VIBRA el soplo estridente de la máquina que desaloja vapor, cruje con
recio choque una portezuela, algunos pasos vigorosos repercuten en el
andén, silba un pito, tañe una campana, y el convoy trajina, resuella y
huye, dejando la pequeña estación muda y sola, con el ojo de su farol
vigilante encendido en la torva oscuridad de la noche.
El único viajero que ha subido en San Pedro de Oza es joven, ágil,
buen mozo; lleva un billete de segunda para Madrid, y, apenas salta al
vagón, acomoda su equipaje - una maleta y el portamantas - en la rejilla
del coche. Luego desciñe el tahalí que trae debajo del gabán y lo
asegura cuidadosamente en un rincón. Dentro de su escarcela de viaje
guarda Rogelio Terán - que así se llama el mozo - toda su fortuna: poco
dinero y hartas ilusiones; el manuscrito de una novela; un libro de
memorias con apuntes de peregrino artista, versos, postales y retratos.
Ocupan el departamento dos señoras. Al tenue claror que la lucecilla
del techo difunde, sólo se logra averiguar que entrambas duermen: la
una sentada a un extremo, con la cabeza envuelta en un abrigo que le
oculta la cara; tendida la otra en sosegada postura bajo la caricia
confortadora de un chal. Las dos permanecen ajenas al arribo del
nuevo viajero; las dos yacen con igual reposo y oscilan con el tren,
esfumadas en la penumbra del breve recinto, insensibles a la vida
maquinal del convoy, como los inanimados contornos de los almohadones
vacíos y los equipajes inertes.
Distrae el caballero unos minutos en cambiar el hongo por la gorra,
ceñirse una manta a las rodillas y limpiar los lentes con mucha pausa
y pulcritud. Luego previene un cigarrillo, le coloca en los labios con
esa petulancia habitual del fumador, y enciende una cerilla.
Mas antes de dar lumbre a su tabaco, inclina curioso el busto hacia la
dama, dormida enfrente, de la cual ya ha sorprendido un cándido perfil,
rodeado de cabellos oscuros, en el fonje lecho de la almohada. Con
más audaz resolución descubre ahora las hermosuras de aquel semblante
serenísimo que duerme y sonríe. La llama tembladora del fósforo quema
los dedos cómplices sin que el viajero artista deje de ver y de
admirar: la tez morena clara, de suavísimo color; puras las facciones y
graciosas; párpados grandes y tersos; orla riza y doble de pestañas que
acentúan con apacible sombra el romántico livor de las ojeras; mejillas
carnosas y rosadas; correcta la nariz y encendida la boca, y en las
sienes un oleaje de cabellos negros desprendidos del peinado, que caen
sobre las cejas y nimban la cara como una fuerte corona...
Tales maravillas cuenta la temblorosa luz al extinguirse de un
soplo, semejante a un suspiro, mientras el ocioso mirón falla en
silencio: ¡Admirable!, ¡admirable! Y se respalda en el sofá
escudriñando con golosa mirada a la otra incógnita dormida.
Inútilmente: la mantilla o toca que la cela el rostro, no ofrece el
menor señuelo a las audacias del furtivo y galante explorador. El cual,
entonces, se decide a encender su olvidado cigarrillo, y fuma con
impaciente y nervioso afán, puestos los ojos y el corazón en el dulce
misterio de aquella hermosa mujer...
El tren correo salió de La Coruña a las nueve de la noche; aunque estas
señoras procedan de la capital, ¿cómo a las diez y media se han rendido
ya tan profundamente a la pesadumbre del sueño? Parece que vinieran de
lejanos países, acosadas por la fatiga de muchas horas de insomnio...
¿Viajan las dos juntas?... ¿Las reune el acaso?... ¿Adónde van?...
¿Quiénes son?...
recio choque una portezuela, algunos pasos vigorosos repercuten en el
andén, silba un pito, tañe una campana, y el convoy trajina, resuella y
huye, dejando la pequeña estación muda y sola, con el ojo de su farol
vigilante encendido en la torva oscuridad de la noche.
El único viajero que ha subido en San Pedro de Oza es joven, ágil,
buen mozo; lleva un billete de segunda para Madrid, y, apenas salta al
vagón, acomoda su equipaje - una maleta y el portamantas - en la rejilla
del coche. Luego desciñe el tahalí que trae debajo del gabán y lo
asegura cuidadosamente en un rincón. Dentro de su escarcela de viaje
guarda Rogelio Terán - que así se llama el mozo - toda su fortuna: poco
dinero y hartas ilusiones; el manuscrito de una novela; un libro de
memorias con apuntes de peregrino artista, versos, postales y retratos.
Ocupan el departamento dos señoras. Al tenue claror que la lucecilla
del techo difunde, sólo se logra averiguar que entrambas duermen: la
una sentada a un extremo, con la cabeza envuelta en un abrigo que le
oculta la cara; tendida la otra en sosegada postura bajo la caricia
confortadora de un chal. Las dos permanecen ajenas al arribo del
nuevo viajero; las dos yacen con igual reposo y oscilan con el tren,
esfumadas en la penumbra del breve recinto, insensibles a la vida
maquinal del convoy, como los inanimados contornos de los almohadones
vacíos y los equipajes inertes.
Distrae el caballero unos minutos en cambiar el hongo por la gorra,
ceñirse una manta a las rodillas y limpiar los lentes con mucha pausa
y pulcritud. Luego previene un cigarrillo, le coloca en los labios con
esa petulancia habitual del fumador, y enciende una cerilla.
Mas antes de dar lumbre a su tabaco, inclina curioso el busto hacia la
dama, dormida enfrente, de la cual ya ha sorprendido un cándido perfil,
rodeado de cabellos oscuros, en el fonje lecho de la almohada. Con
más audaz resolución descubre ahora las hermosuras de aquel semblante
serenísimo que duerme y sonríe. La llama tembladora del fósforo quema
los dedos cómplices sin que el viajero artista deje de ver y de
admirar: la tez morena clara, de suavísimo color; puras las facciones y
graciosas; párpados grandes y tersos; orla riza y doble de pestañas que
acentúan con apacible sombra el romántico livor de las ojeras; mejillas
carnosas y rosadas; correcta la nariz y encendida la boca, y en las
sienes un oleaje de cabellos negros desprendidos del peinado, que caen
sobre las cejas y nimban la cara como una fuerte corona...
Tales maravillas cuenta la temblorosa luz al extinguirse de un
soplo, semejante a un suspiro, mientras el ocioso mirón falla en
silencio: ¡Admirable!, ¡admirable! Y se respalda en el sofá
escudriñando con golosa mirada a la otra incógnita dormida.
Inútilmente: la mantilla o toca que la cela el rostro, no ofrece el
menor señuelo a las audacias del furtivo y galante explorador. El cual,
entonces, se decide a encender su olvidado cigarrillo, y fuma con
impaciente y nervioso afán, puestos los ojos y el corazón en el dulce
misterio de aquella hermosa mujer...
El tren correo salió de La Coruña a las nueve de la noche; aunque estas
señoras procedan de la capital, ¿cómo a las diez y media se han rendido
ya tan profundamente a la pesadumbre del sueño? Parece que vinieran de
lejanos países, acosadas por la fatiga de muchas horas de insomnio...
¿Viajan las dos juntas?... ¿Las reune el acaso?... ¿Adónde van?...
¿Quiénes son?...