Texto - "La copa de Verlaine" Emilio Carrere

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Y también como en ésta, en aquélla y en todas las épocas, había una dorada medianía culta, un rebaño de hombres equilibrados, fácilmente moldeables a todas las formas y a todas las conveniencias; una humanidad correcta, honorable, de tan glorioso sentido común, que rechazó de su seno, babeó la reputación y mordió la sandalia de aquel extravagante perturbador de la buena armonía de las costumbres, de aquel inadaptable inmoral.
Y se dio el caso estupendo de que en algún periódico le pagasen menos dinero que a los demás, reconociendo la superioridad de su talento; y por eso mismo, porque su arte era demasiado original.

Y esa cualidad no la perdona nunca la poetambre, ni los paladines de la frase hecha.

Avanzando en la miseria hosca, en la confidente soledad que le era tan amable; eterno trashumante, muerta su mujer, la dulce Virginia, esa bella sombra añorante que pasa por los versos de El Cuervo, esa "incomparable y deslumbradora doncella que los ángeles llaman Leonor", errando , pues, por el mundo, llegó a Baltimore la noche antes de unas elecciones de diputados.

La ciudad hervía en la agitación huraña de esos momentos.
Poe entró en una taberna y bebió, bebió incesantemente en unión de un antiguo y fatal camarada que el azar le deparó.

Ya a la madrugada, en ese punto visionario y absurdo de los borrachos, en que el alcohol hace bailar a todas las cosas una zarabanda fantástica, haciendo sido reconocido por algunos, el poeta se vió obligado a recitar sus versos entre el ulular delirante del concurso y el ambiente plúmbeo, homicida, del antro.

Una de las muchas rondas que recorrían la ciudad reclutando a lo florido del hampa, a los bigardos y garroferos de todas partes que andaban lampando por las calles, para acarrearlos a votar al día siguiente, topó con el grupo de borrachos en que iba Poe, y todos juntos fueron encerrados en una mazmorra donde les dieron de beber, de beber hasta el enloquecimiento.
El poeta, que estaba consumido por ese horrible mall que se llama combustión espontánea, votó al día siguiente entre aquel enjambre borroso y hediondo, y, al apurar la última copa que le brindaron, cayó definitivamente herido por el delirium tremens.

Pocas horas después murió aquel portentoso artista en el anónimo desconsolador de un hospital.
Sus compatriotas se cebaron cruelmente en su memoria, y el periodista Rufus Griswold, que había sido su amigo, hizo una repugnante campaña de difamación, caliente aún el cadáver de aquel desgraciado superior.

La vida del cantor de Ligeria, esa extraordinaria mujer, prodigio de carne y maravilla de inteligencia, nos da la impresión de una negra pesadilla, de una taumatúrgica alucinación de opio, por donde vaga la sombra sonámbula de ese triste discípulo de un fatal y desventurado maestro, cuya voz repite ese único y desolado estribillo:
Nunca más.