Texto - "Autobiografía" Rubén Darío

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Al llegar a este punto de mis recuerdos, advierto que bien puedo
equivocarme, de cuando en cuando, en asuntos de fecha, y anteponer o
posponer la prosecución de sucesos. No importa. Quizás ponga algo que
aconteció después en momentos que no le corresponde y viceversa. Es
fácil, puesto que no cuento con más guía que el esfuerzo de mi memoria.
Así, por ejemplo, pienso en algo importante que olvidé cuando he tratado
de mi primera permanencia en San Salvador.

Un día, en momentos en que estaba pasando horas tristes, sin apoyo de
ninguna clase, viviendo a veces en casa de amigos y sufriendo lo
indecible, me sentí mal en la calle. En la ciudad había una epidemia
terrible de viruela. Yo creí que lo que me pasaba sería un malestar
causado por el desvelo, pero resultó que desgraciadamente era el temido
morbo. Me condujeron a un hospital con el comienzo de la fiebre. Pero en
el hospital protestaron, puesto que no era aquello un lazareto; y
entonces, unos amigos, entre los cuales recuerdo el nombre de Alejandro
Salinas, que fué el más eficaz, me llevaron a una población cercana, de
clima más benigno, que se llamaba Santa Tecla. Allí se me aisló en una
habitación especial y fuí atendido, verdaderamente, como si hubiese sido
un miembro de su familia, por unas señoritas de apellido Cáceres
Buitrago. Me cuidaron, como he dicho, con cariño y solicitud, y sin
temor al contagio de la peste espantosa. Yo perdí el conocimiento, viví
algún tiempo en el delirio de la fiebre, sufrí todo lo cruento de los
dolores y de las molestias de la enfermedad; pero fuí tan bien servido,
que no quedaron en mí, una vez que se había triunfado del mal, las feas
cicatrices que señalan el paso de la viruela.

En lo referente a mi permanencia en Chile, olvidé también un episodio
que juzgo bastante interesante. Cuando habitaba en Valparaíso, tuve la
protección de un hombre excelente y de origen humilde: el doctor
Galleguillos Lorca, muy popular y muy mezclado entonces en política,
siendo una especie de leader entre los obreros. Era médico homeópata.
Había comenzado de minero, trabajando como un peón; pero dotado de
singulares energías, resistentes y de buen humor, logró instruirse
relativamente y llegó a ser lo que era cuando yo le conocí. Llegaban a
su consultorio tipos raros, a quienes daba muchas veces no sólo las
medicinas, sino también dinero. La hampa de Valparaíso tenía en él a su
galeno. Le gustaba tocar la guitarra, cantar romances, e invitaba a sus
visitantes, casi siempre gente obrera, a tomar unos ponches compuestos
de agua, azúcar y aguardiente, el aguardiente que llamaban en Chile
"guachacay". Era ateo y excelente sujeto. Tenía un hijo a quien
inculcaba sus ideas en discursos burlones, de un volterianismo ingenuo y
un poco rudo. El resultado fué que el pobre muchacho, según supe
después, a los veintitantos años se pegó un tiro.

Una ocasión me dijo el doctor Galleguillos: ¿Quiere usted acompañarme
esta noche a una visita que tengo que hacer por los cerros?. Los cerros
de Valparaíso tenían fama de peligrosos en horas nocturnas, mas yendo
con el doctor Galleguillos me creía salvo de cualquier ataque y acepté
su invitación. Tomó él su pequeño botiquín y partimos. La noche era
obscura, y cuando estuvimos a la entrada de la estribación de la
serranía, el comienzo era bastante difícil, lleno de barrancos y
hondonadas. Llegaba a nuestros oídos, de cuando en cuando, algún tiro
más o menos lejano. Al entrar a cierto punto, un farolito surgió detrás
de unas piedras. El doctor silbó de un modo especial, y el hombre que
llevaba el farolito se adelantó a nosotros. - ¿Están los
muchachos? - preguntó Galleguillos. - Sí, señor, contestó el rotito. Y
sirviéndonos de guía, comenzó a caminar y nosotros tras él. Anduvimos
largo rato, hasta llegar a una especie de choza o casa, en donde
entramos. Al llegar hubo una especie de murmullo entre un grupo de
hombres que causaron en mí vivas inquietudes. Todos ellos tenían traza
de facinerosos, y en efecto lo eran. Más o menos asesinos, más o menos
ladrones, pues pertenecían a la mala vida. Al verme me miraron con
hostiles ojos, pero el doctor les dijo algunas palabras y ello calmó la
agitación de aquella gente desconfiada. Había una especie de cantina, o
de boliche, en que se amontonaban unas cuantas botellas de diferentes
licores. Estaban bebiendo, según la costumbre popular, un ponche
matador, en un vaso enorme que se denomina potrillo y que pasa de mano
en mano y de boca en boca. Uno de los mal entrazados me invitó a beber;
yo rehusé con asco instintivo; y se produjo un movimiento de protesta
furiosa entre los asistentes. - Beba pronto, me dijo por lo bajo el
doctor Galleguillos, y déjese de historias". Yo comprendí lo peligroso
de la situación y me apresuré a probar aquel ponche infernal. Con esto
satisfice a los rotos. Luego llamaron al doctor y pasamos a un cuarto
interior. En una cama, y rodeado de algunas mujeres, se encontraba un
hombre herido. El doctor habló con él, le examinó y le dejó unas cuantas
medicinas de su botiquín. Luego salimos, acompañados entonces de otros
rotos que insistieron en custodiarnos, porque, según decían, había sus
peligros esa noche. Así, entre las tinieblas, apenas alumbrados por un
farolito, entramos de nuevo a la ciudad. Era ya un poco tarde y el
doctor me invitó a cenar. - Iremos - dijo - , a un lugar curioso, para que
lo conozca. En efecto, por calles extraviadas, llegamos a no recuerdo
ya qué casa, tocó mi amigo una puerta que se entreabrió y penetramos. En
el interior había una especie de "restaurant", en donde cenaban personas
de diversas cataduras. Ninguna de ellas con aspecto de gente pacífica y
honesta. El doctor llamó al dueño del establecimiento y me
presentó. - Pasen adentro, nos dijo éste. Seguimos más al fondo de la
casa, no sin cruzar por un patio húmedo y lleno de hierba. Aquí hay
enterrados muchos, me dijo en voz baja el médico. En otro comedor se
nos sirvió de cenar y yo oía las voces que en un cuarto cerrado daban de
cuando en cuando algunos individuos. Aquello era una timba del peor
carácter. Casi de madrugada salimos de allí y la aventura me impresionó
de modo que no la he olvidado. Así no podía menos de contarla esta vez.