Te extrañarán estas preguntas; pero yo te voy a decir una cosa: apenas
conozco a mi hermana. Aquí, jugamos un poco de pequeños, ¡ya no me
acuerdo de aquellos años! En seguida me llevaron al colegio, desde allí
a la Universidad; cuando acabé la carrera ella estaba ya casada en
Rucanto. Estuve aquí con mi padre corto tiempo, y partí a visitar la
Europa, ansioso de ver mundo y correr aventuras. Ya te he contado cuánto
mi padre me prefería y con cuánta liberalidad satisfacía todos mis
caprichos. Derroché el dinero y la salud hasta que él me llamó para
darme el último abrazo, y entonces me encontré mejorado en su
testamento todo cuanto la ley permitía. El marido de mi hermana era un
calavera, y mi padre les mermó la herencia todo lo posible. Sin embargo,
yo era tan calavera como él; pero era su ídolo, y en mí no veía más que
la hidalguía exterior, conservada hasta en los tiempos más tormentosos
de mi vida. Siempre mi cuñado me miró con animosidad, tal vez por mi
superior linaje, tal vez por las muchas preferencias que en vida y en
muerte me prodigó mi padre. Estas diferencias me separaron mucho de mi
hermana. Vino entonces mi casamiento, tan lleno de esperanzas para mí.
Me creí reconciliado con el amor del terruño y con la paz de mi valle;
restauré esta casa, soñando vivir siempre en ella en idílicos goces;
evoqué la visión de unos hijos robustos y de una patriarcal vejez...:
¡sueño fué todo! Desperté de él con la esposa muerta entre los brazos.
Era la más rica heredera de Villazón, y, tan abundante en bondad como en
dineros, quiso dejarme en prenda de su cariño toda la fortuna que tenía.
Doblemente rico, perdida la ilusión de la dulce vida quieta y santa que
acaricié apenas, de nuevo me lancé a los placeres locos del mundo, lejos
de mi solar. Peregriné mucho; derramé el corazón y la vida a manos
llenas; pero no fuí tan insensato que llegara a empobrecerme. Algunas
veces volvía yo a Luzmela con una vaga esperanza de poder quedarme por
aquí, bien avenido con esta melancólica vida de memorias y ensueños;
pero nunca lograba que de mi corazón voltario se adueñase la paz. En uno
de estos viajes vine muy cambiado; me blanqueaba el cabello y traía en
los brazos una niña. Me estuve entonces aquí un año entero; un año que
fué para mi alma ocasión de intensas revelaciones; la niña, tan pequeña,
tan impotente, iba poseyendo todo mi albedrío. En rendirla yo mi
voluntad sentía un extraño goce lleno de encantos nuevos. Su inocencia
me cautivaba en dulcísima cadena, y yo, que la salvé a esta niña del
abandono, más por deber de conciencia que por amor de padre, me sometí a
su hechizo con una dejación de mí mismo absoluta y feliz. Ya, desde
entonces, sólo salí de Luzmela por precisión y muy pocas veces. Mi vida
tenía un objeto, y yo sentía santificarse mis sentimientos y levantarse
mi corazón al suave contacto de aquella pequeña existencia pendiente de
la mía. Continuaba viendo a mi hermana contadas veces: mi cuñado me
mostraba cada día mayor hostilidad; y yo, indiferente y orgulloso, no
ponía jamás los pies en Rucanto. Pero no me era grato saber que mi
hermana pasaba apuros y estrecheces, casi totalmente arruinada por su
marido, y a menudo le mandaba reservadamente algunas cantidades como
regalo para mis sobrinos, a quienes apenas conozco....
conozco a mi hermana. Aquí, jugamos un poco de pequeños, ¡ya no me
acuerdo de aquellos años! En seguida me llevaron al colegio, desde allí
a la Universidad; cuando acabé la carrera ella estaba ya casada en
Rucanto. Estuve aquí con mi padre corto tiempo, y partí a visitar la
Europa, ansioso de ver mundo y correr aventuras. Ya te he contado cuánto
mi padre me prefería y con cuánta liberalidad satisfacía todos mis
caprichos. Derroché el dinero y la salud hasta que él me llamó para
darme el último abrazo, y entonces me encontré mejorado en su
testamento todo cuanto la ley permitía. El marido de mi hermana era un
calavera, y mi padre les mermó la herencia todo lo posible. Sin embargo,
yo era tan calavera como él; pero era su ídolo, y en mí no veía más que
la hidalguía exterior, conservada hasta en los tiempos más tormentosos
de mi vida. Siempre mi cuñado me miró con animosidad, tal vez por mi
superior linaje, tal vez por las muchas preferencias que en vida y en
muerte me prodigó mi padre. Estas diferencias me separaron mucho de mi
hermana. Vino entonces mi casamiento, tan lleno de esperanzas para mí.
Me creí reconciliado con el amor del terruño y con la paz de mi valle;
restauré esta casa, soñando vivir siempre en ella en idílicos goces;
evoqué la visión de unos hijos robustos y de una patriarcal vejez...:
¡sueño fué todo! Desperté de él con la esposa muerta entre los brazos.
Era la más rica heredera de Villazón, y, tan abundante en bondad como en
dineros, quiso dejarme en prenda de su cariño toda la fortuna que tenía.
Doblemente rico, perdida la ilusión de la dulce vida quieta y santa que
acaricié apenas, de nuevo me lancé a los placeres locos del mundo, lejos
de mi solar. Peregriné mucho; derramé el corazón y la vida a manos
llenas; pero no fuí tan insensato que llegara a empobrecerme. Algunas
veces volvía yo a Luzmela con una vaga esperanza de poder quedarme por
aquí, bien avenido con esta melancólica vida de memorias y ensueños;
pero nunca lograba que de mi corazón voltario se adueñase la paz. En uno
de estos viajes vine muy cambiado; me blanqueaba el cabello y traía en
los brazos una niña. Me estuve entonces aquí un año entero; un año que
fué para mi alma ocasión de intensas revelaciones; la niña, tan pequeña,
tan impotente, iba poseyendo todo mi albedrío. En rendirla yo mi
voluntad sentía un extraño goce lleno de encantos nuevos. Su inocencia
me cautivaba en dulcísima cadena, y yo, que la salvé a esta niña del
abandono, más por deber de conciencia que por amor de padre, me sometí a
su hechizo con una dejación de mí mismo absoluta y feliz. Ya, desde
entonces, sólo salí de Luzmela por precisión y muy pocas veces. Mi vida
tenía un objeto, y yo sentía santificarse mis sentimientos y levantarse
mi corazón al suave contacto de aquella pequeña existencia pendiente de
la mía. Continuaba viendo a mi hermana contadas veces: mi cuñado me
mostraba cada día mayor hostilidad; y yo, indiferente y orgulloso, no
ponía jamás los pies en Rucanto. Pero no me era grato saber que mi
hermana pasaba apuros y estrecheces, casi totalmente arruinada por su
marido, y a menudo le mandaba reservadamente algunas cantidades como
regalo para mis sobrinos, a quienes apenas conozco....