¡Eternamente bello ese arco triunfal del suelo americano! Parece que el
mar hubiera sido atraído a aquella ensenada por un canto irresistible y
que, al besar el pie de esas montañas cubiertas de bosques, al reflejar
en sus aguas los árboles del trópico y los elegantes contornos de los
cerros, cuyas almas dibujan sobre un cielo profundo y puro, líneas de
una delicadeza exquisita, el mismo océano hubiera sonreído desarmado,
perdiendo su ceño adusto, para caer adormecido en el seno de la armonía
que lo rodeaba. Jamás se contempla sin emoción ese cuadro, y no se
concibe cómo los hombres que viven constantemente con ese espectáculo al
frente, no tengan el espíritu modelado para expresar en altas ideas
todas las cosas grandes del cielo y de la tierra. Tal así, la naturaleza
helénica, con sus montañas armoniosas y serenas, como la marcha de un
astro, su cielo azul y transparente, las aguas generosas de sus golfos,
que revelan los secretos todos de su seno, arrojó en el alma de los
griegos ese sentimiento inefable del ideal, esa concepción sin igual de
la belleza, que respira en las estrofas de sus poetas y se estremece en
las líneas de sus mármoles esculpidos. Pero el suelo de la Grecia está
envuelto, como en un manto cariñoso, por una atmósfera templada y sana,
que excita las fuerzas físicas y da actividad al cerebro. Sobre las
costas que baña la bahía de Río de Janeiro, el sol cae a plomo en capas
de fuego, el aire corre abrasado, los despojos de una vegetación
lujuriosa fermentan sin reposo y la savia de la vida se empobrece en el
organismo animal.
Así, bajad del barco que se mece en las aguas de la bahía; habéis visto
en la tierra los cocoteros y las palmeras, los bananos y los dátiles,
toda esa flora característica de los trópicos, que hace entrar por los
ojos la sensación de un mundo nuevo; creéis encontrar en la ciudad una
atmósfera de flores y perfumes, algo como lo que se siente al
aproximarse a Tucumán, por entre bosques de laureles y naranjales, o al
pisar el suelo de la bendecida isla de Tahití... Y bien, ¡quedáos
siempre en el puerto! ¡Saciad vuestras miradas con ese cuadro
incomparable y no bajéis a perder la ilusión en la aglomeración confusa
de casas raquíticas, calles estrechas y sucias, olores nauseabundos y
atmósfera de plomo!... Pronto, cruzad el lago, trepad los cerros y a
Petrópolis. Si no, a Tijuca. Petrópolis es más grandiosa y los cuadros
que se desenvuelven en la magnífica ascención no tienen igual en la
Suiza o en los Pirineos. Pero prefiero aquel punto perdido en el declive
de dos montañas que se recuestan perezosamente una en brazos de la otra,
prefiero Tijuca con su silencio delicioso, sus brisas frescas, sus
cascadas cantando entre los árboles y aquellos rápidos golpes de vista
que de pronto surgen entre la solución de los cerros, en los que pasa
rápidamente, como en un diorama gigantesco, la bahía entera con sus
ondas de un azul intenso, la cadena caprichosa de la ribera izquierda,
las islas verdes y elegantes, la ciudad entera, bellísima desde la
altura. No llega allí ruido humano, y esa calma callada hace que el
corazón busque instintivamente algo que allí falta: el espíritu
simpático que goce a la par nuestra, la voz que acaricie el oído con su
timbre delicado, la cabeza querida que busque en nuestro seno un refugio
contra la melancolía íntima de la soledad...
¡Proa al Norte, proa al Norte!
