Texto - "Liette" Arthur Dourliac

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Liette se asomó al balcón y paseó su mirada un poco turbada por los
sitios en que iba a desarrollarse su vida. A sus pies la plazuela
rectangular plantada de tilos, a cuya sombra iban a hacer su partida los
jugadores de pelota, entre los bancos de piedra desgastados por el uso
de tantas generaciones, a los que el abuelo tembloroso iba a calentar su
reuma pensando en el tiempo lejano en que iba allí a jugar al marro y al
paso, y al lado de la fuente rústica de murmullo cristalino en la que el
cansado caminante iba a apagar la sed y las jóvenes habladoras a llenar
sus cántaros charlando.

En el fondo, la iglesia de inseguras piedras, de vidrios rajados y de
campanario oscilante, pero que conservaba, sin embargo, la imponente
majestad de las cosas del pasado y aplastaba con su altura a la nueva
alcaldía blanqueada y a la cual estaba aneja la escuela.

A la derecha el letrero hereditario que anunciaba el despacho del
notario Hardoin, tercero de este nombre.

A la izquierda la bandera tricolor que flotaba por encima de la
Gendarmería Nacional.

El Correo estaba así guardado entre el órgano de la ley y sus
defensores.

En la calle se agrupaba el alto comercio, del pueblo: merceros,
tenderos de comestibles, carniceros y taberneros; y después una larga
fila de cabañas bajas y ahumadas, apretadas las unas contra las otras
como pájaros frioleros, y separadas de vez en cuando por las altas
tapias y la puerta cochera de alguna granja rica, que hacía más sensible
todavía la miseria de sus humildes vecinas.

Más allá el campo con sus verdes praderas, sus dorados trigos y sus
bosques frondosos, y, mucho más allá, en un marco de vegetación
exuberante, un castillo señorial con sus ladrillos rojos, sus
torrecillas de pizarra que brillaban al sol saliente, sus ventanas
ojivales y sus balcones de hierro forjado, como esas joyas del
Renacimiento que esmaltan las orillas del Loira.

Estábase sin embargo lejos de allí, y todo lo más, hubiérase podido ver
las orillas del Oise, pues era en este departamento donde se encontraba
el castillo de Candore y el pueblo del mismo nombre y donde Julieta
Raynal acababa de ser nombrada empleada de Correos con mil doscientos
francos de sueldo.

El campo dormido estaba envuelto en una ligera bruma como un velo de
desposada, y la joven pensaba en el tiempo pasado con la mirada perdida
en el horizonte y la mejilla apoyada en la mano.

Allá, en lo más lejano de sus recuerdos, veía el patio de la casa mora,
muy largo, muy largo, un vasto desierto que atravesar para sus
piernecitas... Y Julieta permanecía temerosa, agarrada a la falda de su
madre, mientras que en el otro extremo un hombre, con las manos
extendidas, sonriendo bajo su fino bigote y dulcificando la voz
acostumbrada al mando, le gritaba:

- Valor, Liette.

Entonces, a la llamada de papá, la niña, dejando el refugio materno,
se lanzaba tambaleándose por el patio, vacilando en los primeros pasos,
pero sostenida por el acento firme y tierno del soldado que repetía:
Valor, Liette y se arrojaba sobre su gruesa bota que enlazaba
estrechamente entre sus brazos.

Recordaba después la alegría de ser levantada como una pluma y
estrechada contra el uniforme bordado de oro, y de sentir en la frente y
en el cuello el cálido beso del joven padre.

- ¡Bien, Liette, eres valiente...

Después su infancia errante por las guarniciones, recorriendo la Francia
y las colonias, del Norte al Mediodía, del Este al Oeste, marcando cada
etapa por un galón más.

Después, ya muchachita de cabello menos largo y trajes menos cortos,
apoyándose en el brazo de papá (pues ya le da el brazo). Y la niña se
estira toda gloriosa, sin notar las miradas de admiración de los
oficiales al hacer el saludo militar.

Pero papá las nota y sonríe, halagado en su orgullo paternal.

El oficial está orgulloso de su hija, pero ¡cuánto más lo está la hija
de su padre!...

Comandante a los treinta y ocho años, pronto coronel, general acaso...
¡Y quién sabe si irá a recoger del otro lado del Rhin el bastón que ya
no brota en tierra francesa!