Una tarde había ido a comer a un cuartel donde estaba alojado un batallón cuyo jefe era mi amigo.
A los postres me habló de un curioso recluta que la ola de la vida había arrojado, como un resto de naufragio, a las filas de su cuerpo.
Pasaba el tiempo leyendo y el comandante tuvo más de una vez la idea de utilizarlo más; pero ¡era tan vicioso! En ese momento pasaba por el patio y el jefe le hizo llamar; al entrar, su marcha era insegura.
Había bebido.
Apenas la luz dio en su rostro, sentí mi sangre afluir al corazón y oculté la cara para evitarle la vergüenza de reconocerme.
Era uno de mis condiscípulos más queridos, con el que me había ligado en el colegio.
Una inteligencia clara y rápida, una facilidad de palabra que nos asombraba, un nombre glorioso en nuestra historia, buena figura, todo lo tenía para haber surgido en el mundo.
Había salido del colegio antes de terminar el curso y durante diez años no supe nada de él.
¡Cómo habría sido de áspera y sacudida esa existencia, para haber caído tan bajo a los treinta años! Poco después dejó de ser soldado.
Le encontré, traté de levantarle, le conseguí un puesto cualquiera que pronto abandonó para perderse de nuevo en la sombra; todo era inútil: el vicio había llegado a la médula.
¿Recordaré otra inteligencia brillante, apta para la percepción de todas las delicadezas del arte, fina como el espíritu de un griego, auxiliada por una palabra de indecible encanto y un estilo elegante y armonioso?
¿Recordaré ese hombre que sólo encontró flores en los primeros pasos de su vida, que marchaba en el sueño estrellado del poeta, al amparo de una reputación indestructible ya?
Era bueno y era leal; amaba la armonía en todo y la mujer pura le atraía como un ideal; pero la delicadeza de su alma exquisita se irritaba hasta la blasfemia, porque la naturaleza le había negado la forma, el cuerpo, el vaso cincelado que debió contener el precioso licor que chispeaban en sus venas.
De ahí las primeras amarguras, la melancolía precursora del escepticismo.
Sin ambiciones violentas que hubieran sepultado en el fondo de su ser los instintos artísticos, refugiado en ellos sin reserva, pronto cayó en el abandono más absoluto.
De tiempo en tiempo hacía un esfuerzo para ingresar de nuevo en la vida normal y unirse a nuestra marcha ascendente, desenvolverse a nuestro lado.
¡Con qué júbilo le recibimos! Era el hijo pródigo cuyo regreso ponía en conmoción a todo el hogar.
Aquel cráneo debía tener resortes de acero, porque su inteligencia, en sus rápidas reapariciones después de largos meses de atrofia, resplandecía con igual brillo.
¿De atrofia he dicho?
No, y esa fué su pérdida.
La bohemia le absorbió, le hizo suyo, le penetró hasta el corazón.
Pasaba sus noches, como el "hijo del siglo", entre la densa atmósfera de una taberna, buscando la alegría que las fuentes puras le habían negado, en la excitación ficticia del vino, rodeado de un grupo simpático, ante el que abría su alma, derramaba los tesoros, de su espíritu y se embriagaba en sueños artísticos, en la paradoja colosal, la teoría demoledora, el aliento revolucionario, que es la válvula intelectual de todos los que han perdido el paso en las sendas normales de la tierra.
El bohemio de Murger, con más delicadeza, con más altura moral.
- El pelo largo y descuidado, el traje raído, mal calzado, la cara fatigada por el perpetuo insomnio, los ojos con una desesperación infinita en el fondo de la pupila, tal le ví por última vez y tal quedó grabado en mi memoria.
¿Vive aún?
¿Caerán estas líneas bajo su mirada?
No lo sé; en todo caso, la entidad moral pasó, si la forma persiste.
¡Nunca se impone a mi espíritu con más violencia el problema de la vida que cuando pienso en ese hombre!...
Hará doce o catorce años publiqué un cuento que últimamente releí con placer, haciendo oídos sordos a las imperfecciones de estilo con que está escrito.
