El caballo llevaba la cabeza baja y las orejas caídas, y el jinete
encorvado el cuerpo, como replegado en sí mismo, y la ancha ala del
sombrero doblegada y empapada por la lluvia que venía de través
impulsada por un fuerte viento Norte.
Afortunadamente para el amor propio del jinete, nadie había en el puente
que pudiera reparar en la extraña catadura de su caballo, ni en su paso
lento y trabajoso, ni en su acompasado cojear de la mano derecha: la
lluvia y el frío habían alejado los vagos y los pillastres, concurrentes
asiduos en otras ocasiones a los juegos de bolos y a las palestrillas de
la Tela; las lavanderas habían abandonado el río, que, dejando de ser
por un momento el humilde y lloroso Manzanares de ordinario, arrastraba
con estruendo las turbias olas de su crecida, y en razón a la soledad,
estaban cerradas las puertas de las tabernillas y figones situados a la
entrada y a la salida del puente.
Nuestro jinete, pues, atravesaba a salvo, protegido por el temporal, una
de las entradas más concurridas de la corte en otras ocasiones, y
decimos a salvo, porque el aspecto de su caballo hubiera arrancado más
de una y más de tres desvergonzadas pullas a la gente non sancta,
concurrente cotidiana de aquellos lugares.
Era el tal bicho (no podemos resistir a la tentación de describirle),
una especie de colosal armazón de huesos que se dejaban apreciar y
contar bajo una piel raída en partes, encallecida en otras, de color
indefinible entre negro y gris, desprovista de cola y de crines, peladas
las orejas, torcidas las patas, largo y estrecho el cuerpo, y larguísimo
y árido el cuello, a cuyo extremo se balanceaba una cabeza afilada de
figura de martillo, y en la que se descubría a tiro de ballesta la
expresión dolorosa de la vejez resignada al infortunio.
Representaos seis cañas viejas casi de igual longitud, componiendo un
pescuezo, un cuerpo y cuatro patas, y tendréis una idea muy aproximada
de nuestro bucéfalo que allá en sus tiempos, veinte años antes, debió
ser un excelente bicho, atendidas su descomunal alzada y otras
cualidades fisiológicas que a duras penas podían deducirse por lo que
quedaba a aquella ruina viviente, a aquella especie de espectro, a
aquella víctima de la tiranía humana que así explota la existencia y los
elementos productores de los seres a quienes domina.
Desesperábase el jinete con la lenta marcha de su cabalgadura, con su
cojear y con su abatimiento, y de vez en cuando pronunciaba una palabra
impaciente, y arrimaba un inhumano espolazo al jaco, que, al sentir la
punta, se paraba, se estremecía, lanzaba como protesta un gemido
lastimero, y luego, como sacando fuerzas de flaqueza, emprendía una
especie de trotecillo, verdadero atrevimiento de la vejez, que duraba
algunos pasos, viniendo a parar en la marcha lenta y difícil de antes, y
en el acompasado y marcadísimo cojeo.
No sabemos a quién debía tenerse más lástima: si al caballo que llevaba
aquel jinete ó al jinete que era llevado por tal caballo.
encorvado el cuerpo, como replegado en sí mismo, y la ancha ala del
sombrero doblegada y empapada por la lluvia que venía de través
impulsada por un fuerte viento Norte.
Afortunadamente para el amor propio del jinete, nadie había en el puente
que pudiera reparar en la extraña catadura de su caballo, ni en su paso
lento y trabajoso, ni en su acompasado cojear de la mano derecha: la
lluvia y el frío habían alejado los vagos y los pillastres, concurrentes
asiduos en otras ocasiones a los juegos de bolos y a las palestrillas de
la Tela; las lavanderas habían abandonado el río, que, dejando de ser
por un momento el humilde y lloroso Manzanares de ordinario, arrastraba
con estruendo las turbias olas de su crecida, y en razón a la soledad,
estaban cerradas las puertas de las tabernillas y figones situados a la
entrada y a la salida del puente.
Nuestro jinete, pues, atravesaba a salvo, protegido por el temporal, una
de las entradas más concurridas de la corte en otras ocasiones, y
decimos a salvo, porque el aspecto de su caballo hubiera arrancado más
de una y más de tres desvergonzadas pullas a la gente non sancta,
concurrente cotidiana de aquellos lugares.
Era el tal bicho (no podemos resistir a la tentación de describirle),
una especie de colosal armazón de huesos que se dejaban apreciar y
contar bajo una piel raída en partes, encallecida en otras, de color
indefinible entre negro y gris, desprovista de cola y de crines, peladas
las orejas, torcidas las patas, largo y estrecho el cuerpo, y larguísimo
y árido el cuello, a cuyo extremo se balanceaba una cabeza afilada de
figura de martillo, y en la que se descubría a tiro de ballesta la
expresión dolorosa de la vejez resignada al infortunio.
Representaos seis cañas viejas casi de igual longitud, componiendo un
pescuezo, un cuerpo y cuatro patas, y tendréis una idea muy aproximada
de nuestro bucéfalo que allá en sus tiempos, veinte años antes, debió
ser un excelente bicho, atendidas su descomunal alzada y otras
cualidades fisiológicas que a duras penas podían deducirse por lo que
quedaba a aquella ruina viviente, a aquella especie de espectro, a
aquella víctima de la tiranía humana que así explota la existencia y los
elementos productores de los seres a quienes domina.
Desesperábase el jinete con la lenta marcha de su cabalgadura, con su
cojear y con su abatimiento, y de vez en cuando pronunciaba una palabra
impaciente, y arrimaba un inhumano espolazo al jaco, que, al sentir la
punta, se paraba, se estremecía, lanzaba como protesta un gemido
lastimero, y luego, como sacando fuerzas de flaqueza, emprendía una
especie de trotecillo, verdadero atrevimiento de la vejez, que duraba
algunos pasos, viniendo a parar en la marcha lenta y difícil de antes, y
en el acompasado y marcadísimo cojeo.
No sabemos a quién debía tenerse más lástima: si al caballo que llevaba
aquel jinete ó al jinete que era llevado por tal caballo.