Una que otra, bella noche de luna a la altura de los trópicos. El mar
tranquilo arrastra con pereza sus olas pequeñas y numerosas; los
horizontes se ensanchan bajo un cielo sereno. La soledad por todas
partes y un silencio grande y solemne, que interrumpe sólo la eterna
hélice o el fatigado respirar de la máquina. A proa, cantan los
marineros; a popa, aislados, algunos hombres que piensan, sufren y
recuerdan, hablando con la noche, fijos los ojos en el espacio abierto,
y siguiendo sin conciencia el arco maravilloso de un meteoro de
incomparable brillo que, a lo lejos, parece sumergirse en las calladas
aguas del Océano. Abajo, en el comedor, el rechinar de un piano agrio y
destemplado, la sonora y brutal carcajada de un jugador de órdago, el
ruido de botellas que se destapan, la vocería insípida de un juego de
prendas. Sobre el puente, el joven oficial de guardia, inmóvil,
recostado sobre la baranda, meciéndose en los infinitos sueños del
marino y reposando en la calma segura de los vientos dormidos. De
pronto, cuatro pipas encendidas como hogueras, aparecen seguidas de sus
propietarios. Hablan todos a la vez: cueros, lanas, géneros o aceites...
El encanto está roto; en vano la luna los baña cariñosa, los envuelve en
su encaje, como pidiéndoles decoro ante la simple majestad de su
belleza. Hay que dar un adiós al fantaseo solitario e ir a hundirse en
la infame prisión del camarote...
He aquí las costas de África, Goroa, con su vulgar aspecto europeo;
Dakar, con sus arenales de un brillo insoportable, sus palmas
raquíticas, su aire de miseria y tristeza infinita, sus negrillos en sus
piraguas primitivas o nadando alrededor del buque como cetáceos. La
falange de a bordo se aumenta; todos esos "pioneers" del África vienen
quebrantados, macilentos, exhaustos. Las mujeres transparentes,
deshechas, y aun las más jóvenes, con el sello de la muerte prematura.
Así subió en 1874 aquella dulce y triste criatura, aquella hermana de
caridad de 20 años, que volvía a Francia después de haber cumplido su
tiempo en los hospitales del Senegal. Silenciosa y tímida, quiso marchar
sola al pisar la cubierta; sus fuerzas flaquearon, vaciló y todas las
señoras que a bordo se encontraban, corrieron a sostenerla. Todos los
días era conducida al puente, para respirar y absorber el aire
vivificante del Océano: los niños la rodeaban, se echaban a sus pies y
permanecían quietecitos, mientras ella les hablaba con voz débil como un
soplo e impregnada de ese eco íntimo y profundo que anuncia ya la
liberación. ¡Jamás mujer alguna me ha inspirado un sentimiento más
complejo que esa joven desgraciada; mezcla de lástima, respeto, cariño,
irritación por los que la lanzaron a esa vía de dolor, indignación
contra ese destino miserable! Parecía confundida por los cuidados que le
prodigaban; hablaba, con los ojos húmedos, de los seres queridos que iba
a volver a ver, si Dios lo permitía... A la caída de una tarde serena se
abrió ante nuestras miradas ávidas el bello cuadro de la Gironde,
rodeado de encantos por las sensaciones de la llegada. La alegría
reinaba a bordo; se cambiaban apretones de manos, había sonrisas hasta
para los indiferentes. Cuando salvamos la barra y aparecieron las
risueñas riberas de Paulliac, con sus castillos bañados por el último
rayo de sol, sus viñedos trepando alegres colinas... la hermana de
caridad llevaba sus dos manos al pecho, oprimía la cruz y levantando los
ojos al cielo, rendía la vida en una suprema y muda oración... Cuando la
noticia, que corrió a bordo apagando todos los ruidos y extinguiendo
todas las alegrías, llegó a mis oídos, sentí el corazón oprimido, y mis
ojos cayeron sobre estas palabras de un libro de Dickens, que, por una
coincidencia admirable, acababa de leer en ese mismo instante: "No es
sobre el suelo donde concluye la justicia del cielo. Pensad en lo que es
la tierra, comparada al mundo hacia el cual esa alma angelical acaba de
remontar su vuelo prematuro, y decidme, si os fuere posible, por el
ardor de un voto solemne, pronunciado sobre ese cadáver, llamarlo de
nuevo a la vida, decidme si alguno de vosotros se atrevería a hacerlo
oír...
