La casa estaba en medio de la gándara verde y riente. Había sido
construída con pretensiones de chalet, con arreglo a un gusto poco
común, sin la pesada abundancia de granito que las lluvias frecuentes
aconsejan en el país galiciano, con balcones de madera pintada bajo
tejados puntiagudos y de salientes aleros. Parecía una casa arrancada
de un cromo holandés. Seguramente fuera construída para recreo de
veraneantes, y, en algún tiempo, todos los terrenos que la rodeaban
habían sido jardín. Aun ahora, frente a la entrada principal, se
conservaban unos macizos con camelios y rosales pobres; la hierba que
antes bordaba cenefas en sus orillas había aprovechado la ausencia
de jardineros para invadir la tierra, y sólo sucumbía en el centro
de los caminos, donde las pisadas frecuentes la extirpaban. Las
tenaces matas de alhelíes se habían salvado de aquella catástrofe y
sobresalían multiplicadas, entre la hierba, con su tono más apagado. Y
en primavera, todo su aroma delicioso invadía la vieja casa y el viejo
jardín y pasaba a la carretera - entoldada de olmos gigantescos - sobre
la verja de barrotes aguzados, rota en tantos sitios y que mal zurcía
la hiedra. Un mirto, en algún tiempo recortado en forma de cono, crecía
ahora libremente; el antiguo estanque se había ido llenando poco a poco
de tierra, y sólo su borde de cemento, cubierto de musgo, sobresalía
del nivel del jardín. El angelote mofletudo que soplaba el surtidor a
lo alto por un caracol, yacía, roto, con una pierna encogida, como si
le doliese aún el quebranto de la otra. Al lado opuesto del edificio
extendíanse los campos de labranza, repentinamente cortados por un
bosque. Más allá estaba el mar tranquilo de la ría, y los árboles
bajaban de la gándara casi hasta la misma orilla y se detenían allí,
como gigantes que vacilasen ante un vado.
En su interior la casa perdía aquel exotismo de sus fachadas; pero
guardaba en sus muebles y en sus paredes una estrecha relación de
ancianidad con lo externo. En las alcobas las camas de hierro habían
perdido en parte su barniz, no todas las sillas poseían íntegros sus
travesaños; las obscuras maderas de los pisos estaban, en el centro
de los corredores y en torno a los muebles de colocación inmutable,
desgastadas hasta quedar sus nudos en relieve, y el retrato del señor
Abelenda - jefe de la familia, cuyos huesos estaban ya, seguramente,
mondos en el camposanto de la ciudad - difícilmente podía conservar
el grave prestigio que le daban su condición de jefe y de difunto y
la severa toga y el austero birrete de abogado con que el lápiz del
dibujante se había complacido en representarle, dentro del marco cuyos
dorados se descascarillaban lamentablemente. Rafaela, la vieja fámula
que había sido acicalada doncella al servicio de la señora en la casa
de la ciudad en los primeros años del matrimonio, la mocita traída por
doña Rosa de su solar como azafata, y por ella pulida y educada hasta
en los más pequeños ademanes que convienen a una doncella de casa
señorial, solía detenerse frecuentemente ante este retrato, con las
manos bajo el mandil azul, reposando sobre el vientre, para considerar
con una honda tristeza:
- ¡Ay, si el difuntiño viese estas cosas!...
construída con pretensiones de chalet, con arreglo a un gusto poco
común, sin la pesada abundancia de granito que las lluvias frecuentes
aconsejan en el país galiciano, con balcones de madera pintada bajo
tejados puntiagudos y de salientes aleros. Parecía una casa arrancada
de un cromo holandés. Seguramente fuera construída para recreo de
veraneantes, y, en algún tiempo, todos los terrenos que la rodeaban
habían sido jardín. Aun ahora, frente a la entrada principal, se
conservaban unos macizos con camelios y rosales pobres; la hierba que
antes bordaba cenefas en sus orillas había aprovechado la ausencia
de jardineros para invadir la tierra, y sólo sucumbía en el centro
de los caminos, donde las pisadas frecuentes la extirpaban. Las
tenaces matas de alhelíes se habían salvado de aquella catástrofe y
sobresalían multiplicadas, entre la hierba, con su tono más apagado. Y
en primavera, todo su aroma delicioso invadía la vieja casa y el viejo
jardín y pasaba a la carretera - entoldada de olmos gigantescos - sobre
la verja de barrotes aguzados, rota en tantos sitios y que mal zurcía
la hiedra. Un mirto, en algún tiempo recortado en forma de cono, crecía
ahora libremente; el antiguo estanque se había ido llenando poco a poco
de tierra, y sólo su borde de cemento, cubierto de musgo, sobresalía
del nivel del jardín. El angelote mofletudo que soplaba el surtidor a
lo alto por un caracol, yacía, roto, con una pierna encogida, como si
le doliese aún el quebranto de la otra. Al lado opuesto del edificio
extendíanse los campos de labranza, repentinamente cortados por un
bosque. Más allá estaba el mar tranquilo de la ría, y los árboles
bajaban de la gándara casi hasta la misma orilla y se detenían allí,
como gigantes que vacilasen ante un vado.
En su interior la casa perdía aquel exotismo de sus fachadas; pero
guardaba en sus muebles y en sus paredes una estrecha relación de
ancianidad con lo externo. En las alcobas las camas de hierro habían
perdido en parte su barniz, no todas las sillas poseían íntegros sus
travesaños; las obscuras maderas de los pisos estaban, en el centro
de los corredores y en torno a los muebles de colocación inmutable,
desgastadas hasta quedar sus nudos en relieve, y el retrato del señor
Abelenda - jefe de la familia, cuyos huesos estaban ya, seguramente,
mondos en el camposanto de la ciudad - difícilmente podía conservar
el grave prestigio que le daban su condición de jefe y de difunto y
la severa toga y el austero birrete de abogado con que el lápiz del
dibujante se había complacido en representarle, dentro del marco cuyos
dorados se descascarillaban lamentablemente. Rafaela, la vieja fámula
que había sido acicalada doncella al servicio de la señora en la casa
de la ciudad en los primeros años del matrimonio, la mocita traída por
doña Rosa de su solar como azafata, y por ella pulida y educada hasta
en los más pequeños ademanes que convienen a una doncella de casa
señorial, solía detenerse frecuentemente ante este retrato, con las
manos bajo el mandil azul, reposando sobre el vientre, para considerar
con una honda tristeza:
- ¡Ay, si el difuntiño viese estas cosas!...