Cuando Polonia recobró el conocimiento era de noche; quiso gritar, pero la mordaza ahogaba su voz en la garganta y su corazón latía de un modo violento. Se levantó como pudo; sintió grandes dolores en todo su cuerpo. Comenzó a subir la rampa del barranco con gran fatiga. Una vez en la carretera, echó a correr hacia el pueblo. El cielo se había encapotado, el viento producía en las hojas de los árboles ese ruido que imita el eterno movimiento de las olas del mar al estrellarse sobre las rocas de las costas. Este cambio repentino de tiempo, tan frecuente en el mes de agosto, no fue apercibido por Polonia, que corría y corría siempre, respirando de un modo fatigoso. Ya cerca del pueblo vio venir gente hacia ella. Eran don Salvador, el alcalde y el secretario, que, extrañándoles la tardanza de Juanito, iban en su busca. Al ver a Polonia amordazada y con las manos atadas a la espalda, don Salvador lanzó un grito de espanto, como si lo adivinara todo. El alcalde y el secretario quitaron la mordaza y las ataduras de las manos de Polonia, que cayendo de rodillas a los pies de su buen amo, solo pudo decir:
- ¡Me han robado a Juanito, señor, me lo han robado!...
Y volvió a desmayarse. Don Salvador se quedó aterrado, le flaquearon las piernas y se abrazó al cuello del alcalde para no caerse. Afortunadamente, la pareja de la guardia civil, que salía del pueblo a hacer el servicio nocturno de carretera, llegó a tiempo y pudieron conducir hasta su casa a don Salvador y a Polonia.
- ¡Me han robado a Juanito, señor, me lo han robado!...
Y volvió a desmayarse. Don Salvador se quedó aterrado, le flaquearon las piernas y se abrazó al cuello del alcalde para no caerse. Afortunadamente, la pareja de la guardia civil, que salía del pueblo a hacer el servicio nocturno de carretera, llegó a tiempo y pudieron conducir hasta su casa a don Salvador y a Polonia.