Seguí entregado a la contemplación del paisaje.
Para mí se hacía transparente, como para dejarme ver entre sombras una
casa humilde y modesta, la casa paterna, donde me aguardaban mis tías,
dos hermanas de mi madre, dos ancianas amables y cariñosas.
Unico amparo del niño desdichado que no tuvo la buena suerte de conocer
a sus padres, ellas le recogieron, le criaron, y a costa de no pocos
sacrificios le proporcionaban educación. El que salió chiquillo volvía
hecho un mancebo; venía crecido y guapo; negro bozo le sombreaba los
labios; no había malogrado tantos afanes, y en él cifraban las buenas
señoras toda su dicha.
Ya estarían disponiéndose para ir a recibirle; ya le tendrían lista la
alcoba y la merienda. ¡Ah! sí, todo quedaría dispuesto y bien arreglado.
La recamarita, aquella que daba al patio, muy aseada y cuca, con su cama
albeando, con su aguamanil provisto de todo. Y allí estaría, sin duda,
el retrato del abuelo, muy estirado, de gran uniforme, el pecho cuajado
de cruces.... ¡El abuelito! Un general del antiguo ejército, honor y
gloria de la familia; santanista feroz que peleó en Tampico y en
Veracruz, que se batió como un héroe en Churubusco; y que siguió a
S.A.S. a las Antillas, de donde volvió desengañado, viejo, enfermo,
y... pobre.
Habrían colocado también, a la cabecera, el cuadrito de San Luis
Gonzaga, que no quise llevarme, a pesar de las súplicas de mi tía
Carmen. Ella me le regaló el día que hice mi primera comunión. Piadoso
obsequio, dulce recuerdo de aquel Viernes de Dolores venturoso y feliz
en que mi alma tenía la pureza de las azucenas; en que los cielos y la
tierra me sonreían, cuando en el templo alfombrado de amapolas, entre el
humo de los incensarios, a los acordes solemnes del órgano, delante de
un altar, resplandeciente, me acerqué trémulo, anonadado, a recibir el
Pan Eucarístico.
Me parece que veo al sacerdote, venerable anciano de aspecto dulcísimo
como San Vicente de Paul, que, seguido de los acólitos que vestían
mantos nuevos y sobrepellices limpias, descendía, trayendo en una mano
áureo copón, y en la otra la Forma Inmaculada.
De un lado las niñas, cubiertas con velos vaporosos, ceñida la sién de
rosas blancas; del opuesto nosotros, los varoncitos, de gala, ornado el
brazo con un moño de moaré flecado de oro. Y luego, la salida del
Templo, después de dar gracias. ¡Ah! ¡Qué alegremente que repicaban las
campanas! ¡Cómo olían los aires a primavera! Venían las brisas cargadas
de azahar, y esparcían por la ciudad no sólo el aroma de los naranjales,
sino los mil olores de los huertos y de los bosques cercanos; los aromas
embriagantes de las amapolas, de los acónitos y de los jinicuiles
florecidos, como si la naturaleza despilfarrara todos sus perfumes en
obsequio de los niños que volvían a sus hogares. Y allí, ¡qué fiesta tan
hermosa! ¡Qué desayuno aquel! ¡El comedor que parecía un jardín! Sobre
blanco mantel las garrafas llenas de leche fresca; en fuentes que sólo
salían cuando repicaban recio, pasteles, tortas, hojaldres, las
bizcotelas del convento de las Teresitas, suaves, esponjadas, porosas,
llovidas de azúcar como nieve; vasos y copas que de limpios parecían
diamantes. En grandes jarrones de porcelana española, - los viejos
jarrones de la familia, - frescos ramilletes de rosas, lirios y azucenas;
y por todas partes, regados aquí y allá, pétalos rosados, amarillos,
blancos, purpúreos; y apiladas en torno de mi taza, las místicas y
caducas balsaminas, - los chinos de castor, - que de ordinario
engalanaban la humilde lamparilla de la Dolorosa, lucían ahora en aquel
banquete religioso su nívea veste manchada de carmín.
En la vasera, convertida en altar, entre dos candelabros con las velas
encendidas, el cuadrito de San Luis Gonzaga, el santo angelical,
ofreciendo de rodillas, ante la Reina de los Cielos, lisada corona, la
vida y el alma. Enfrente el retrato del abuelito, el abuelo que muy
grave y seriote parecía desarrugar el adusto ceño para sonreir a su
nieto.
