Ha habido en estos días dos exposiciones que han atraído la atención
parisiense, sobre todo la de la gente elegante: una de perros, otra
de flores. Tan de buen tono es una perrera de distinción, como una
colección de orquídeas o crisantemos.
En la plaza de la Concordia, frente a la exposición canina, se ha
instalado todos los días un grupo singular de hombres y canes, una
especie de pequeño mercado al aire libre: los perros pobres, los perros
de la calle, los cuatro patas de París cantados por Bruant cuando
Bruant no tenía rentas. Es algo como el Salón de los Independientes,
ante los medallados y ricos...
Ciertamente, en todo hay clases, hay jerarquías. Los perros del
coloquio de Cervantes no eran del mismo rango que los que acompañan,
decorativos, a los príncipes, en los retratos de Velázquez, y un perro
de ciego no es igual a un perro de millonario. El otro día, en el hall
del Elysée Palace Hôtel, he visto algo que preocupaba a la servidumbre.
Los larbins sonreían, casi se humillaban... Solicitaban una caricia,
una mirada, quizá una mordida... Se trataba de los perros de la
baronesa Hirch, que andaban ahí por los salones, señores distinguidos
aunque importunos y mal educados.
Allí en la exposición se ha reunido una larga cantidad y variedad del
quizá extremadamente alabado animal, que usufructúa la mejor fama de
fidelidad y de nobleza. Todos los pelajes y todas las formas, desde
los enormes mastines hasta los perrillos redondeados como pelotas para
alfileres o semejantes a manguitos. Entre los visitantes he visto
personas que miraban con verdadera ternura a las notables bestias y
he recordado la suscripción abierta por el New York Herald para un
hospital de perros, y a la cual han contribuído con buenas sumas,
nobles foxterriers y blasonados galgos. Y hay, en una isla del Sena, un
cementerio cínico que...
- Cuanto más vivo entre los hombres, amo más a los perros, dejó dicho
alguien. Yo, agregó un filósofo bastante cuerdo, con quien departía
junto a la gran perrera de las Tullerías, cuanto más vivo entre los
hombres envidio más a los perros. De ellos es la tierra prometida y
sus sucursales: París, Londres, New York. La más noble conquista del
hombre y el perro, han logrado gran parte en el imperio del mundo.
La ocurrencia de Calígula fué un presentimiento. Antes que en París, en
los Estados Unidos los perros han llegado, merced a la complacencia y
al capricho de sus amos millonarios, a la filozoología, parangón de las
obras y del sentimiento de los filántropos. Los perros ricos han dado
dinero a los perros pobres, sus hermanos desheredados. La caridad es
una noble virtud.
Los perros parisienses de la élite, gozan de todas las ventajas de su
excepcional posición. Disfrutan de ésta con un exceso chocante. Los hay
que no disimulan su petulancia y su vanidad. Los hay que van solos, en
los carruajes de sus amos al Bosque, en estas dulces tardes doradas de
sol. Miran, desde sus cojines, con un desdén manifiesto; no bajan de
su preeminencia social. Su desdén abarca a los hombres, a los hombres
pobres. Son autoritarios con los perros de la clase media, y tiranos
con los perros callejeros.
Jamás consentirían en una messaliance; tienen decoro. Hasta hoy,
en este favoritismo de que gozan, la gente de buena voluntad veía
algo como una coerción benéfica en los caballos y en los gatos; pero
los gatos se han dado demasiado a la literatura desde Beaudelaire;
y sufren, a causa del civet de liebre, la predilección de los
cocineros de rotiserías mediocres. En cuanto a los caballos que se
dirían exclusivamente favorecidos por las sociedades protectoras de
animales, están demasiado degenerados y abatidos por un servilismo que
retrogradará muchos siglos su progreso... ¡Hay el gran Prix, sí; pero
hay también la hipofagia! En tanto que los perros...
Haraposos, hombres y mujeres, los del mercado improvisado de perros,
estaban allí frente a la terraza de Orangerie. Les rodeaban un grupo
de pobres diablos y de curiosos; y por el aspecto, muchos de ellos
necesitados, hambrientos. Dentro se oía la algazara de los perros
ilustres; perros que valen una fortuna y que lo saben; perros
titulados y con holgadas rentas anuales; perros que tienen cocinero,
veterinario y modisto; perros parvenus, hijos del azar, perros
cristianos y perros judíos.
¡Ah! admirable Teufelsdroeckh.
A los ojos de la lógica vulgar, ¿qué es el hombre? - ¡Un bípedo
omnívoro que usa calzones! Tú serías hoy impagable para una
conferencia trascendente sobre la psicología de los perros y su
relación con los humanos.
A la puerta de la exposición, un gran perro, vagabundo, un verdadero
quat'patt's de París, sarnoso, flaco, lleno de remiendos y peladuras,
pero fuerte, con una gran boca que deja ver muy firmes y agudos
dientes, mira hacia adentro con ojos que sin ser humanos podrían decir
muchas cosas.