El principal personaje del "Canto de la Sirena" es una simple reminiscencia de colegio; me sirvió de tipo para trazar la figura de Broth, un condiscípulo que sólo pasó un año en los claustros, extraordinariamente raro y al que no he vuelto a ver ni oído nombrar jamás.
De una imaginación dislocada, por decir así, nerviosa, estremeciéndose en una gestación incesante de sueños y utopías, vivía lejos de nuestro mundo normal, fácil, claro, infantil.
En vez de ser un portento de ciencia, como pinto a Broth, estudiaba poco los textos y, por lo tanto, sabía poco.
La experiencia me ha hecho poner en cuarentena esos prodigios que jamás abren un libro y dejan atontados a los circunstantes en el examen.
Hay dentro de los muros del colegio, como en la penumbra del boudoir, coqueterías intelectuales exquisitas, jóvenes que se ocultan para estudiar, que durante las horas de instrucción colectiva leen asiduamente una novela, pero que se levantan al alba y trabajan con furor en la soledad.
Cuando Horacio Vernet recibía numerosos visitantes en su taller, cogía febrilmente los pinceles, en una hora remataba una tela, la firmaba y pasaba a otra cosa.
Alguien ha dicho, refiriéndose a esa coquetería del pintor, que escribía las cartas en la soledad y les ponía el sobrescrito en público.
Algo así pasa con los prodigios escolares.
Lo que distinguía a Broth, es decir, al condiscípulo que me dio la idea primera del soñador, era su manera curiosísima de ver las cosas más triviales.
Fantaseaba como un maniático inventor combina.
Hablaba con facilidad, pero él mismo reconocía que cuanto escribía era, no solamente incorrecto, como todos nuestros ensayos, sino incoloro.
Me sostenía que yo estaba destinado a tener estilo y me lo decía con un aire tan complacido y solemne como si me augurara la fortuna o una corona, a la manera de los cuentos árabes.
Para entonces me proponía una colaboración; él me daría el esqueleto y yo le pondría la carne.
Pues bien, cuando recuerdo, vagamente y sin detalles, su confusa concepción de la vida de un médico en plena edad media, creyente en la magia de todos los colores, asistente asiduo y convencido al sabbat, inventor de un palo de escoba más ligero para llegar primero, fabricante de homunculus (no había por cierto leído a Goethe aún) discípulo de Alberto el Grande; cuando recuerdo esas creaciones enfermizas de su imaginación, me persuado que había nacido para seguir con brillo la tradición de Hoffmann o Poé.
Más de una vez he procurado rehacer en mi memoria los cuentos estrambóticos que me hacía; me queda algo confuso, y si no he ensayado escribirlos, es en la seguridad de que les daría mi nota personal, lo que no era mi objeto.
Otra existencia caída en la sombra impenetrable del olvido; en cuanto a ese, tengo la certeza de que ha muerto.
Viviendo, habría surgido o habría hecho hablar de él.
¡Sabe el cielo, sin embargo, si las miserias y las dificultades de la vida no lo han hundido en la anestesia moral más obscura que la tumba!
No todos se han desvanecido y algunos brillan con honor en el cuadro actual de la patria.
Si estas páginas caen bajo sus ojos, que el vínculo del colegio, debilitado por los años, se reanime un momento y encuentren en estos recuerdos una fuente de placer al ver pasar las horas felices de la infancia.
Nuestros hijos vienen atrás y sus cabecitas sonrientes asoman en el dintel de la vida, con la mirada llena de inconsciente aplomo, chispeando de inteligencia y de acción latente.
A los diez años saben lo que nosotros alcanzamos imperfectamente a los quince; - no olvidemos que son los nietos de nuestros padres y que el cariño del abuelo es de los más profundos que vibran sobre la tierra.
Paguemos la deuda filial, haciendo felices a los nietos, encaminándoles en la vida.
Todos, por un esfuerzo común, levantemos ese Colegio Nacional que nos dio el pan intelectual, desterremos de sus claustros las cuestiones religiosas, y si no tenemos un Jacques que poner a su frente, elevemos al puesto de honor un hombre de espíritu abierto a la poderosa evolución del siglo, con fe en la ciencia y en el progreso humano.