mar hubiera sido atraído a aquella ensenada por un canto irresistible y
que, al besar el pie de esas montañas cubiertas de bosques, al reflejar
en sus aguas los árboles del trópico y los elegantes contornos de los
cerros, cuyas almas dibujan sobre un cielo profundo y puro, líneas de
una delicadeza exquisita, el mismo océano hubiera sonreído desarmado,
perdiendo su ceño adusto, para caer adormecido en el seno de la armonía
que lo rodeaba. Jamás se contempla sin emoción ese cuadro, y no se
concibe cómo los hombres que viven constantemente con ese espectáculo al
frente, no tengan el espíritu modelado para expresar en altas ideas
todas las cosas grandes del cielo y de la tierra. Tal así, la naturaleza
helénica, con sus montañas armoniosas y serenas, como la marcha de un
astro, su cielo azul y transparente, las aguas generosas de sus golfos,
que revelan los secretos todos de su seno, arrojó en el alma de los
griegos ese sentimiento inefable del ideal, esa concepción sin igual de
la belleza, que respira en las estrofas de sus poetas y se estremece en
las líneas de sus mármoles esculpidos. Pero el suelo de la Grecia está
envuelto, como en un manto cariñoso, por una atmósfera templada y sana,
que excita las fuerzas físicas y da actividad al cerebro. Sobre las
costas que baña la bahía de Río de Janeiro, el sol cae a plomo en capas
de fuego, el aire corre abrasado, los despojos de una vegetación
lujuriosa fermentan sin reposo y la savia de la vida se empobrece en el
organismo animal.
Así, bajad del barco que se mece en las aguas de la bahía; habéis visto
en la tierra los cocoteros y las palmeras, los bananos y los dátiles,
toda esa flora característica de los trópicos, que hace entrar por los
ojos la sensación de un mundo nuevo; creéis encontrar en la ciudad una
atmósfera de flores y perfumes, algo como lo que se siente al
aproximarse a Tucumán, por entre bosques de laureles y naranjales, o al
pisar el suelo de la bendecida isla de Tahití... Y bien, ¡quedáos
siempre en el puerto! ¡Saciad vuestras miradas con ese cuadro
incomparable y no bajéis a perder la ilusión en la aglomeración confusa
de casas raquíticas, calles estrechas y sucias, olores nauseabundos y
atmósfera de plomo!... Pronto, cruzad el lago, trepad los cerros y a
Petrópolis. Si no, a Tijuca. Petrópolis es más grandiosa y los cuadros
que se desenvuelven en la magnífica ascención no tienen igual en la
Suiza o en los Pirineos. Pero prefiero aquel punto perdido en el declive
de dos montañas que se recuestan perezosamente una en brazos de la otra,
prefiero Tijuca con su silencio delicioso, sus brisas frescas, sus
cascadas cantando entre los árboles y aquellos rápidos golpes de vista
que de pronto surgen entre la solución de los cerros, en los que pasa
rápidamente, como en un diorama gigantesco, la bahía entera con sus
ondas de un azul intenso, la cadena caprichosa de la ribera izquierda,
las islas verdes y elegantes, la ciudad entera, bellísima desde la
altura. No llega allí ruido humano, y esa calma callada hace que el
corazón busque instintivamente algo que allí falta: el espíritu
simpático que goce a la par nuestra, la voz que acaricie el oído con su
timbre delicado, la cabeza querida que busque en nuestro seno un refugio
contra la melancolía íntima de la soledad...
¡Proa al Norte, proa al Norte!