¡Si él pudiera!...
parisiense, sobre todo la de la gente elegante: una de perros, otra
de flores. Tan de buen tono es una perrera de distinción, como una
colección de orquídeas o crisantemos.
En la plaza de la Concordia, frente a la exposición canina, se ha
instalado todos los días un grupo singular de hombres y canes, una
especie de pequeño mercado al aire libre: los perros pobres, los perros
de la calle, los cuatro patas de París cantados por Bruant cuando
Bruant no tenía rentas. Es algo como el Salón de los Independientes,
ante los medallados y ricos...
Ciertamente, en todo hay clases, hay jerarquías. Los perros del
coloquio de Cervantes no eran del mismo rango que los que acompañan,
decorativos, a los príncipes, en los retratos de Velázquez, y un perro
de ciego no es igual a un perro de millonario. El otro día, en el hall
del Elysée Palace Hôtel, he visto algo que preocupaba a la servidumbre.
Los larbins sonreían, casi se humillaban... Solicitaban una caricia,
una mirada, quizá una mordida... Se trataba de los perros de la
baronesa Hirch, que andaban ahí por los salones, señores distinguidos
aunque importunos y mal educados.
Allí en la exposición se ha reunido una larga cantidad y variedad del
quizá extremadamente alabado animal, que usufructúa la mejor fama de
fidelidad y de nobleza. Todos los pelajes y todas las formas, desde
los enormes mastines hasta los perrillos redondeados como pelotas para
alfileres o semejantes a manguitos. Entre los visitantes he visto
personas que miraban con verdadera ternura a las notables bestias y
he recordado la suscripción abierta por el New York Herald para un
hospital de perros, y a la cual han contribuído con buenas sumas,
nobles foxterriers y blasonados galgos. Y hay, en una isla del Sena, un
cementerio cínico que...
- Cuanto más vivo entre los hombres, amo más a los perros, dejó dicho
alguien. Yo, agregó un filósofo bastante cuerdo, con quien departía
junto a la gran perrera de las Tullerías, cuanto más vivo entre los
hombres envidio más a los perros. De ellos es la tierra prometida y
sus sucursales: París, Londres, New York. La más noble conquista del
hombre y el perro, han logrado gran parte en el imperio del mundo.
La ocurrencia de Calígula fué un presentimiento. Antes que en París, en
los Estados Unidos los perros han llegado, merced a la complacencia y
al capricho de sus amos millonarios, a la filozoología, parangón de las
obras y del sentimiento de los filántropos. Los perros ricos han dado
dinero a los perros pobres, sus hermanos desheredados. La caridad es
una noble virtud.
Los perros parisienses de la élite, gozan de todas las ventajas de su
excepcional posición. Disfrutan de ésta con un exceso chocante. Los hay
que no disimulan su petulancia y su vanidad. Los hay que van solos, en
los carruajes de sus amos al Bosque, en estas dulces tardes doradas de
sol. Miran, desde sus cojines, con un desdén manifiesto; no bajan de
su preeminencia social. Su desdén abarca a los hombres, a los hombres
pobres. Son autoritarios con los perros de la clase media, y tiranos
con los perros callejeros.
Jamás consentirían en una messaliance; tienen decoro. Hasta hoy,
en este favoritismo de que gozan, la gente de buena voluntad veía
algo como una coerción benéfica en los caballos y en los gatos; pero
los gatos se han dado demasiado a la literatura desde Beaudelaire;
y sufren, a causa del civet de liebre, la predilección de los
cocineros de rotiserías mediocres. En cuanto a los caballos que se
dirían exclusivamente favorecidos por las sociedades protectoras de
animales, están demasiado degenerados y abatidos por un servilismo que
retrogradará muchos siglos su progreso... ¡Hay el gran Prix, sí; pero
hay también la hipofagia! En tanto que los perros...
Haraposos, hombres y mujeres, los del mercado improvisado de perros,
estaban allí frente a la terraza de Orangerie. Les rodeaban un grupo
de pobres diablos y de curiosos; y por el aspecto, muchos de ellos
necesitados, hambrientos. Dentro se oía la algazara de los perros
ilustres; perros que valen una fortuna y que lo saben; perros
titulados y con holgadas rentas anuales; perros que tienen cocinero,
veterinario y modisto; perros parvenus, hijos del azar, perros
cristianos y perros judíos.
¡Ah! admirable Teufelsdroeckh.
A los ojos de la lógica vulgar, ¿qué es el hombre? - ¡Un bípedo
omnívoro que usa calzones! Tú serías hoy impagable para una
conferencia trascendente sobre la psicología de los perros y su
relación con los humanos.
A la puerta de la exposición, un gran perro, vagabundo, un verdadero
quat'patt's de París, sarnoso, flaco, lleno de remiendos y peladuras,
pero fuerte, con una gran boca que deja ver muy firmes y agudos
dientes, mira hacia adentro con ojos que sin ser humanos podrían decir
muchas cosas.
¡Si él pudiera!...