Texto - "Los hermanos Plantagenet" Manuel Fernández y González

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La niebla que acompaña los crepúsculos de invierno en Inglaterra, había ya cubierto la tarde en que empieza la acción de nuestro drama, las copas de los álamos más elevados del islote, y descendía lentamente de un celaje encapotado, presagiando una noche oscurísima, que se acercaba sensiblemente.
Bien pronto al crepúsculo sucedió una claridad dudosa, débil, que desapareció en fin; la niebla envolvió a Londres, púsose húmeda y fría sobre la tierra, y uniose al fin más densa y más glacial sobre la corriente del río.
Nada se vio entonces.
Parecía que el caos tornaba a pesar sobre la creación.

Pero en medio de este caos se elevaba un rumor lejano, perdido, confuso; rumor extraño, difícil de analizar; era el hálito de Londres que bebía en sus tabernas, que bailaba en sus salones, que se agitaba en sus plazas, que rompía la tierra de sus cementerios; era Londres oprimido por la rapiña y las horcas de un obispo canciller; Londres monopolizado por sus lores, Londres diezmado a la par por el hambre y por la peste, y que sin embargo, se embriagaba, danzaba, murmuraba y enterraba; aquel rumor era el gemido de un gigante enfermo.

Esto por la parte de Londres; en los campos y en el Támesis el más profundo silencio, y sin embargo, si algunos momentos después que la niebla se había enseñoreado de la noche, alguno que, colocado sobre cualquiera de las márgenes del islote, hubiese poseído un oído exquisito, hubiera notado un rumor imperceptible en las aguas, comparable en su origen al sonido tenue de una hoja movida por una brisa sutilísima, más sensible después, y semejante al que produce un cuerpo que agita el agua sin azotarla; rumor pausado, uniforme y continuo que hubiera anunciado a un marino la proximidad de un pequeño buque impulsado por remos; después hubiera sentido un choque débil, un estremecimiento pasajero, y después de un salto, las pisadas de un hombre sobre la maleza.

Y en efecto, así sucedió.
Una barca pequeña, según podía juzgarse por el valor del ruido que producía su proa cortando el agua a impulso de dos remos hasta llegar al islote, arribó a su orilla, y de ella saltó una sombra, después de haber amarrado el batel a la maleza que se dejaba lamer de la corriente, tendiéndose a lo largo de ella cual si fuese una gigante y extraña cabellera; aquel ser, que merced a la niebla hubiera podido pasar por sombra, a no ser por el áspero ruido que producía en el ramaje al atravesarlo, revelando de aquel modo una existencia corpórea; se alejó hacia el centro del islote, y muy pronto dominó de una manera absoluta el silencio turbado un momento por su pasajera aparición.

Muy pronto se percibió en el río otro rumor semejante al anterior; otra lancha chocó de proa en la ribera del islote, a poca distancia de la primera; como ella fue amarrada a la maleza, y otra sombra saltó en tierra y adelantó, alejándose en la misma dirección que la anterior.

Y una tras otra atracaron sucesivamente al islote otras cuatro lanchas; una tras otra se perdieron por el mismo camino otras cuatro sombras.

La ribera sujetaba seis lanchas, seis sombras habían penetrado en el islote.

Inútil hubiera sido esperar otra aparición; pero si a nuestros lectores no place tal cantinela en un sitio húmedo por la doble influencia del río y de la niebla, sigamos, si es que no temen aventurarse, en la misma dirección de los seis personajes de las lanchas.

A poco que andemos, nos encontraremos en el centro del islote; pero ya que somos dueños del tiempo y del espacio, precedamos algunos momentos al primer espectro (si se nos permite llamar así a un ser que la oscuridad permite apenas entrever de una manera informe), al primer espectro, repetimos, que en tal noche y a tal hora visitaba el solitario islote del Támesis.

En el centro de la alameda que le cubría, en medio de un claro, se notaba una mole informe también, pero que demostraba ser una habitación de hombres, puesto que por las rendijas de una puerta mal cerrada, se veía luz en el interior.

