El sol caía de plano calcinando el blanco polvo de la carretera, y las
hojas de los temblorosos álamos, que bordeaban el camino, habían
suspendido su eterno movimiento, adormecidas bajo el peso de una
temperatura agostadora.
Un perro de raza dudosa, lomo rojizo, orejas de lobo y prolongado
hocico, caminaba con el rabo caído, la mirada triste, la boca abierta y
la lengua colgante.
De vez en cuando se detenía a la sombra de un álamo y levantaba la
cabeza como si venteara ese aire húmedo e imperceptible para los
hombres, pero que al delicado olfato de la raza canina le indica la
fuente o el codiciado charco donde apagar su sed.
Entonces, de la encendida y húmeda lengua del perro caía gota a gota ese
sudor interno que, no encontrando paso por los cerrados poros de la
piel, se exhala por la boca.
El pobre animal parecía muy cansado y sus lijares se agitaban con
precipitada respiración. Luego emprendía de nuevo su marcha por aquel
largo camino solitario y abrasado.
De pronto se detuvo. Se hallaba en lo más alto de una cuesta, y a cien
metros de distancia, en el fondo de un valle, se veía un pueblo. El
fatigado animal pareció vacilar, presintiendo sin duda lo que le
esperaba en aquel pueblo que la blanca línea de la carretera dividía en
dos mitades.
Por fin se resolvió a continuar su camino porque la sed le devoraba, y
en aquel pueblo debía haber agua.
Llegó al pueblo cuyas desiertas calles recibían de plano ese sol
abrasador de un día del mes de julio.
Las paredes de las casas, las tapias de los corrales, no proyectaban la
menor sombra; el reloj de la torre acababa de dar doce campanadas.
En la primera casa, a la sombra de un cobertizo, se hallaba una mujer
lavando; cerca de ella y sobre una zalea se veía un niño que tendría dos
años de edad. El niño jugaba con sus rotos zapatos que había logrado
quitarse de los pies.
La puerta del corral estaba entornada. El perro, que sin duda había
olfateado el agua, la empujó con el hocico.
- ¡Tuso!...- le gritó la mujer.
Pero como si este grito no bastara para ahuyentar al importuno huésped,
cogió una piedra y se la arrojó con fuerza.
El pobre animal esquivó el cuerpo lanzando un gruñido y enseñándole los
colmillos a la mujer; luego continuó su camino.
Un poco más abajo volvió a detenerse. La puerta de un corral estaba de
par en par. En medio había un pozo y una pila de piedra rebosando agua.
El perro no vio a nadie y se decidió a entrar, pero al mismo tiempo
salió un hombre de la cuadra con un garrote en la mano. El pobre
animal, adivinando que aquel segundo encuentro podía serle más funesto
que el primero, se quedó mirando al hombre con tristes y suplicantes
ojos y moviendo el rabo en señal de alianza.
El hombre, que sin duda tenía poco desarrollado el órgano de la caridad,
se fué hacia el perro con el garrote levantado.
El perro indignado ante aquel recibimiento tan poco hospitalario, gruñó
sordamente, enseñándole al mismo tiempo su robusta dentadura y su
encendida boca.
hojas de los temblorosos álamos, que bordeaban el camino, habían
suspendido su eterno movimiento, adormecidas bajo el peso de una
temperatura agostadora.
Un perro de raza dudosa, lomo rojizo, orejas de lobo y prolongado
hocico, caminaba con el rabo caído, la mirada triste, la boca abierta y
la lengua colgante.
De vez en cuando se detenía a la sombra de un álamo y levantaba la
cabeza como si venteara ese aire húmedo e imperceptible para los
hombres, pero que al delicado olfato de la raza canina le indica la
fuente o el codiciado charco donde apagar su sed.
Entonces, de la encendida y húmeda lengua del perro caía gota a gota ese
sudor interno que, no encontrando paso por los cerrados poros de la
piel, se exhala por la boca.
El pobre animal parecía muy cansado y sus lijares se agitaban con
precipitada respiración. Luego emprendía de nuevo su marcha por aquel
largo camino solitario y abrasado.
De pronto se detuvo. Se hallaba en lo más alto de una cuesta, y a cien
metros de distancia, en el fondo de un valle, se veía un pueblo. El
fatigado animal pareció vacilar, presintiendo sin duda lo que le
esperaba en aquel pueblo que la blanca línea de la carretera dividía en
dos mitades.
Por fin se resolvió a continuar su camino porque la sed le devoraba, y
en aquel pueblo debía haber agua.
Llegó al pueblo cuyas desiertas calles recibían de plano ese sol
abrasador de un día del mes de julio.
Las paredes de las casas, las tapias de los corrales, no proyectaban la
menor sombra; el reloj de la torre acababa de dar doce campanadas.
En la primera casa, a la sombra de un cobertizo, se hallaba una mujer
lavando; cerca de ella y sobre una zalea se veía un niño que tendría dos
años de edad. El niño jugaba con sus rotos zapatos que había logrado
quitarse de los pies.
La puerta del corral estaba entornada. El perro, que sin duda había
olfateado el agua, la empujó con el hocico.
- ¡Tuso!...- le gritó la mujer.
Pero como si este grito no bastara para ahuyentar al importuno huésped,
cogió una piedra y se la arrojó con fuerza.
El pobre animal esquivó el cuerpo lanzando un gruñido y enseñándole los
colmillos a la mujer; luego continuó su camino.
Un poco más abajo volvió a detenerse. La puerta de un corral estaba de
par en par. En medio había un pozo y una pila de piedra rebosando agua.
El perro no vio a nadie y se decidió a entrar, pero al mismo tiempo
salió un hombre de la cuadra con un garrote en la mano. El pobre
animal, adivinando que aquel segundo encuentro podía serle más funesto
que el primero, se quedó mirando al hombre con tristes y suplicantes
ojos y moviendo el rabo en señal de alianza.
El hombre, que sin duda tenía poco desarrollado el órgano de la caridad,
se fué hacia el perro con el garrote levantado.
El perro indignado ante aquel recibimiento tan poco hospitalario, gruñó
sordamente, enseñándole al mismo tiempo su robusta dentadura y su
encendida boca.