Ellos traen a la ciudad modernizada un poco de la paz de los campos,
la sobriedad rural, la lentitud de los días siempre iguales y hermosos
bajo el infinito azul, en las praderas apacibles.
Con su pasito tácito, su leñita a la espalda, y su peluda ropa de
anacoretas, arreados por un muchacho que monta una triste jaca cerril,
pasan lentamente por la calle los burritos leñateros.
Son las nueve de la mañana.
En una puerta asoma una mujer, y trata con el muchacho por la leña.
Los burros siguen viaje. A ellos, ¿qué les importa el negocio? Lo que
les gusta es andar, curiosear, ver novedades.
El muchacho corre a toparlos, y ellos, adrede, trotan calle arriba. Un
auto los ataja en una bocacalle. El muchacho se les planta por
delante: silba, grita, les pega ponchazos, y la recua vuelve frente a
la vecina que espera la leña.
Mientras el muchacho desata la leña, los borricos merodean.
Uno, se cuela por un zaguán, raspando al pasar, los reboques con los
torcedores. En el patio, una sirvienta lo baraja a escobazos. El burro
ceja, y al salir, muy despacio, tumba una maceta.
Alguno se acuesta a descansar en media calle, lanzando resoplidos de
desaliento, al pensar que a él no le toca el turno todavía.
Hurga otro, con su belfo suave y azulado, el cordón de la vereda,
donde una cáscara de banana se adhirió a la piedra. Después se come
una cáscara de naranja, mientras un camarada, más feliz en hallazgos,
se empeña en tragar un diario abandonado, envoltorio de cocinera,
saturado de oliente y sabrosa grasa.
Durmiendo los ojos beatamente, un burrito ensaya lamer un hilo de
agua inmunda que mana de un albañal.
En un grupo, alguno, cariñoso y prolijo, le rasca con los dientes a un
congénere la sarnícula del apolillado pescuezo.
Le toca luego el turno al que se echó: el muchacho lo quiere hacer
levantar para descargarlo; pero el burro no quiere. ¡Se siente tan
cómodo!
El muchacho, impaciente, la emprende a puntapiés. El burro se limita a
menear la cabeza y pestañear, hasta que el dolor de la tunda le llega
al alma. Entonces, cachaciento, ayudado por el muchacho, se incorpora.
El lento paso de la tropilla, su mansedumbre, el ligero vaivén
incesante de las colillas exíguas, las cabezas pensativas, los dulces
ojos, las tranquilas orejas, hacen del burrito leñatero la nota más
simpática de la calle salteña.
¡Ay! pero no cuando uno de estos animalejos deja oir un bárbaro
rebuzno.
El bucólico encanto se rompe de pronto ante esa desapacible
resonancia, ante las grandes quijadas abiertas en la plenitud de la
bestialidad, y ante el brutal regocijo que sacude el mísero y flaco
cuerpo del asno, en espasmos de un grosero naturalismo.
la sobriedad rural, la lentitud de los días siempre iguales y hermosos
bajo el infinito azul, en las praderas apacibles.
Con su pasito tácito, su leñita a la espalda, y su peluda ropa de
anacoretas, arreados por un muchacho que monta una triste jaca cerril,
pasan lentamente por la calle los burritos leñateros.
Son las nueve de la mañana.
En una puerta asoma una mujer, y trata con el muchacho por la leña.
Los burros siguen viaje. A ellos, ¿qué les importa el negocio? Lo que
les gusta es andar, curiosear, ver novedades.
El muchacho corre a toparlos, y ellos, adrede, trotan calle arriba. Un
auto los ataja en una bocacalle. El muchacho se les planta por
delante: silba, grita, les pega ponchazos, y la recua vuelve frente a
la vecina que espera la leña.
Mientras el muchacho desata la leña, los borricos merodean.
Uno, se cuela por un zaguán, raspando al pasar, los reboques con los
torcedores. En el patio, una sirvienta lo baraja a escobazos. El burro
ceja, y al salir, muy despacio, tumba una maceta.
Alguno se acuesta a descansar en media calle, lanzando resoplidos de
desaliento, al pensar que a él no le toca el turno todavía.
Hurga otro, con su belfo suave y azulado, el cordón de la vereda,
donde una cáscara de banana se adhirió a la piedra. Después se come
una cáscara de naranja, mientras un camarada, más feliz en hallazgos,
se empeña en tragar un diario abandonado, envoltorio de cocinera,
saturado de oliente y sabrosa grasa.
Durmiendo los ojos beatamente, un burrito ensaya lamer un hilo de
agua inmunda que mana de un albañal.
En un grupo, alguno, cariñoso y prolijo, le rasca con los dientes a un
congénere la sarnícula del apolillado pescuezo.
Le toca luego el turno al que se echó: el muchacho lo quiere hacer
levantar para descargarlo; pero el burro no quiere. ¡Se siente tan
cómodo!
El muchacho, impaciente, la emprende a puntapiés. El burro se limita a
menear la cabeza y pestañear, hasta que el dolor de la tunda le llega
al alma. Entonces, cachaciento, ayudado por el muchacho, se incorpora.
El lento paso de la tropilla, su mansedumbre, el ligero vaivén
incesante de las colillas exíguas, las cabezas pensativas, los dulces
ojos, las tranquilas orejas, hacen del burrito leñatero la nota más
simpática de la calle salteña.
¡Ay! pero no cuando uno de estos animalejos deja oir un bárbaro
rebuzno.
El bucólico encanto se rompe de pronto ante esa desapacible
resonancia, ante las grandes quijadas abiertas en la plenitud de la
bestialidad, y ante el brutal regocijo que sacude el mísero y flaco
cuerpo del asno, en espasmos de un grosero naturalismo.