A los postres me habló de un curioso recluta que la ola de la vida había arrojado, como un resto de naufragio, a las filas de su cuerpo.
Pasaba el tiempo leyendo y el comandante tuvo más de una vez la idea de utilizarlo más; pero ¡era tan vicioso! En ese momento pasaba por el patio y el jefe le hizo llamar; al entrar, su marcha era insegura.
Había bebido.
Apenas la luz dio en su rostro, sentí mi sangre afluir al corazón y oculté la cara para evitarle la vergüenza de reconocerme.
Era uno de mis condiscípulos más queridos, con el que me había ligado en el colegio.
Una inteligencia clara y rápida, una facilidad de palabra que nos asombraba, un nombre glorioso en nuestra historia, buena figura, todo lo tenía para haber surgido en el mundo.
Había salido del colegio antes de terminar el curso y durante diez años no supe nada de él.
¡Cómo habría sido de áspera y sacudida esa existencia, para haber caído tan bajo a los treinta años! Poco después dejó de ser soldado.
Le encontré, traté de levantarle, le conseguí un puesto cualquiera que pronto abandonó para perderse de nuevo en la sombra; todo era inútil: el vicio había llegado a la médula.
¿Recordaré otra inteligencia brillante, apta para la percepción de todas las delicadezas del arte, fina como el espíritu de un griego, auxiliada por una palabra de indecible encanto y un estilo elegante y armonioso?
¿Recordaré ese hombre que sólo encontró flores en los primeros pasos de su vida, que marchaba en el sueño estrellado del poeta, al amparo de una reputación indestructible ya?
Era bueno y era leal; amaba la armonía en todo y la mujer pura le atraía como un ideal; pero la delicadeza de su alma exquisita se irritaba hasta la blasfemia, porque la naturaleza le había negado la forma, el cuerpo, el vaso cincelado que debió contener el precioso licor que chispeaban en sus venas.
De ahí las primeras amarguras, la melancolía precursora del escepticismo.
Sin ambiciones violentas que hubieran sepultado en el fondo de su ser los instintos artísticos, refugiado en ellos sin reserva, pronto cayó en el abandono más absoluto.
De tiempo en tiempo hacía un esfuerzo para ingresar de nuevo en la vida normal y unirse a nuestra marcha ascendente, desenvolverse a nuestro lado.
¡Con qué júbilo le recibimos! Era el hijo pródigo cuyo regreso ponía en conmoción a todo el hogar.
Aquel cráneo debía tener resortes de acero, porque su inteligencia, en sus rápidas reapariciones después de largos meses de atrofia, resplandecía con igual brillo.
¿De atrofia he dicho?
No, y esa fué su pérdida.
La bohemia le absorbió, le hizo suyo, le penetró hasta el corazón.
Pasaba sus noches, como el "hijo del siglo", entre la densa atmósfera de una taberna, buscando la alegría que las fuentes puras le habían negado, en la excitación ficticia del vino, rodeado de un grupo simpático, ante el que abría su alma, derramaba los tesoros, de su espíritu y se embriagaba en sueños artísticos, en la paradoja colosal, la teoría demoledora, el aliento revolucionario, que es la válvula intelectual de todos los que han perdido el paso en las sendas normales de la tierra.
El bohemio de Murger, con más delicadeza, con más altura moral.
- El pelo largo y descuidado, el traje raído, mal calzado, la cara fatigada por el perpetuo insomnio, los ojos con una desesperación infinita en el fondo de la pupila, tal le ví por última vez y tal quedó grabado en mi memoria.
¿Vive aún?
¿Caerán estas líneas bajo su mirada?
No lo sé; en todo caso, la entidad moral pasó, si la forma persiste.
¡Nunca se impone a mi espíritu con más violencia el problema de la vida que cuando pienso en ese hombre!...
Hará doce o catorce años publiqué un cuento que últimamente releí con placer, haciendo oídos sordos a las imperfecciones de estilo con que está escrito.
