Cuatro años de holgorio por Europa no bastaron a satisfacer la
insaciable curiosidad de Regina. El espectáculo del mundo, atisbado en
tan múltiples formas, superficiales y rápidas, no hacía sino excitar su
apetito de emociones; todo quería verlo y sentirlo en su ruta, sin tener
paciencia para detenerse a comprenderlo y amarlo. De cuantas cosas
percibía no le quedaba luego más que un tropel de sensaciones
contradictorias.
La naturaleza, el arte, la historia y la leyenda, íbanla llamando por
diversos caminos; pero una dolorosa irritabilidad de su imaginación la
obligaba a devorar las impresiones con estímulo impaciente de otras
distintas, como si le faltase tiempo para saborearlas, como si alzase
Dios sobre tan desbocadas ansiedades el castigo de no poder gustar los
frutos de la vida, la maldición de desflorar todos los goces en una
carrera anhelosa y penitente.
Las cuitas de Daniel obligaron a la viajera a muchas detenciones
imprevistas. Con frecuencia el niño necesitaba reposo, y era siempre su
hermana la primera en notarlo y prescribirlo.
En las forzosas paradas del errabundo peregrinaje, muchas eminencias de
la medicina auscultaron el pechito endeble de Daniel. Aquellos sabios
doctores mecieron la cabeza, conpungidos, diciéndole al padre inquieto:
- Muy lento desarrollo... Estrechez de la cavidad torácica... Pobreza de
sangre...
Y algunos, más desengañados ó menos piadosos, añadieron cruelmente:
- Candidato a la tuberculosis...
La amenaza siniestra quedó flotando sobre los alegres nómadas como una
ironía de su buena fortuna.
Joven y hermoso el padre; la hija moza y gentil; robusta y agraciada la
doncella, iban por el mundo, derrochadores, sin pena ni gloria, y era
Daniel a su lado la triste nota del humano dolor, la sombra de la
fatalidad, que no perdona a los felices.
Amaba Regina a su hermano con pía ternura; le mimaba como a un
chiquitín; tenía para él condescendencias protectoras y entrañas
maternales. Pero desde que vió esquiciarse el señuelo de la Avara en los
ojos velados y dulces de Daniel, padeció rudas crisis de terror y
misericordia.
Si el pobre sentenciado se amortecía silencioso y febril, en horas
turbias, era Regina siempre su más infatigable compañera. Apostábase
junto al lecho del paciente, inflamada en temerarios rencores,
avizorando, en traza de reto, el sutil avance de la Intrusa. Con el
frescor saludable de sus bellas manos, acariciaba Regina las manitas
madorosas del niño, y erguía el lozano busto como troquel adversador
contra la enemiga invisible. En esta defensora actitud hablaba a
Danielín alegremente, ocultando en la maravilla de sus gorjas los hilos
de una voz que temblaban rotos de miedo.
Como el muchacho solía animarse con estos halagos, Regina se altivecía
entonces, suponiendo que disputaba, triunfadora, su presa a la muerte.
Otras veces, medrosa del silencio en sus velatorios, entonaba una dulce
cantilena, mientras se adormecía el niño en la quieta oscuridad de la
alcoba. Viéndole ya en reposo, iba a besarle, pero al advertir que
estaba desfallecido en profundo sopor, después del acceso febril,
sentíase a punto de lanzar un grito, helado como la frente del
enfermo... Allí estaba la Astuta, la Invencible... Se removía en la
estancia el toldo de la sombra con rumores macabros, tal vez de
mandíbulas crujientes ó de áspera guadaña, y Regina, en un esfuerzo
viril de angustia y de valor, alzaba los brazos sobre Daniel como
queriendo defenderle.
Cuando el hermanito recobraba algunas fuerzas y volvía, con arrestos
fugaces, a la vida, en vano la moza pretendía arrebatar de aquella
existencia amada el halo de mortal sufrimiento con que se inclinaba
hacia la tierra. Imaginando que el niño se dejaba vencer por cobardía;
que se dejaba morir, como su madre, en la dilatación de una sonrisa
humilde pretendía aleccionarle, fortalecerle, henchirle de esperanzas y
rebeliones.
insaciable curiosidad de Regina. El espectáculo del mundo, atisbado en
tan múltiples formas, superficiales y rápidas, no hacía sino excitar su
apetito de emociones; todo quería verlo y sentirlo en su ruta, sin tener
paciencia para detenerse a comprenderlo y amarlo. De cuantas cosas
percibía no le quedaba luego más que un tropel de sensaciones
contradictorias.