Una que otra, bella noche de luna a la altura de los trópicos. El mar
tranquilo arrastra con pereza sus olas pequeñas y numerosas; los
horizontes se ensanchan bajo un cielo sereno. La soledad por todas
partes y un silencio grande y solemne, que interrumpe sólo la eterna
hélice o el fatigado respirar de la máquina. A proa, cantan los
marineros; a popa, aislados, algunos hombres que piensan, sufren y
recuerdan, hablando con la noche, fijos los ojos en el espacio abierto,
y siguiendo sin conciencia el arco maravilloso de un meteoro de
incomparable brillo que, a lo lejos, parece sumergirse en las calladas
aguas del Océano. Abajo, en el comedor, el rechinar de un piano agrio y
destemplado, la sonora y brutal carcajada de un jugador de órdago, el
ruido de botellas que se destapan, la vocería insípida de un juego de
prendas. Sobre el puente, el joven oficial de guardia, inmóvil,
recostado sobre la baranda, meciéndose en los infinitos sueños del
marino y reposando en la calma segura de los vientos dormidos. De
pronto, cuatro pipas encendidas como hogueras, aparecen seguidas de sus
propietarios. Hablan todos a la vez: cueros, lanas, géneros o aceites...
El encanto está roto; en vano la luna los baña cariñosa, los envuelve en
su encaje, como pidiéndoles decoro ante la simple majestad de su
belleza. Hay que dar un adiós al fantaseo solitario e ir a hundirse en
la infame prisión del camarote...
He aquí las costas de África, Goroa, con su vulgar aspecto europeo;
Dakar, con sus arenales de un brillo insoportable, sus palmas
raquíticas, su aire de miseria y tristeza infinita, sus negrillos en sus
piraguas primitivas o nadando alrededor del buque como cetáceos. La
falange de a bordo se aumenta; todos esos "pioneers" del África vienen
quebrantados, macilentos, exhaustos. Las mujeres transparentes,
deshechas, y aun las más jóvenes, con el sello de la muerte prematura.
Así subió en 1874 aquella dulce y triste criatura, aquella hermana de
caridad de 20 años, que volvía a Francia después de haber cumplido su
tiempo en los hospitales del Senegal. Silenciosa y tímida, quiso marchar
sola al pisar la cubierta; sus fuerzas flaquearon, vaciló y todas las
señoras que a bordo se encontraban, corrieron a sostenerla. Todos los
días era conducida al puente, para respirar y absorber el aire
vivificante del Océano: los niños la rodeaban, se echaban a sus pies y
permanecían quietecitos, mientras ella les hablaba con voz débil como un
soplo e impregnada de ese eco íntimo y profundo que anuncia ya la
liberación. ¡Jamás mujer alguna me ha inspirado un sentimiento más
complejo que esa joven desgraciada; mezcla de lástima, respeto, cariño,
irritación por los que la lanzaron a esa vía de dolor, indignación
contra ese destino miserable! Parecía confundida por los cuidados que le
prodigaban; hablaba, con los ojos húmedos, de los seres queridos que iba
a volver a ver, si Dios lo permitía... A la caída de una tarde serena se
abrió ante nuestras miradas ávidas el bello cuadro de la Gironde,
rodeado de encantos por las sensaciones de la llegada. La alegría
reinaba a bordo; se cambiaban apretones de manos, había sonrisas hasta
para los indiferentes. Cuando salvamos la barra y aparecieron las
risueñas riberas de Paulliac, con sus castillos bañados por el último
rayo de sol, sus viñedos trepando alegres colinas... la hermana de
caridad llevaba sus dos manos al pecho, oprimía la cruz y levantando los
ojos al cielo, rendía la vida en una suprema y muda oración... Cuando la
noticia, que corrió a bordo apagando todos los ruidos y extinguiendo
todas las alegrías, llegó a mis oídos, sentí el corazón oprimido, y mis
ojos cayeron sobre estas palabras de un libro de Dickens, que, por una
coincidencia admirable, acababa de leer en ese mismo instante: "No es
sobre el suelo donde concluye la justicia del cielo. Pensad en lo que es
la tierra, comparada al mundo hacia el cual esa alma angelical acaba de
remontar su vuelo prematuro, y decidme, si os fuere posible, por el
ardor de un voto solemne, pronunciado sobre ese cadáver, llamarlo de
nuevo a la vida, decidme si alguno de vosotros se atrevería a hacerlo
oír...