El principal personaje del "Canto de la Sirena" es una simple reminiscencia de colegio; me sirvió de tipo para trazar la figura de Broth, un condiscípulo que sólo pasó un año en los claustros, extraordinariamente raro y al que no he vuelto a ver ni oído nombrar jamás.
De una imaginación dislocada, por decir así, nerviosa, estremeciéndose en una gestación incesante de sueños y utopías, vivía lejos de nuestro mundo normal, fácil, claro, infantil.
En vez de ser un portento de ciencia, como pinto a Broth, estudiaba poco los textos y, por lo tanto, sabía poco.
La experiencia me ha hecho poner en cuarentena esos prodigios que jamás abren un libro y dejan atontados a los circunstantes en el examen.
Hay dentro de los muros del colegio, como en la penumbra del boudoir, coqueterías intelectuales exquisitas, jóvenes que se ocultan para estudiar, que durante las horas de instrucción colectiva leen asiduamente una novela, pero que se levantan al alba y trabajan con furor en la soledad.
Cuando Horacio Vernet recibía numerosos visitantes en su taller, cogía febrilmente los pinceles, en una hora remataba una tela, la firmaba y pasaba a otra cosa.
Alguien ha dicho, refiriéndose a esa coquetería del pintor, que escribía las cartas en la soledad y les ponía el sobrescrito en público.
Algo así pasa con los prodigios escolares.
Lo que distinguía a Broth, es decir, al condiscípulo que me dio la idea primera del soñador, era su manera curiosísima de ver las cosas más triviales.
Fantaseaba como un maniático inventor combina.
Hablaba con facilidad, pero él mismo reconocía que cuanto escribía era, no solamente incorrecto, como todos nuestros ensayos, sino incoloro.
Me sostenía que yo estaba destinado a tener estilo y me lo decía con un aire tan complacido y solemne como si me augurara la fortuna o una corona, a la manera de los cuentos árabes.
Para entonces me proponía una colaboración; él me daría el esqueleto y yo le pondría la carne.
Pues bien, cuando recuerdo, vagamente y sin detalles, su confusa concepción de la vida de un médico en plena edad media, creyente en la magia de todos los colores, asistente asiduo y convencido al sabbat, inventor de un palo de escoba más ligero para llegar primero, fabricante de homunculus (no había por cierto leído a Goethe aún) discípulo de Alberto el Grande; cuando recuerdo esas creaciones enfermizas de su imaginación, me persuado que había nacido para seguir con brillo la tradición de Hoffmann o Poé.
Más de una vez he procurado rehacer en mi memoria los cuentos estrambóticos que me hacía; me queda algo confuso, y si no he ensayado escribirlos, es en la seguridad de que les daría mi nota personal, lo que no era mi objeto.
Otra existencia caída en la sombra impenetrable del olvido; en cuanto a ese, tengo la certeza de que ha muerto.
Viviendo, habría surgido o habría hecho hablar de él.
¡Sabe el cielo, sin embargo, si las miserias y las dificultades de la vida no lo han hundido en la anestesia moral más obscura que la tumba!
No todos se han desvanecido y algunos brillan con honor en el cuadro actual de la patria.
Si estas páginas caen bajo sus ojos, que el vínculo del colegio, debilitado por los años, se reanime un momento y encuentren en estos recuerdos una fuente de placer al ver pasar las horas felices de la infancia.
Nuestros hijos vienen atrás y sus cabecitas sonrientes asoman en el dintel de la vida, con la mirada llena de inconsciente aplomo, chispeando de inteligencia y de acción latente.
A los diez años saben lo que nosotros alcanzamos imperfectamente a los quince; - no olvidemos que son los nietos de nuestros padres y que el cariño del abuelo es de los más profundos que vibran sobre la tierra.
Paguemos la deuda filial, haciendo felices a los nietos, encaminándoles en la vida.
Todos, por un esfuerzo común, levantemos ese Colegio Nacional que nos dio el pan intelectual, desterremos de sus claustros las cuestiones religiosas, y si no tenemos un Jacques que poner a su frente, elevemos al puesto de honor un hombre de espíritu abierto a la poderosa evolución del siglo, con fe en la ciencia y en el progreso humano.