Las dos torrecillas del colegio se levantaban agudas y airosas como
flechas disparadas contra el cielo azul, sereno y radiante, que suele
cobijar a Madrid en los primeros días de junio. La verdura del jardín
parecía una esmeralda caída en la arena, un oasis de bosquecillos de
lilas que ya se marchitaban y de azucenas que comenzaban a abrirse,
perdido en las áridas llanuras que por el lado del colegio rodean a la
corte de España. El agua saltaba en las fuentes y corría por los pilones
murmurando; oíanse alegres voces de niños en lo interior del edificio;
gorjeos de ruiseñores y jilgueros en los árboles, y más allá, pasada la
verja, ni niños, ni agua, ni flores, ni pájaros... Una llanura estéril,
un pueblo de barracas; y allá en el horizonte, lejos, lejos, Madrid, la
corte de España, asomando sus cúpulas y sus torres entre esa neblina que
pone más de relieve la limpidez de la atmósfera, esa especie de vaho que
se levanta de las grandes capitales, semejante a las emanaciones de una
hedionda charca.
Terminaba aquel día el curso, había tenido ya lugar la distribución de
premios, y llegaba la hora de las despedidas. Cruzábanse por todas
partes enhorabuenas y adioses, encargos y recomendaciones; y padres,
madres, niños y criados, revueltos en confuso tropel, invadían todas las
dependencias del colegio, rebosando esa satisfacción purísima del
premio justamente alcanzado, del trabajo concluido, de la esperanza
cierta de descanso; esa ruidosa alegría que despierta en el escolar de
todas las edades la mágica palabra: ¡Vacaciones!
El acto había estado brillantísimo; en el fondo del salón ocupaban un
estrado, ricamente dispuesto, los cien alumnos del colegio, con sus
uniformes azules y plata, agitados todos por la emoción, buscando con
los ojillos inquietos, arreboladas las mejillas y el corazón palpitante,
entre la muchedumbre que llenaba el local, al padre, a la madre, a los
hermanos que habían de ser testigos y partícipes del triunfo. Coronaba
el estrado un magnífico cuadro de la Dolorosa, Nuestra Señora del
Recuerdo, titular del colegio, y a su derecha presidía el acto el
cardenal arzobispo de Toledo, bajo riquísimo dosel, y el rector y
profesores del colegio sentados en tomo. Llenaban el resto del inmenso
salón los padres y madres de los niños, alternando la gran señora con la
modesta comercianta; el grande de España con el industrial acomodado;
alegres todos, satisfechos, mirándose entre sí y sonriendo amigos y
desconocidos, como si el sentimiento de la paternidad, igualmente
herido, acortase las distancias y estrechase las relaciones,
despertando en todas las almas idéntica felicidad, la misma dicha, igual
deseo de considerarse y abrazarse como hermanos.
La orquesta dio principio al acto, tocando magistralmente la obertura de
Semíramis. El rector, anciano religioso, honra y gloria de la Orden a
que pertenecía, pronunció después un breve discurso, que no pudo
terminar. Al fijarse sus apagados ojos en aquel montón de cabecitas
rubias y negras, que atentamente le miraban, apiñadas y expresivas como
los angelitos de una gloria de Murillo, comenzó a balbucear, y las
lágrimas le cortaron la palabra.
¡No lloro porque os vais! - pudo decir, al cabo. - ¡Lloro porque muchos
no volverán nunca!...
La nube de cabecitas comenzó a agitarse negativamente y un aplauso
espontáneo y bullicioso brotó de aquellas doscientas manitas, como una
protesta cariñosa que hizo sonreír al anciano en medio de sus lágrimas.
El secretario del colegio comenzó a leer entonces los nombres de los
alumnos premiados: levantábanse estos ruborosos y aturdidos por el miedo
a la exhibición y la embriaguez del triunfo; iban a recibir la medalla y
el diploma de manos del arzobispo, entre los aplausos de los compañeros,
los sones de la música y los bravos del público, y volvían presurosos a
sus sitios, buscando con la vista en los ojos de sus padres y de sus
madres la mirada de inmenso cariño y orgullo legítimo, que era para
ellos complemento del triunfo. Un niño pequeñito de ocho años subió
gateando las gradas del estrado, púsose de puntillas para divisar a su
madre, viola a lo lejos y con la punta del diploma le envió un beso...
Chicos y grandes aplaudieron con entusiasmo: los unos, por ese instinto
de ángel que hace comprender al niño lo que es santo y bello; los otros,
por esa tierna simpatía que despierta en el corazón de todo padre o
madre cuanto tiende a revelar el puro amor de hijo.
