En los tiempos en que las ruecas zumbaban activamente en las granjas, en
que las mismas grandes damas, vestidas de sedas y encajes, tenían sus
pequeñas ruecas de encina lustrada, a veces se veía, ya sea en los
caminos de los distritos apartados, ya sea en el seno profundo de las
colinas, a ciertos hombres pálidos y enclenques que, comparados con las
gentes vigorosas de los campos, parecían ser los últimos vestigios de
una raza desheredada.
El perro del pastor ladraba furioso cuando uno de esos hombres de
fisonomía extraña aparecía en las alturas, y su fisonomía extraña se
destacaba negra sobre el cielo, en el ocaso breve del sol de invierno;
porque, ¿a qué perro no incomoda una persona encorvada bajo el peso de
un fardo? Y aquellos hombres pálidos rara vez salían de su aldea sin
aquella carga misteriosa.
El propio pastor, bien que tuviera buenas razones para creer que la
bolsa sólo contenía hilo de lino, si no largas piezas de lienzo tejidas
con ese hilo, no estaba muy seguro de que aquel oficio de tejedor, por
indispensable que fuera, pudiera ejercerse sin el auxilio del espíritu
maligno.
En aquella época remota, la superstición acompañaba a todo individuo o a
todo hecho un tanto extraño. Y para que una cosa pareciera tal, bastaba
que se repitiera periódica o accidentalmente, como las visitas del
buhonero o del afilador.
Nadie sabía dónde vivían aquellos hombres errantes, ni de quién
descendían; y, ¿cómo podría decirse quiénes eran, a menos de conocer a
alguien que supiera quiénes eran su padre y su madre?
Para los campesinos de antaño, el mundo, más allá del horizonte de su
experiencia personal, era una región vaga y misteriosa. Para su
pensamiento, que se había quedado estacionario, una vida nómada era una
concepción tan obscura como la existencia, durante el invierno, de las
golondrinas que volvían en primavera. Pero el extranjero que se
establecía definitivamente entre ellos, si procedía de una región
lejana, no dejaba nunca de ser mirado con un resto de desconfianza. Esta
circunstancia hubiera hecho que las gentes no se sorprendieran
absolutamente, en el caso de que cometiera un crimen después de largos
años de conducta inofensiva, particularmente si tenía cierta reputación
de instruido, o si demostraba cierta habilidad en un oficio.
Todo talento, ya sea en el uso rápido de este instrumento de difícil
manejo, la lengua, ya sea en algún otro arte poco familiar a los
campesinos, era en sí mismo sospechoso; las gentes honradas, nacidas y
criadas bajo la vista de todos, no eran, por lo general, ni muy
instruidas ni muy hábiles - por lo menos su ciencia no se extendía más
allá de los signos del cambio del tiempo - , y los medios de adquirir
rapidez o habilidad en un arte cualquiera eran tan desconocidos, que
esos talentos parecían tener algo de sortilegio. De ahí que esos
tejedores dispersos - emigrados de la ciudad al campo - , eran
considerados durante toda su vida como extranjeros por sus vecinos
campesinos, y contraían generalmente los hábitos excéntricos, inherentes
a una existencia solitaria.
En los primeros años del siglo pasado, uno de esos tejedores, llamado
Silas Marner, ejercía su profesión en una choza construida de piedra,
situada en medio de cercos de avellanos, cerca de la aldea de Raveloe, y
no lejos de los bordes de una cantera abandonada. El ruido vago de su
telar, tan diferente del trote natural y alegre de la máquina de cerner
o del ritmo más simple del trillo de mano, ejercía un encanto casi
terrible sobre los chicos de Raveloe, que con frecuencia dejaban de ir a
recoger avellanas o buscar nidos, para ir a mirar por la ventana de la
choza. El movimiento misterioso del telar les inspiraba cierto temor
respetuoso; sin embargo, ese temor era compensado por un sentimiento
agradable de superioridad desdeñosa que sentían, burlándose de los
ruidos alternados de la máquina, así como del tejedor, cuya actitud se
parecía a la del preso empleado en el molino de la disciplina.
A veces sucedía que Marner, al detenerse para arreglar algún hilo
irregular, notaba la presencia de los chicuelos. Aunque fuera avaro de
su tiempo, le desagradaba tanto que lo importunaran aquellos intrusos,
que bajaba de su telar, abría la puerta y fijaba en ellos una mirada que
bastaba siempre para nacerlos huir asustados. Porque, ¿cómo podrían
creer que aquellos ojos negros y saltones del pálido rostro de Silas
Marner no vieran en realidad claramente más que los objetos muy
próximos? ¿Cómo no creer más probable, que su mirada fija y espantosa
pudiera darle un calambre, el raquitismo a todo niño que se quedara
atrasado?
Quizá les habían oído decir a sus padres, a medias palabras, que Silas
Marner podía curar el reumatismo si quería, y agregar, más
misteriosamente aún, que, si se sabía captarse a aquel diablo, podía
evitar los gastos de médico.
