Texto - "Ruecas de Marfil" Concha Espina

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Todos los días visitaba yo a Luisa en su departamento de tercera y la obsequiaba muchas veces con golosinas que en los barcos no llegan más que de limosna hasta los pasajeros pobres.

Mi paisana era una dulce y graciosa mujer de belleza tranquila un poco triste, de esas criaturas melancólicas que a menudo sonríen y a menudo miran al cielo; tenía dorados los ojos y el pelo rubio; moreno el color; la boca expresiva; cántabra la tristeza del semblante.

Solíamos hablar juntas de nuestra familia y de nuestro país, apoyadas en la borda, contemplando la estela hirviente del buque y la fuga imaginaria de los horizontes; el paisanaje y la juventud nos unieron desde la costa nativa con lazo cordial, lleno de mutua compasión.

Se expresaba la moza con la peculiar finura de las campesinas montañesas, por lo común inteligentes y un poco ilustradas. Pronto me contó su historia, breve y apacible, alterada únicamente por las aventuras de la emigración; hija de labradores acomodados, se casó con el único novio, un artista humilde, tan buen mozo como trabajador, que seducido por halagadoras promesas de bienestar había emigrado unos meses antes, y ya la llamaba impaciente, en la certeza de una vida feliz, para esperar juntos al hijo que iba a nacer. Acaso todas las inspiraciones del amor no hubieran decidido a Luisa a emprender sola y delicada aquel viaje penoso. Pero la casualidad favoreció oportunamente los planes del marido, deparando a la joven una buena compañera de expedición, de su misma vecindad, una mujer que ya conocía las penalidades del barco y que volvía a reunirse con sus hijos, residentes, también, en la República de Chile. Y Luisa salió de casa de sus padres confiada a los cuidados de Inés, mañosa viajera que había mirado por la joven con desvelo cariñoso.

Duro era el camino para la moza. Las molestias de su estado, aumentadas con el trastorno de la travesía, la hicieron sufrir mucho, por más que Inés de cerca, y yo un poco más de lejos, la ayudamos a sobrellevar las horas. Algún alivio tuvo en las aguas tranquilas del Estrecho, y cuando el buque dejó el seno aplacerado junto a la cordillera, cobijo de nuestra primera noche andina, fuí a buscar a mi paisana, deseando que gozase conmigo, como el día anterior, la novedad majestuosa del paraje.

A media marcha, previsores contra el peligro de una varadura, nos habíamos puesto a navegar con el repunte de la marea. Avanzaba la mañana con sigilo, detrás de un largo amanecer, lleno el paisaje de una luz glacial. Hasta bien entrado el día se deshojó en el agua, palpitante, el fulgor de las estrellas; después el cielo se cubrió de nubes claras y luminosas, trasfloradas por el sol, mientras el frío se dejaba sentir con viva intensidad.

Cuando atravesé el puentecillo entre ambas cámaras para visitar a Luisa, la hallé sobre cubierta, mirando fascinada la aparición de unas islas primorosas sobre las cuales la fatalidad había sembrado multitud de cruces, protectoras, al parecer, de otras tantas sepulturas.

Quedamos suspensas delante del original cementerio, que se nos aparecía como fantástica evocación de una tragedia en que el dolor y la piedad hubiesen querido florecer. Nuestros ojos no sabían apartarse de aquellas tumbas rodeadas de flores silvestres, cuya variedad hermosa hacía pensar en un prodigioso cultivo de encantamiento. Muchas cruces tenían inscripciones, monogramas o leyendas en diferentes idiomas y trazados con distintos colores; varias tendían sus brazos piadosos sobre el rústico rastel en forma de lecho. En una leímos Carmen; en otra, María: dos bellos nombres de españolas.

Ya la visión alucinante se alejaba cuando Luisa se estrechó contra mí, trémula, con el dulce rostro demudado por un espanto loco. No supe qué decirla, porque su emoción extremada me dejó confusa, y quise distraerla sin poder lograrlo; el plantel de cruces había desaparecido y aún la moza temblaba presa de fatídico terror.