Para mí se hacía transparente, como para dejarme ver entre sombras una
casa humilde y modesta, la casa paterna, donde me aguardaban mis tías,
dos hermanas de mi madre, dos ancianas amables y cariñosas.
Unico amparo del niño desdichado que no tuvo la buena suerte de conocer
a sus padres, ellas le recogieron, le criaron, y a costa de no pocos
sacrificios le proporcionaban educación. El que salió chiquillo volvía
hecho un mancebo; venía crecido y guapo; negro bozo le sombreaba los
labios; no había malogrado tantos afanes, y en él cifraban las buenas
señoras toda su dicha.
Ya estarían disponiéndose para ir a recibirle; ya le tendrían lista la
alcoba y la merienda. ¡Ah! sí, todo quedaría dispuesto y bien arreglado.
La recamarita, aquella que daba al patio, muy aseada y cuca, con su cama
albeando, con su aguamanil provisto de todo. Y allí estaría, sin duda,
el retrato del abuelo, muy estirado, de gran uniforme, el pecho cuajado
de cruces.... ¡El abuelito! Un general del antiguo ejército, honor y
gloria de la familia; santanista feroz que peleó en Tampico y en
Veracruz, que se batió como un héroe en Churubusco; y que siguió a
S.A.S. a las Antillas, de donde volvió desengañado, viejo, enfermo,
y... pobre.
Habrían colocado también, a la cabecera, el cuadrito de San Luis
Gonzaga, que no quise llevarme, a pesar de las súplicas de mi tía
Carmen. Ella me le regaló el día que hice mi primera comunión. Piadoso
obsequio, dulce recuerdo de aquel Viernes de Dolores venturoso y feliz
en que mi alma tenía la pureza de las azucenas; en que los cielos y la
tierra me sonreían, cuando en el templo alfombrado de amapolas, entre el
humo de los incensarios, a los acordes solemnes del órgano, delante de
un altar, resplandeciente, me acerqué trémulo, anonadado, a recibir el
Pan Eucarístico.
Me parece que veo al sacerdote, venerable anciano de aspecto dulcísimo
como San Vicente de Paul, que, seguido de los acólitos que vestían
mantos nuevos y sobrepellices limpias, descendía, trayendo en una mano
áureo copón, y en la otra la Forma Inmaculada.
De un lado las niñas, cubiertas con velos vaporosos, ceñida la sién de
rosas blancas; del opuesto nosotros, los varoncitos, de gala, ornado el
brazo con un moño de moaré flecado de oro. Y luego, la salida del
Templo, después de dar gracias. ¡Ah! ¡Qué alegremente que repicaban las
campanas! ¡Cómo olían los aires a primavera! Venían las brisas cargadas
de azahar, y esparcían por la ciudad no sólo el aroma de los naranjales,
sino los mil olores de los huertos y de los bosques cercanos; los aromas
embriagantes de las amapolas, de los acónitos y de los jinicuiles
florecidos, como si la naturaleza despilfarrara todos sus perfumes en
obsequio de los niños que volvían a sus hogares. Y allí, ¡qué fiesta tan
hermosa! ¡Qué desayuno aquel! ¡El comedor que parecía un jardín! Sobre
blanco mantel las garrafas llenas de leche fresca; en fuentes que sólo
salían cuando repicaban recio, pasteles, tortas, hojaldres, las
bizcotelas del convento de las Teresitas, suaves, esponjadas, porosas,
llovidas de azúcar como nieve; vasos y copas que de limpios parecían
diamantes. En grandes jarrones de porcelana española, - los viejos
jarrones de la familia, - frescos ramilletes de rosas, lirios y azucenas;
y por todas partes, regados aquí y allá, pétalos rosados, amarillos,
blancos, purpúreos; y apiladas en torno de mi taza, las místicas y
caducas balsaminas, - los chinos de castor, - que de ordinario
engalanaban la humilde lamparilla de la Dolorosa, lucían ahora en aquel
banquete religioso su nívea veste manchada de carmín.
En la vasera, convertida en altar, entre dos candelabros con las velas
encendidas, el cuadrito de San Luis Gonzaga, el santo angelical,
ofreciendo de rodillas, ante la Reina de los Cielos, lisada corona, la
vida y el alma. Enfrente el retrato del abuelito, el abuelo que muy
grave y seriote parecía desarrugar el adusto ceño para sonreir a su
nieto.