Texto - "Dulce Nombre" Concha Espina

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El viento del otoño ha segado ya todas las flores; Manuel Jesús está muy lejos.

La molinera llora, pero oculta sus lágrimas y permite que en la ciudad le confeccionen los atavíos nupciales.

Para las amigas, para los vecinos, la moza se casa contenta, orgullosa, al cabo, por merecer la predilección del rumboso pretendiente.

Ella disimula todo lo posible su interna cuita y logra engañar a los observadores, no muy perspicaces. Sólo algunos ojos, los de Tomasa, por ejemplo, no se equivocan: muerden las apariencias de aquella conformidad y hunden su averiguación hasta la pena viva de la abandonada.

En el horizonte limitado de los hechos, Dulce Nombre ha sido vendida por su novio. Y le han dolido desesperadamente, primero el amor, después la dignidad.

No conoce las mudanzas del sentimiento y se abate al desengaño sin comprenderle, enferma de zozobras, con un peso de plomo en el corazón. Su espíritu, cándido y salvaje, tiene una sana rectitud; puesto que fué traicionada es preciso que olvide al traidor.

Ningún medio más práctico, a su parecer, que el de casarse con otro: quiere hacerlo en desquite y venganza. Está pronta a dejarse llevar por el destino, pero se revela pensando que los que la inducen a la boda son cómplices de su desdicha: el oro del pretendiente, la ambición del padre, la terquedad incomprensible del padrino, la empujan al casamiento con demasiada violencia.

Siente humillado el señorío de su persona, cautiva su alma en una red de pasiones oscuras.

Otras fuerzas laten a su alrededor unidas también contra la infeliz en sorda complicidad: el paisaje transido de agua, la niebla torva de las cumbres, el sudor helado de las noches.

Una voz poderosa zumba en el aire, se estremece la selva con la agitación de un vuelo monstruoso: las últimas hojas corren locamente por los caminos.

Y la triste molinera abre los ojos en la soledad, inquietos como dos interrogaciones, desde que huyeron con las golondrinas sus esperanzas: así, entregada a los propios estímulos, se abandona al tiempo sin defensa, reduce su aspiración a que pasen los días, y escuda su pesar con morboso egoísmo en la coraza de los montes.

Parece que está el valle más hondo que nunca; la gasa de las nubes tiembla desde las cimas hasta el río, sepultando la vaguada en una humedad neblinosa; muge la corriente, repican las abarcas en los senderos.

Dulce Nombre recibe desde su habitación toda la tristeza de noviembre; ya no sale a la tertulia de la aceña ni arrostra la cellisca y el frío por los huertos y los abertales como las demás zagalas. Asiste a misa los domingos y se esconde en su hogar con obstinada reclusión, ensombrecida lo mismo que las horas, turbio el cristal dorado de los ojos igual que el de los cielos.

Cuando tiene visita se esfuerza en hablar y sonreír, un poco nerviosa y acelerada, atajando las preguntas, rechazando las alusiones con su habilidad nativa de mujer, que no le llega hasta el alma virgen y ruda, incapaz de fingimientos y subterfugios.

Por eso delante de Malgor descubre la niña el estado de su espíritu, en franca desnudez, sin recelo ni crueldad.

No consiente que su despecho se confunda con el olvido, muy distante de su corazón; reconoce que el indiano la compra porque la quiere, y considera que sería una infamia engañarle. Aunque el deseo de él la hace infeliz, se explica con una lógica irrebatible la conducta de aquel hombre; le comprende mejor que al padre y al amigo, empeñados en sacrificarla, y está cerca de perdonarle, mientras no halla una sola disculpa contra la villanía de Manuel Jesús; traidor y vil, ella le adora a pesar suyo y un sentimiento de honradez la obliga a decirlo con los ojos y los labios cuando se lo pregunta Malgor.

Aquellas contestaciones rotundas repercuten como un eco en la casona de Luzmela, donde el indiano calma las ansiedades desde que su amor recibe allí un inesperado sostén.