Texto - "Volvoreta" Wenceslao Fernández-Flórez

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La casa estaba en medio de la gándara verde y riente. Había sido construída con pretensiones de chalet, con arreglo a un gusto poco común, sin la pesada abundancia de granito que las lluvias frecuentes aconsejan en el país galiciano, con balcones de madera pintada bajo tejados puntiagudos y de salientes aleros. Parecía una casa arrancada de un cromo holandés. Seguramente fuera construída para recreo de veraneantes, y, en algún tiempo, todos los terrenos que la rodeaban habían sido jardín. Aun ahora, frente a la entrada principal, se conservaban unos macizos con camelios y rosales pobres; la hierba que antes bordaba cenefas en sus orillas había aprovechado la ausencia de jardineros para invadir la tierra, y sólo sucumbía en el centro de los caminos, donde las pisadas frecuentes la extirpaban. Las tenaces matas de alhelíes se habían salvado de aquella catástrofe y sobresalían multiplicadas, entre la hierba, con su tono más apagado. Y en primavera, todo su aroma delicioso invadía la vieja casa y el viejo jardín y pasaba a la carretera - entoldada de olmos gigantescos - sobre la verja de barrotes aguzados, rota en tantos sitios y que mal zurcía la hiedra. Un mirto, en algún tiempo recortado en forma de cono, crecía ahora libremente; el antiguo estanque se había ido llenando poco a poco de tierra, y sólo su borde de cemento, cubierto de musgo, sobresalía del nivel del jardín. El angelote mofletudo que soplaba el surtidor a lo alto por un caracol, yacía, roto, con una pierna encogida, como si le doliese aún el quebranto de la otra. Al lado opuesto del edificio extendíanse los campos de labranza, repentinamente cortados por un bosque. Más allá estaba el mar tranquilo de la ría, y los árboles bajaban de la gándara casi hasta la misma orilla y se detenían allí, como gigantes que vacilasen ante un vado.

En su interior la casa perdía aquel exotismo de sus fachadas; pero guardaba en sus muebles y en sus paredes una estrecha relación de ancianidad con lo externo. En las alcobas las camas de hierro habían perdido en parte su barniz, no todas las sillas poseían íntegros sus travesaños; las obscuras maderas de los pisos estaban, en el centro de los corredores y en torno a los muebles de colocación inmutable, desgastadas hasta quedar sus nudos en relieve, y el retrato del señor Abelenda - jefe de la familia, cuyos huesos estaban ya, seguramente, mondos en el camposanto de la ciudad - difícilmente podía conservar el grave prestigio que le daban su condición de jefe y de difunto y la severa toga y el austero birrete de abogado con que el lápiz del dibujante se había complacido en representarle, dentro del marco cuyos dorados se descascarillaban lamentablemente. Rafaela, la vieja fámula que había sido acicalada doncella al servicio de la señora en la casa de la ciudad en los primeros años del matrimonio, la mocita traída por doña Rosa de su solar como azafata, y por ella pulida y educada hasta en los más pequeños ademanes que convienen a una doncella de casa señorial, solía detenerse frecuentemente ante este retrato, con las manos bajo el mandil azul, reposando sobre el vientre, para considerar con una honda tristeza:

- ¡Ay, si el difuntiño viese estas cosas!...