Texto - "Honor de artista" Octave Feuillet

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¿Hay en el arte especial del pintor, en esa vida solitaria,
semiclaustral que su profesión le impone, en esa afanosa carrera en pos
de un tipo de absoluta belleza, jamás alcanzado, alguna secreta virtud
que eleve su espíritu, que depure su moral personalidad? No lo sé, mas
no me engañaría si asegurase que suelen encontrarse en los talleres del
pintor, con más frecuencia que en cualquier otro sitio, esas almas
candorosas y graves, esos corazones sencillos, rectos y altivos que tan
alto hablan en honor de la humana especie; y sin que pretenda dar a mi
observación la fuerza de una verdad axiomática, que sería irracional e
injusta, puedo decir en conciencia, que pocos caracteres podrían
compararse en nobleza con los de algunos artistas a quienes muy de cerca
he conocido.

Los orígenes de Jacques Fabrice eran humildísimos.

Desempeñaba su padre modesto empleo en una de las alcaldías de París, y,
aunque murió joven, vivió, sin embargo, lo bastante para contrariar por
todos los medios la precoz disposición que para las artes del dibujo
mostrara el niño. Ocupábase la madre en la, confección de flores
artificiales, y dotada de más delicado instinto, simpatizaba
secretamente con los gustos de su hijo. Una vez viuda, consiguió en
breve hallar el camino de procurar a éste la indispensable enseñanza
artística, alentándolo al propio tiempo en su noble vocación; y contaba
el muchacho apenas quince años, cuando ya podía ayudar a la madre en
los breves gastos de su pobre hogar, pintando para el caso muestras de
tienda, en los estrechos intervalos que le dejaba el aprendizaje. Dícese
que fue viéndole trabajar en la fachada de cierta miserable taberna de
Meudon, donde uno de los príncipes de la pintura contemporánea echó de
ver sus méritos, y tal afecto le cobró a poco, que no sólo lo recibió en
su taller, sino lo que es más, dos años después llevólo consigo a
Italia. Tuvo la madre de nuestro Fabrice la dicha inefable de presenciar
los triunfos primeros de su hijo, quien le debía en parte no sólo la
naciente nombradía, si que también esa atractiva mezcla de suavidad y de
energía que es la natural y conmovedora consecuencia de ese doble papel
de protegidos y de protectores que nos hacen, tantas veces jugar los
acontecimientos.

No fue, sin embargo, hasta después del admirable cuadro que en el salón
de 1875 expuso Jacques Fabrice, que su reputación quedó sentada cual
hecho indiscutible; hasta entonces la fama de su competencia no había
traslucido fuera de un limitado círculo de amigos y de admiradores,
porque su trabajo, lento y concienzudo hasta la nimiedad, su gusto
difícil, su horror a lo vulgar, en una palabra, su probidad artística,
fueron causas que retardaron esa revelación brillante de su luminoso
talento.

Por otra parte, había tenido que luchar en los comienzos de su carrera
con abrumadores pesares. Una ligereza de juventud lo impulsó en sus
veintidós años a contraer matrimonio con la hermana de uno de sus
compañeros de taller: era ésta una muchacha bonitilla que parecía
arrancada de un cuadro de Creuze, y como la madre de nuestro pintor,
obrera en flores. Fabrice la veía trabajar asiduamente en su ventana, y
parecíale al incauto artista que ella fuese la imagen misma de la dicha
y de las domésticas virtudes, y forjóse un idilio, barajando en el
desvarío de su inexperiencia la alianza de la casta pobreza con la
naciente fortuna. Casóse, pues, con ella, y todos los tormentos que una
inteligencia predestinada, todas las amarguras que un alma delicada
puede sufrir al contacto permanente de la vulgaridad de espíritu y de la
bajeza de carácter, todo eso lo sufrió Fabrice al lado de esa preciosa
criatura. Incapaz de comprender siquiera las altas condiciones del
artista, le reprochaba sin cesar con gritos de furia, la lentitud de sus
estudios, la serena conciencia que ponía en su trabajo, impulsándolo a
la premura productiva de la ruin producción comercial, y aun se dio caso
de llevar ella misma ávidos mercaderes al taller de su propio marido,
ausente éste, vendiéndoles a vil precio no acabados cuadros, con gran
desesperación del artista sin ventura. No tuvo, por último, más que un
mérito: murió al cabo de siete u ocho años, dejando a Fabrice una niña
que por dicha no se parecía a su madre.