Texto - "La Novela de un Joven Pobre" Octavio Feuillet

cerrar y empezar a escribir
He aquí la segunda noche que paso en este miserable cuarto, contemplando
melancólicamente mi apagado hogar, escuchando, con estupidez, los
rumores monótonos de la calle, y sintiéndome en medio de esta gran
ciudad, más solo, más abandonado y más próximo a la desesperación que el
náufrago que lucha en medio del océano sobre su roto pino. ¡Basta de
cobardía! Quiero encarar frente a frente mi destino para quitarle sus
trazas de espectro; quiero también abrir mi corazón, donde desborda el
pesar, al único confidente cuya piedad no puede ofenderme, a ese pálido
y único amigo que me contempla... a mi espejo. Quiero, pues, escribir
mis pensamientos y mi vida, no con una exactitud cotidiana y pueril,
pero sin omisión seria, y sobre todo sin mentira. Apreciaré mucho este
diario: él será como un eco fraternal que engañe mi soledad y me
servirá, al mismo tiempo, como una segunda conciencia, advirtiéndome no
deje pasar en mi vida ninguna acción que mi propia mano no pueda
escribir con firmeza.

Busco ahora en el pasado, con triste avidez, todos los hechos, todos los
incidentes que hace largo tiempo me hubieran instruído si el respeto
filial, la costumbre y la indiferencia de un feliz ocioso, no hubieran
cerrado mis ojos a toda luz. Me he explicado la melancolía constante y
profunda de mi madre; me explico también su disgusto por la sociedad, y
aquel vestido simple y uniforme objeto ya de las burlas, ya de los
enojos de mi padre: Pareces una sirvienta - le decía.

Yo no podía dejar de ver que nuestra vida de familia era algunas veces
alterada por querellas de carácter más serio, pero jamás fuí testigo
inmediato de ellas. Los acentos irritados e imperiosos de mi padre, los
rumores de una voz que parecía suplicar y algunos sollozos ahogados, era
todo lo que podía oir. Atribuía estas borrascas a tentativas violentas é
infructuosas por hacer volver mi madre a la vida elegante y bulliciosa
de que había gustado en otro tiempo, tanto como puede hacerlo una mujer
buena; pero en la cual no seguía ya a mi padre sino con una repugnancia
cada día más obstinada. Después de estas crisis era raro que mi padre no
se apresurara a comprar algún bello dije, que mi madre hallaba bajo su
servilleta, al sentarse a la mesa, y que jamás usaba. Un día, a la mitad
del invierno, recibió de París una gran caja de flores preciosas: se las
agradeció con efusión a mi padre, pero cuando hubo salido del cuarto, la
vi alzar ligeramente los hombros, y dirigir al cielo una mirada de
incurable desesperación.

Durante mi infancia y primera juventud había tenido a mi padre mucho
respeto, pero muy poco cariño. En efecto, en el curso de este período no
conocía sino el lado sombrío de su carácter, el único que se reveló en
su vida doméstica, para la que no había nacido. Más tarde, cuando mi
edad me permitió acompañarle en el mundo, me sorprendí alegremente al
encontrar en él un hombre que ni aun había sospechado. Parecía que en el
recinto de nuestro viejo castillo de familia, se hallaba bajo el peso de
algún encanto fatal: apenas se encontraba fuera, veía despejarse su
frente y dilatarse su pecho: se rejuvenecía.

¡Vamos, Máximo! exclamaba ¡galopemos un poco!

Y devorábamos el espacio alegremente. Tenía entonces momentos de alegría
juvenil, entusiasmos, ideas caprichosas, efusiones de sentimientos que
encantaban mi joven corazón, y de los que habría querido llevar alguna
parte, a mi pobre madre olvidada en su triste rincón. Entonces comencé a
amar a mi padre, y mi ternura hacia él se acrecentó hasta una verdadera
admiración, cuando pude verle en todas las solemnidades de la vida
mundana, cazas, carreras, bailes y comidas, manifestar las cualidades
simpáticas de su brillante naturaleza. Diestro jinete, conversador
deslumbrante, excelente jugador, corazón intrépido y mano abierta, yo le
miraba como un tipo acabado de la gracia viril y de la nobleza
caballeresca. Él mismo se apellidaba sonriendo, con una especie de
amargura: el último gentilhombre.

Tal era mi padre en la sociedad, pero apenas vuelto a casa, mi madre y
yo no teníamos bajo nuestros ojos, más que un viejo intranquilo,
melancólico y violento.

Los furores de mi padre para con una criatura tan dulce y tan delicada
como mi madre, me habrían sublevado seguramente, si no hubieran sido
seguidos de esa reacción de ternura y ese redoblamiento de atenciones de
que antes he hablado. Justificado a mis ojos por estos testimonios de
arrepentimiento, no me parecía sino un hombre naturalmente bueno y
sensible, pero arrojado a veces fuera de sí mismo por una resistencia
tenaz y sistemática a todos sus gustos y predilecciones. Creía a mi
madre atacada de una especie de enfermedad nerviosa. Mi padre me lo daba
a entender así, aunque observando siempre, sobre este asunto, una
reserva que yo juzgaba muy legítima.

Los sentimientos de mi madre para su esposo me parecían de una
naturaleza indefinible. Las miradas que dirigía sobre él, se inflamaban
al parecer algunas veces con una extraña expresión de severidad; pero
esto no era más que un relámpago; un instante después sus bellos ojos
húmedos y su fisonomía inalterable no manifestaban sino una tierna
abnegación y una sumisión apasionada.

Mi madre había sido casada a los quince años, y tocaba yo a los
veintidós cuando vino al mundo mi hermana, mi pobre Elena. Poco tiempo
después de su nacimiento, saliendo mi padre una mañana con la frente
arrugada del cuarto en que mi madre se consumía, me hizo señal para que
le siguiera al jardín; después de haber dado dos ó tres vueltas en
silencio.