La naturaleza, el arte, la historia y la leyenda, íbanla llamando por
diversos caminos; pero una dolorosa irritabilidad de su imaginación la
obligaba a devorar las impresiones con estímulo impaciente de otras
distintas, como si le faltase tiempo para saborearlas, como si alzase
Dios sobre tan desbocadas ansiedades el castigo de no poder gustar los
frutos de la vida, la maldición de desflorar todos los goces en una
carrera anhelosa y penitente.
Las cuitas de Daniel obligaron a la viajera a muchas detenciones
imprevistas. Con frecuencia el niño necesitaba reposo, y era siempre su
hermana la primera en notarlo y prescribirlo.
En las forzosas paradas del errabundo peregrinaje, muchas eminencias de
la medicina auscultaron el pechito endeble de Daniel. Aquellos sabios
doctores mecieron la cabeza, conpungidos, diciéndole al padre inquieto:
- Muy lento desarrollo... Estrechez de la cavidad torácica... Pobreza de
sangre...
Y algunos, más desengañados ó menos piadosos, añadieron cruelmente:
- Candidato a la tuberculosis...
La amenaza siniestra quedó flotando sobre los alegres nómadas como una
ironía de su buena fortuna.
Joven y hermoso el padre; la hija moza y gentil; robusta y agraciada la
doncella, iban por el mundo, derrochadores, sin pena ni gloria, y era
Daniel a su lado la triste nota del humano dolor, la sombra de la
fatalidad, que no perdona a los felices.
Amaba Regina a su hermano con pía ternura; le mimaba como a un
chiquitín; tenía para él condescendencias protectoras y entrañas
maternales. Pero desde que vió esquiciarse el señuelo de la Avara en los
ojos velados y dulces de Daniel, padeció rudas crisis de terror y
misericordia.
Si el pobre sentenciado se amortecía silencioso y febril, en horas
turbias, era Regina siempre su más infatigable compañera. Apostábase
junto al lecho del paciente, inflamada en temerarios rencores,
avizorando, en traza de reto, el sutil avance de la Intrusa. Con el
frescor saludable de sus bellas manos, acariciaba Regina las manitas
madorosas del niño, y erguía el lozano busto como troquel adversador
contra la enemiga invisible. En esta defensora actitud hablaba a
Danielín alegremente, ocultando en la maravilla de sus gorjas los hilos
de una voz que temblaban rotos de miedo.
Como el muchacho solía animarse con estos halagos, Regina se altivecía
entonces, suponiendo que disputaba, triunfadora, su presa a la muerte.
Otras veces, medrosa del silencio en sus velatorios, entonaba una dulce
cantilena, mientras se adormecía el niño en la quieta oscuridad de la
alcoba. Viéndole ya en reposo, iba a besarle, pero al advertir que
estaba desfallecido en profundo sopor, después del acceso febril,
sentíase a punto de lanzar un grito, helado como la frente del
enfermo... Allí estaba la Astuta, la Invencible... Se removía en la
estancia el toldo de la sombra con rumores macabros, tal vez de
mandíbulas crujientes ó de áspera guadaña, y Regina, en un esfuerzo
viril de angustia y de valor, alzaba los brazos sobre Daniel como
queriendo defenderle.
Cuando el hermanito recobraba algunas fuerzas y volvía, con arrestos
fugaces, a la vida, en vano la moza pretendía arrebatar de aquella
existencia amada el halo de mortal sufrimiento con que se inclinaba
hacia la tierra. Imaginando que el niño se dejaba vencer por cobardía;
que se dejaba morir, como su madre, en la dilatación de una sonrisa
humilde pretendía aleccionarle, fortalecerle, henchirle de esperanzas y
rebeliones.
Este es un ejercicio de mecanografía táctil para el curso de mecanografía AgileFingers. Al escribir el texto usando su teclado, aprenderá a escribir más rápido. ¡Disfruta escribiendo!