Texto - "Amar es vencer" Madame P. Caro

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Era ya tarde y la iglesia estaba oscura. La lámpara del santuario hacía
más sensibles las tinieblas en que se perdía su vacilante claridad. A la
puerta de la sacristía, un farolillo encendido proyectaba vagos
resplandores en una de las naves. El resto del edificio estaba sumido en
la oscuridad, y apenas caía de las altas vidrieras la claridad
suficiente para impedirme tropezar en los anchos pilares. Encontraba yo
una especie de voluptuosidad severa en errar por aquel gran santuario
vacío, repleto de los llantos, de los gemidos y de las plegarias de las
generaciones muertas, y allí me estaba apoyado en un pilar, con los ojos
vagos y la mente más vaga todavía, saboreando impresiones de una poética
melancolía, cuando un rayo de luna, surgiendo de uno de los rosetones
del crucero, atravesó el espesor de las tinieblas y trazó en ellas un
surco de luz pálida y temblorosa que hizo aparecer la sublime altura de
la bóveda y destacarse las esbeltas columnas de pesados capiteles
esculpidos... Fue un efecto de incomparable belleza.

Pero creí ser juguete de una aparición fantástica cuando, al bajar los
ojos, vi destacarse sobre la oscuridad, iluminado por el rayo de luna,
un perfil puro y divino; así me lo pareció al menos en aquella
fosforescente claridad, una cara inmóvil hasta el punto de hacerme dudar
si era la estatua de alguna tumba: tan obstinadamente fijos en lo alto
estaban sus ojos, como absortos en ardiente contemplación.

No me atrevía a moverme por miedo de que se desvaneciese la aparición,
pero un ruido de llaves, del lado de la sacristía, deshizo el encanto.
En un instante, la figura desapareció, tan de prisa, que no pude
percibir ninguno de sus movimientos. Pareció que las tinieblas se habían
abierto y vuéltose a cerrar detrás de ella.

Me apresuré a salir al pórtico para verla; pero se me había adelantado y
por la calle, mal alumbrada, vi una figura negra e indistinta que
parecía correr, hasta tal punto era rápida su marcha. La seguí, y, sin
gran sorpresa, pues un presentimiento me lo había advertido, la vi
entrar en casa de la señorita de Boivic.

Era la hija de Lacante, a la que acababa de sorprender en sus devociones
de la tarde.

Como estaba muy cansado, me fui al hotel y tuve exquisitos sueños de una
pureza de arcángel, hasta el punto de hacerme sentir el tener que
levantarme de mi mala cama de posada cuando por la mañana tuve que
hacerlo para asistir al entierro. Sabía que el notario había llenado
todas las formalidades y que mi papel en la ceremonia consistía en ir a
la cabeza del cortejo y en dar las gracias a los asistentes en nombre de
la familia.

Me vestí, pues, de negro, como lo requerían las circunstancias y me fui
a la casa mortuoria en unas disposiciones muy poco fúnebres, mal que
pesara a la pobre solterona. Convendrás en que no estaba yo obligado a
un duelo muy profundo. Todo mi cuidado consistía en desempeñar
dignamente un papel nuevo para mí y en no escandalizar a aquella buena
gente de Quimper con alguna involuntaria irreverencia.

También tenía, como comprenderás, una viva curiosidad por ver de cerca y
a buena luz a mi fugitiva aparición de la Catedral.

La mañana estaba hermosa y serena. Los pájaros revoloteaban con alegres
gorjeos y, detrás de una tapia orlada de yedra, oíanse voces de niños
que reían y disputaban entre confusos pataleos y llamadas guerreras. Las
mujeres pasaban con su cesto de provisiones al brazo. Un carpintero,
delante de su banco, cepillaba unas tablas, cuyas olorosas virutas se
rizaban alrededor. En la esquina de la calle unos albañiles estaban
aserrando piedras con estridente ruido. Todo vivía y se agitaba en sus
necesidades o sus placeres acostumbrados como si la señorita de Boivic
no estuviese, allí cerca, clavada entre cuatro tablas bajo el inmaculado
sudario de las vírgenes.

Las campanas de la Catedral doblaban pesadamente con ecos plañideros y
entrecortados de silencios, como suspiros de agonía. Pero sólo las
campanas lloraban en aquella mañana llena de sol y vida. Escuchábalas yo
sin emoción alguna y me daban ganas de decirles: "Sí, sí; ha muerto...
Todo muere, y ha hecho como los demás, lo más tarde que ha podido, la
venerable dama. Pero no es esta una razón para lamentarnos y perder el
tiempo de ser felices. Cada cual a su vez; la nuestra es de vivir."

Sin embargo, cuando pasé el umbral de aquel gran salón herméticamente
cerrado, en el que ardían los cirios hacía dos días, y respiré el olor
frío de las altas vigas saturadas de vejez, sentí un malestar de
tristeza y como repugnancia por una vida que conduce a la infalible
muerte.

Empezaron a llegar amigos y parientes que yo no conocía y a quienes
expliqué la ausencia de Lacante. Pero, a todo esto, no veía a la hija, y
salí a informarme de lo que había sido de ella.