Tales ecos extraños y retardados del antiguo culto del demonio podrían
ser notados todavía en nuestros días por quien escuchara hablar a los
campesinos de cabellos blancos; porque el espíritu inculto asocia
difícilmente la idea de poder con la bondad.
que las mismas grandes damas, vestidas de sedas y encajes, tenían sus
pequeñas ruecas de encina lustrada, a veces se veía, ya sea en los
caminos de los distritos apartados, ya sea en el seno profundo de las
colinas, a ciertos hombres pálidos y enclenques que, comparados con las
gentes vigorosas de los campos, parecían ser los últimos vestigios de
una raza desheredada.
El perro del pastor ladraba furioso cuando uno de esos hombres de
fisonomía extraña aparecía en las alturas, y su fisonomía extraña se
destacaba negra sobre el cielo, en el ocaso breve del sol de invierno;
porque, ¿a qué perro no incomoda una persona encorvada bajo el peso de
un fardo? Y aquellos hombres pálidos rara vez salían de su aldea sin
aquella carga misteriosa.
El propio pastor, bien que tuviera buenas razones para creer que la
bolsa sólo contenía hilo de lino, si no largas piezas de lienzo tejidas
con ese hilo, no estaba muy seguro de que aquel oficio de tejedor, por
indispensable que fuera, pudiera ejercerse sin el auxilio del espíritu
maligno.
En aquella época remota, la superstición acompañaba a todo individuo o a
todo hecho un tanto extraño. Y para que una cosa pareciera tal, bastaba
que se repitiera periódica o accidentalmente, como las visitas del
buhonero o del afilador.
Nadie sabía dónde vivían aquellos hombres errantes, ni de quién
descendían; y, ¿cómo podría decirse quiénes eran, a menos de conocer a
alguien que supiera quiénes eran su padre y su madre?
Para los campesinos de antaño, el mundo, más allá del horizonte de su
experiencia personal, era una región vaga y misteriosa. Para su
pensamiento, que se había quedado estacionario, una vida nómada era una
concepción tan obscura como la existencia, durante el invierno, de las
golondrinas que volvían en primavera. Pero el extranjero que se
establecía definitivamente entre ellos, si procedía de una región
lejana, no dejaba nunca de ser mirado con un resto de desconfianza. Esta
circunstancia hubiera hecho que las gentes no se sorprendieran
absolutamente, en el caso de que cometiera un crimen después de largos
años de conducta inofensiva, particularmente si tenía cierta reputación
de instruido, o si demostraba cierta habilidad en un oficio.
Todo talento, ya sea en el uso rápido de este instrumento de difícil
manejo, la lengua, ya sea en algún otro arte poco familiar a los
campesinos, era en sí mismo sospechoso; las gentes honradas, nacidas y
criadas bajo la vista de todos, no eran, por lo general, ni muy
instruidas ni muy hábiles - por lo menos su ciencia no se extendía más
allá de los signos del cambio del tiempo - , y los medios de adquirir
rapidez o habilidad en un arte cualquiera eran tan desconocidos, que
esos talentos parecían tener algo de sortilegio. De ahí que esos
tejedores dispersos - emigrados de la ciudad al campo - , eran
considerados durante toda su vida como extranjeros por sus vecinos
campesinos, y contraían generalmente los hábitos excéntricos, inherentes
a una existencia solitaria.
En los primeros años del siglo pasado, uno de esos tejedores, llamado
Silas Marner, ejercía su profesión en una choza construida de piedra,
situada en medio de cercos de avellanos, cerca de la aldea de Raveloe, y
no lejos de los bordes de una cantera abandonada. El ruido vago de su
telar, tan diferente del trote natural y alegre de la máquina de cerner
o del ritmo más simple del trillo de mano, ejercía un encanto casi
terrible sobre los chicos de Raveloe, que con frecuencia dejaban de ir a
recoger avellanas o buscar nidos, para ir a mirar por la ventana de la
choza. El movimiento misterioso del telar les inspiraba cierto temor
respetuoso; sin embargo, ese temor era compensado por un sentimiento
agradable de superioridad desdeñosa que sentían, burlándose de los
ruidos alternados de la máquina, así como del tejedor, cuya actitud se
parecía a la del preso empleado en el molino de la disciplina.
A veces sucedía que Marner, al detenerse para arreglar algún hilo
irregular, notaba la presencia de los chicuelos. Aunque fuera avaro de
su tiempo, le desagradaba tanto que lo importunaran aquellos intrusos,
que bajaba de su telar, abría la puerta y fijaba en ellos una mirada que
bastaba siempre para nacerlos huir asustados. Porque, ¿cómo podrían
creer que aquellos ojos negros y saltones del pálido rostro de Silas
Marner no vieran en realidad claramente más que los objetos muy
próximos? ¿Cómo no creer más probable, que su mirada fija y espantosa
pudiera darle un calambre, el raquitismo a todo niño que se quedara
atrasado?
Quizá les habían oído decir a sus padres, a medias palabras, que Silas
Marner podía curar el reumatismo si quería, y agregar, más
misteriosamente aún, que, si se sabía captarse a aquel diablo, podía
evitar los gastos de médico.
Tales ecos extraños y retardados del antiguo culto del demonio podrían
ser notados todavía en nuestros días por quien escuchara hablar a los
campesinos de cabellos blancos; porque el espíritu inculto asocia
difícilmente la idea de poder con la bondad.