Entremos, tomemos posesión de ella, y observemos.

Era una cabaña cuadrada, construida con ramas de árboles, cuyos intersticios estaban cubiertos con tierra amasada, y protegida por un techo de ramas y cañas, en cuyo centro había una claraboya circular, que, atendido un hogar formado con piedras y perpendicularmente situado bajo ella, servía, según probabilidades atendibles, para dar salida al humo en algunos casos, y entrada a la lluvia en otros: en torno de este hogar, sobre un suelo húmedo y resbaladizo; se veían seis piedras, destinadas sin duda a servir de asiento a seis personas.
Esta cabaña no tenía otras aberturas para dar paso al aire y la luz que la claraboya que hemos descrito, y una estrecha puerta, al través de cuyas rendijas hemos hecho notar al lector el reflejo de una luz.

El aspecto de esta cabaña era desconsolador, por su rígida rusticidad, por su absoluta carencia de todo objeto propio para cubrir las necesidades más fútiles de la vida, si se exceptúan algunos haces de ramajes arrojados en un ángulo y algunas astillas de tea.

Por lo demás, prescindiendo de un hombre que, sentado sobre una de las piedras se veía al resplandor de una tea encendida, clavada en el suelo y próxima a consumirse, las cenizas esparcidas sobre el hogar y la densa capa de hollín que cubría las paredes y el techo, mostraban que aquella incómoda vivienda era habitada.

El hombre que hemos dicho se veía sentado sobre una de las piedras, era un joven como de veintidós años; su semblante, sin ser hermoso, poseía esas líneas atrevidas y vigorosas que constituyen la majestad de la antigua estatua romana; sus miembros robustos, musculosos, participaban a un tiempo de la fuerza del gladiator y de la agilidad del montañés: y todo este conjunto, tostado por el aire y por el sol, tenía algo de selvático, algo que hacía semejarse a este hombre al hombre de la naturaleza, cuando éste no conocía otro albergue que le protegiese del rigor de las estaciones, más que el ramaje de los bosques o las estalactitas de una caverna.

Descendiendo a los detalles de este ser, la misma robustez, la misma energía que se notaba en su conjunto, se daba a conocer en cada una de sus partes: larga, espesa y negrísima cabellera; frente espaciosa; cejas negras, también anchas y dilatadas; ojos pardos, grandes y de mirada fija y sombría; nariz recta, de vigoroso perfil y órganos un tanto si se quiere exagerados; boca dotada en su desdén de cierta expresión de fuerza, en su sonrisa de una despreciadora insolencia; barba completa, negra y de medianas dimensiones; cuello corto, grueso y nervioso como el del toro; por lo demás, estatura de atleta.

El traje de este hombre era lo más estricto que darse puede: consistía en una especie de gabán que dejaba desnudos los brazos, las piernas y gran parte del pecho; este gabán era de una tela de lana fuerte y tupida, listada a cuadros por anchas líneas de colores que un tiempo debieron ser rojos y negros, pero a quienes había hecho desmerecer en gran manera la influencia del sol y de la lluvia.
Este saco, que era lo único que le hacía no aparecer enteramente desnudo, estaba sujeto a su cintura con una tira de cuero, de que pendía un largo y ancho cuchillo corvo, con empuñadura de asta de ciervo y cubierto con una vaina de piel sin curtir; un tahalí de mismo cuero sujetaba a su espalda una especie de aljaba donde se veían algunos venablos, y últimamente, una ballesta arrojada en el suelo, completaba el armamento de este extraño personaje.

A más de las particularidades que hemos descrito, otras accidentales y casi del momento, le hubieran hecho notable a los ojos del más indiferente; su cabellera estaba impregnada de agua, así como su gabán, haciendo presumir que poco tiempo antes acababa de tomar un baño, indudablemente forzado, puesto que en sus brazos y en sus piernas se veían señales sangrientas, tales como las que pueden producir una caída desgraciada o el golpe de un látigo.