El acto parecía ya terminado: el arzobispo iba a dar la bendición y todo
el mundo se levantaba para recibirla de rodillas... Un niño blanco y
rubio, bello y candoroso como un ángel de Fra Angélico, se adelantó
entonces a la mitad del estrado: realzaba el encanto de su edad y su
inocencia, ese no sé qué aristocrático y delicadamente fino que
atrae, subyuga y hasta enternece en los niños de grandes casas; y su
larga cabellera rubia, cortada por delante como la de un pajecillo del
siglo XV, le daba el aspecto de aquel príncipe Ricardo que pintó Millais
en su célebre cuadro Los hijos de Eduardo.
flechas disparadas contra el cielo azul, sereno y radiante, que suele
cobijar a Madrid en los primeros días de junio. La verdura del jardín
parecía una esmeralda caída en la arena, un oasis de bosquecillos de
lilas que ya se marchitaban y de azucenas que comenzaban a abrirse,
perdido en las áridas llanuras que por el lado del colegio rodean a la
corte de España. El agua saltaba en las fuentes y corría por los pilones
murmurando; oíanse alegres voces de niños en lo interior del edificio;
gorjeos de ruiseñores y jilgueros en los árboles, y más allá, pasada la
verja, ni niños, ni agua, ni flores, ni pájaros... Una llanura estéril,
un pueblo de barracas; y allá en el horizonte, lejos, lejos, Madrid, la
corte de España, asomando sus cúpulas y sus torres entre esa neblina que
pone más de relieve la limpidez de la atmósfera, esa especie de vaho que
se levanta de las grandes capitales, semejante a las emanaciones de una
hedionda charca.
Terminaba aquel día el curso, había tenido ya lugar la distribución de
premios, y llegaba la hora de las despedidas. Cruzábanse por todas
partes enhorabuenas y adioses, encargos y recomendaciones; y padres,
madres, niños y criados, revueltos en confuso tropel, invadían todas las
dependencias del colegio, rebosando esa satisfacción purísima del
premio justamente alcanzado, del trabajo concluido, de la esperanza
cierta de descanso; esa ruidosa alegría que despierta en el escolar de
todas las edades la mágica palabra: ¡Vacaciones!
El acto había estado brillantísimo; en el fondo del salón ocupaban un
estrado, ricamente dispuesto, los cien alumnos del colegio, con sus
uniformes azules y plata, agitados todos por la emoción, buscando con
los ojillos inquietos, arreboladas las mejillas y el corazón palpitante,
entre la muchedumbre que llenaba el local, al padre, a la madre, a los
hermanos que habían de ser testigos y partícipes del triunfo. Coronaba
el estrado un magnífico cuadro de la Dolorosa, Nuestra Señora del
Recuerdo, titular del colegio, y a su derecha presidía el acto el
cardenal arzobispo de Toledo, bajo riquísimo dosel, y el rector y
profesores del colegio sentados en tomo. Llenaban el resto del inmenso
salón los padres y madres de los niños, alternando la gran señora con la
modesta comercianta; el grande de España con el industrial acomodado;
alegres todos, satisfechos, mirándose entre sí y sonriendo amigos y
desconocidos, como si el sentimiento de la paternidad, igualmente
herido, acortase las distancias y estrechase las relaciones,
despertando en todas las almas idéntica felicidad, la misma dicha, igual
deseo de considerarse y abrazarse como hermanos.
La orquesta dio principio al acto, tocando magistralmente la obertura de
Semíramis. El rector, anciano religioso, honra y gloria de la Orden a
que pertenecía, pronunció después un breve discurso, que no pudo
terminar. Al fijarse sus apagados ojos en aquel montón de cabecitas
rubias y negras, que atentamente le miraban, apiñadas y expresivas como
los angelitos de una gloria de Murillo, comenzó a balbucear, y las
lágrimas le cortaron la palabra.
¡No lloro porque os vais! - pudo decir, al cabo. - ¡Lloro porque muchos
no volverán nunca!...
La nube de cabecitas comenzó a agitarse negativamente y un aplauso
espontáneo y bullicioso brotó de aquellas doscientas manitas, como una
protesta cariñosa que hizo sonreír al anciano en medio de sus lágrimas.
El secretario del colegio comenzó a leer entonces los nombres de los
alumnos premiados: levantábanse estos ruborosos y aturdidos por el miedo
a la exhibición y la embriaguez del triunfo; iban a recibir la medalla y
el diploma de manos del arzobispo, entre los aplausos de los compañeros,
los sones de la música y los bravos del público, y volvían presurosos a
sus sitios, buscando con la vista en los ojos de sus padres y de sus
madres la mirada de inmenso cariño y orgullo legítimo, que era para
ellos complemento del triunfo. Un niño pequeñito de ocho años subió
gateando las gradas del estrado, púsose de puntillas para divisar a su
madre, viola a lo lejos y con la punta del diploma le envió un beso...
Chicos y grandes aplaudieron con entusiasmo: los unos, por ese instinto
de ángel que hace comprender al niño lo que es santo y bello; los otros,
por esa tierna simpatía que despierta en el corazón de todo padre o
madre cuanto tiende a revelar el puro amor de hijo.
El acto parecía ya terminado: el arzobispo iba a dar la bendición y todo
el mundo se levantaba para recibirla de rodillas... Un niño blanco y
rubio, bello y candoroso como un ángel de Fra Angélico, se adelantó
entonces a la mitad del estrado: realzaba el encanto de su edad y su
inocencia, ese no sé qué aristocrático y delicadamente fino que
atrae, subyuga y hasta enternece en los niños de grandes casas; y su
larga cabellera rubia, cortada por delante como la de un pajecillo del
siglo XV, le daba el aspecto de aquel príncipe Ricardo que pintó Millais
en su célebre cuadro Los hijos de Eduardo.