Tras de la misteriosa selva extraña
vi que se levantaba el firmamento
horadada y labrada una montaña.
Que tenía en la sombra su cimiento.
Y en aquella montaña estaba el nido
del trueno, del relámpago y del viento.
Y tras sus arcos negros el rugido
se oía del león. Y cual obscura
catedral de algún dios desconocido,
aquella fabulosa arquitectura
formada de prodigios y visiones,
visión monumental me dio pavura.
A sus pies habitaban los leones;
y las torres y flechas de oro fino
se juntaban con las constelaciones.
Y había un vasto domo diamantino
donde se alzaba un trono extraordinario
sobre sereno fondo azul marino.
Hierro y piedra primero y mármol pario
luego, y arriba mágicos metales.
Una escala subía hasta el santuario,
de la divina sede. Los astrales
esplendores las gradas repartidas
de tres en tres bañaban. Colosales
aguilas con las alas extendidas
se contemplan en el centro de una
atmósfera de luces y de vidas.
Y en una palidez de oro de luna
una paloma blanca se cernía,
alada perla en mística laguna.
La montaña labrada parecía
por un majestuoso Piraneso
Babélico. En sus flancos se diría
que hubiese cincelado el bloque espeso
el rayo; y en lo alto enorme friso
de la luz recibía un áureo beso,
beso de luz de aurora y paraíso.
Y yo grité en la sombra: - ¿En qué lugares
vaga hoy el ama mía? - De improviso
surgió ante mí, ceñida de azahares
y de rosas blanquísimas, Estela,
la que suele surgir en mis cantares.
Y díjome con voz de filomela:
- No temas: es el reino de la Lira
de Dante; y la paloma que revuela
en la luz es Beatrice. Aquí conspira
todo al supremo amor y alto deseo.
Aquí llega el que adora y el que admira.
- ¿Y aquel trono, le dije, que allá veo?
- Ese es el trono en que su gloria asienta
ceñido el lauro el gibelino Orfeo.
Y abajo es donde duerme la tormenta.
Y el lobo y el león entre lo obscuro
encienden su pupila, cual violenta
brasa. Y el vasto y misterioso muro
es piedra y hierro; luego las arcadas
del medio son de mármol; de oro puro
la parte superior, donde en gloriosas
albas eternas se abre al infinito
la sacrosanta Rosa de las rosas.
- ¡Oh bendito el Señor! - clamé - bendito,
que permitió al arcángel de Florencia
dejar tal mundo de misterio escrito
con lengua humana y sobrehumana ciencia,
y crear este extraño imperio eterno
y ese trono radiante en su eminencia,
ante el cual abismado me prosterno.
¡Y feliz quien al Cielo se levanta
por las gradas de hierro de su Infierno!
Y ella: - Que este prodigio diga y cante
tu voz. - Y yo: - Por el amor humano
he llegado al divino. ¡Gloria al Dante!
Ella, en acto de gracia, con la mano
me mostró de las águilas los vuelos,
y ascendió como un lirio, soberana
hacia Beatriz, paloma de los cielos.
Y en el azul dejaba blancas huellas
Que eran a mí delicias y consuelos.
Y vi que me miraban las estrellas!
vi que se levantaba el firmamento
horadada y labrada una montaña.
Que tenía en la sombra su cimiento.
Y en aquella montaña estaba el nido
del trueno, del relámpago y del viento.
Y tras sus arcos negros el rugido
se oía del león. Y cual obscura
catedral de algún dios desconocido,
aquella fabulosa arquitectura
formada de prodigios y visiones,
visión monumental me dio pavura.
A sus pies habitaban los leones;
y las torres y flechas de oro fino
se juntaban con las constelaciones.
Y había un vasto domo diamantino
donde se alzaba un trono extraordinario
sobre sereno fondo azul marino.
Hierro y piedra primero y mármol pario
luego, y arriba mágicos metales.
Una escala subía hasta el santuario,
de la divina sede. Los astrales
esplendores las gradas repartidas
de tres en tres bañaban. Colosales
aguilas con las alas extendidas
se contemplan en el centro de una
atmósfera de luces y de vidas.
Y en una palidez de oro de luna
una paloma blanca se cernía,
alada perla en mística laguna.
La montaña labrada parecía
por un majestuoso Piraneso
Babélico. En sus flancos se diría
que hubiese cincelado el bloque espeso
el rayo; y en lo alto enorme friso
de la luz recibía un áureo beso,
beso de luz de aurora y paraíso.
Y yo grité en la sombra: - ¿En qué lugares
vaga hoy el ama mía? - De improviso
surgió ante mí, ceñida de azahares
y de rosas blanquísimas, Estela,
la que suele surgir en mis cantares.
Y díjome con voz de filomela:
- No temas: es el reino de la Lira
de Dante; y la paloma que revuela
en la luz es Beatrice. Aquí conspira
todo al supremo amor y alto deseo.
Aquí llega el que adora y el que admira.
- ¿Y aquel trono, le dije, que allá veo?
- Ese es el trono en que su gloria asienta
ceñido el lauro el gibelino Orfeo.
Y abajo es donde duerme la tormenta.
Y el lobo y el león entre lo obscuro
encienden su pupila, cual violenta
brasa. Y el vasto y misterioso muro
es piedra y hierro; luego las arcadas
del medio son de mármol; de oro puro
la parte superior, donde en gloriosas
albas eternas se abre al infinito
la sacrosanta Rosa de las rosas.
- ¡Oh bendito el Señor! - clamé - bendito,
que permitió al arcángel de Florencia
dejar tal mundo de misterio escrito
con lengua humana y sobrehumana ciencia,
y crear este extraño imperio eterno
y ese trono radiante en su eminencia,
ante el cual abismado me prosterno.
¡Y feliz quien al Cielo se levanta
por las gradas de hierro de su Infierno!
Y ella: - Que este prodigio diga y cante
tu voz. - Y yo: - Por el amor humano
he llegado al divino. ¡Gloria al Dante!
Ella, en acto de gracia, con la mano
me mostró de las águilas los vuelos,
y ascendió como un lirio, soberana
hacia Beatriz, paloma de los cielos.
Y en el azul dejaba blancas huellas
Que eran a mí delicias y consuelos.
Y vi que me miraban las estrellas!