Texto - "La alhambra: leyendas árabes" Manuel Fernández y González

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Por algún tiempo descendió en línea recta por una estrecha y resbaladiza rampa: luego se vio obligado a volver y revolver oscurísimas sinuosidades, por una pendiente mayor y más resbaladiza, y al fin la inclinación del terreno se hizo tal, que perdió los pies, resbaló y se sintió descender de una manera violenta.
Entonces se acordó del búho, de la carcajada, de cien supersticiosas consejas musulmanas: se retiró, e invocó a Dios: hubo un momento en que creyó que el terreno le faltaba, que caía despeñado en un abismo, dio un grito de espanto y perdió el conocimiento.
Cuando volvió en si se encontró en un magnífico lecho de pieles de tigre y respiró una atmósfera impregnada de perfumes: lo primero que vio ante si fue una alta figura blanca que estaba de pie en inmóvil delante de él a los pies del lecho.
Era una mujer.

Pero una mujer hermosísima, irresistible a pesar de que había pasado de su primera juventud.
Sin embargo, y aunque parecía contar más de treinta años, su semblante blanco, nacarado, pálido, un tanto demacrado, exhalaba en si tal fuerza de vida, que hacía bendecir a Dios que había creado una criatura, en la cual parecía haberse estacionado la juventud más brillante.
Sus negros ojos fijos en el príncipe, con una expresión ardiente y melancólica brillaba con no sabemos qué fuego dulce, concentrado bajo la sombra de sus voluptuosos labios contraídos por una triste sonrisa y pálidos como sus mejillas: por último, sus largos y brillantes cabellos caían en flotantes rizos sobre sus hombros y sobre sus espaldas, y era alta, esbelta, majestuosa y vestida únicamente con una larga túnica de lana blanca, sujeta en el cuello, de mangas perdidas y suelta enteramente hasta cubrir los pies, ocultando las formas de aquella singular belleza bajo su ancha plegadura.
Ni un solo adorno, ni una joya, ni una flor se veía sobre esta mujer.
En su mano derecha tenía una lámpara de plata.
Jamás había visto el joven una figura tan hermosa, tan imponente; de aspecto tan sencillo, a su tiempo.
La habitación en que se encontraba era también severa y sencilla, pero rica; cuatro paredes labradas de arabescos dorados sobre fondo blanco, y una cúpula de estalactitas, blancas también, con filos de oro: la puerta de arco de herradura estaba cubierta por una cortina blanca de seda y oro, y de seda blanca y oro eran también los divanes que orlaban las paredes, y las alfombra que cubría el pavimento.
Debemos advertir que en aquellos tiempos entre los moros, el vestir completamente de blanco era una señal de luto, y que se admitía en el luto el oro, como se admite ahora en los negros túmulos de las iglesias y en las lápidas de las tumbas.
Esta extraña mujer y esta habitación, produjeron en el joven el mismo efecto que produciría en nosotros una persona enteramente vestida de negro, en una habitación enteramente negra también, con adornos dorados.
La impresión de todo esto al volver en sí preocupó al joven; pero lo que más le preocupó, cuando de la dama enlutada pasó su vista a la habitación, fue ver sobre sus armas, que estaban en el diván, un búho enorme que dormía sobre una de sus patas, teniendo escondida la otra entre su plumaje.
El joven se incorporó violentamente y fijó una mirada vacilante en la dama enlutada, cuyas negras pupilas estaban fijas en él, destellando en su oscuro foco una chispa de fuego intenso y opaco.