y como domingo alegre después de vísperas, por gustoso recreo se derramaban allá en los ruedos y ejidos del lugar los habitantes rústicos de cierta aldea, cuyo nombre, si no lo apuntamos ahora, es por hacer poco al propósito de la historia que vamos relatando. Baste sólo decir que el tal lugar estaba en lo más bien asentado de la Andalucía, para saber que era rico, y que no distando sino poco trecho de la ciudad de Ronda, disfrutaba del sitio más pintoresco y de más rústica perspectiva que pueden antojarse a los ojos que se aficionan de las escenas de riscos, fuentes y frescuras.

Aquellas buenas gentes, digo, unas subían a las más altas crestas de los montes, para divertir los ojos en la sosegada llanura del mar, que allá al lejos se parecía; otras se entraban por entre las arboledas y frutales de tanto huerto y jardín como cercaban la aldea, y aquí o allá grupos de mancebos granados o muchachos de corta edad se entretenían en jugar al mallo y en tirar la barra, o en soltar al aire pintadas pandorgas con la mayor alegría del mundo.

Entretanto, ciertas personas más graves y de mayor autoridad, como desdeñándose de participar de aquellos entretenimientos, o comunicarse con tales gentes, buscaban separadamente su recreación, paseándose por cierta senda muy sombreada de árboles y apacible por todo extremo.

Esta senda era la que conducía al principal pueblo de la comarca, y por ello, y por no ser tan riscoso el terreno por aquella parte, ofrecía cierta apariencia y espaciosidad muy de molde para emprender un buen paseo, que por tácito consentimiento de los paseantes, tenía su término en una blanca capilla, alzada a San Sebastián por el buen celo de los cristianos viejos que habitaban entre los moriscos de aquellas quebradas.

El césped que crecía al pie de los tapiales de las heredades contiguas ofrecía asiento en todo lo largo del camino, y los ramos y follaje que rebosaban por cima de los setos y bardales, formando una bóveda de verdura, templaban los duros rayos del sol, o las asperezas del viento en las estaciones rígidas del año.

En cierta anchura que abría la senda a distancia igual de la aldea y de la bendita capilla, al lado de una fuentecilla fresca, de clara y sonante agua, y bajo la frondosa sombra de dos nogales hermosos, estaba sentado un personaje, no de la mejor catadura, y que por ser sujeto de razonable influencia en este cuento, no será fuera de propósito presentarlo en este punto con ayuda de cuatro pinceladas.

Su estatura estaba entre los dos extremos, ni muy alto ni muy bajo, bien que si se tomaba en cuenta cierta curvatura de la espalda, que bien le embebía y menguaba dos pulgadas, más se alejaba de ésta que no de aquella medida: ciertas muletas que al lado tenía, mostraban no conservar sus piernas un paralelo bien exacto, y un parche que le obscurecía el siniestro ojo lo daría por tuerto, a no ser que lo encendido, bermejizo y fontanero del otro no lo pusiese casi casi en opinión de ciego, para todo el que tropezaba con tal figura.

El traje no era de gala, y distaba mucho de lo profano, pues del zapato hasta la rodilla no había más adorno que una pierna viva, que si bien tostada por el aire, daba lástima, por sus formas y su vigor, que adoleciese el amo de aquel achaque de la cojera. Desde la rodilla reinaban unas medias calzas de mal pardillo, condecorado con los cuatro títulos de revuelto, roto, raído y remendado, y con esto y un mal gabán pasado con mangas por los hombros se cumplía la buena traza de aquella persona, si es que no contamos un zurroncillo como de pastor que le adornaba las espaldas.

La cara de este mendigo (pues tal nombre antes que cualquiera otro merecía) estaba muy lejos de parecer tan triste como su mal porte pedía; muy al contrario, y con gran maravilla del que lo viera, mostrábase alegre y nada desatalentado, y más bien avenido con las burlas que no con lástimas y quejumbrerías. Estaba sentado con gran sosiego, halagando con una mano el lomo de un buen gozque, que le servía a un tiempo (rareza extraña) de sincera ayuda y de amigo desinteresado, mientras que risueñamente así hablaba con un muchacho, que frontero de él se veía sentado, respondiendo a las curiosas preguntas que le enderezaba el de las muletas.