Texto - "Fiebre de amor" Eugène Fromentin

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Era hombre en apariencia joven todavía, aunque había ya cumplido los
cuarenta años; bastante alto; la tez morena, la fisonomía agradable,
palabra grave y andar lento, con cierta dejadez, y en todo su aspecto
cierta severidad elegante. Vestía blusa y llevaba polainas al estilo de
los campesinos cazadores. Su rica escopeta, tan sólo, revelaba al hombre
acomodado. Los dos perros llevaban anchos collares y en ellos cada uno
una chapa de plata con un monograma. Estrechó cortésmente la mano del
doctor y se separó de nosotros casi en seguida para ir, nos dijo, a
reunirse con sus vendimiadores que aquella tarde misma terminaban la
faena de recolección.

Eran los primeros días de octubre. La vendimia tocaba a su término; nada
quedaba ya en el campo - vuelto en parte a su silencio - más que dos o
tres grupos de vendimiadores - que en el país llaman brigadas, - y un
mástil con una bandera de fiesta, plantado en la viña misma en que se
recogían los últimos racimos, anunciaba, en efecto, que la brigada del
señor Domingo se aprestaba alegremente a comer el ganso, es decir, a
llevar a cabo la comida de clausura y de adiós, en la cual, para
celebrar el fin de las faenas, es costumbre tradicional que entre otros
manjares figure en primer término el ganso asado.

Caía la tarde. Sólo algunos minutos faltaban para que el sol alcanzase
la línea del horizonte; lanzaba sus resplandores, trazando líneas
dilatadas de luz y sombra, sobre la llanura tristemente salpicada por
las viñas y las marismas, sin árboles, apenas ondulada, abriéndose de
distancia en distancia por una lejanía sobre el mar. Uno o dos pueblos
blanquecinos, con sus iglesias de azotea y sus campanarios sajones se
destacaban sobre leves prominencias del terreno y algunas granjas,
pequeñas, aisladas, rodeadas de raquíticos bosquecillos y enormes
almiares de heno animaban apenas aquel monótono paisaje cuya indigencia
pintoresca habría parecido completa sin la singular belleza que le
prestaban el clima, la hora y la estación. Solamente a la parte opuesta
de Villanueva y en un repliegue del llano había algunos árboles más
numerosos formando a la manera de pequeño parque en derredor de una
vivienda de cierta apariencia. Era una construcción de estilo flamenco,
alta, estrecha, salpicada de raras ventanas irregulares y flanqueada de
torrecillas con aguda techumbre de pizarras. En torno de aquella casa
estaban agrupadas otras construcciones más modernas, casa de labor y
locales diversos de explotación agrícola, todo muy modesto. Una tenue
nube de azulada neblina que se remontaba entre las copas de los árboles
indicaba que había excepcionalmente en aquel bajo fondo del llano algo
semejante a una corriente de agua; una larga avenida, especie de prado
pantanoso rodeado de sauces se extendía desde la casa hasta la orilla
del mar.

- Esa vivienda - me dijo el doctor señalando aquel islote de verdura en
medio de la árida desnudez de los viñedos - es el castillo de Trembles,
domicilio del señor Domingo.

Entretanto el señor Domingo iba a reunirse con sus vendimiadores y se
alejaba lentamente, la escopeta descargada, seguido de los perros
cansados; mas apenas hubo dado algunos pasos en el sendero que conducía
a sus viñas fuimos testigos de un encuentro que me encantó.

Dos niños cuyas voces llegaban hasta nosotros y una mujer joven de la
cual sólo veíamos el vestido de tela ligera y una manteleta roja se
adelantaban hacia el cazador. Los niños le hacían graciosas señas
reveladoras de su alegría, corriendo lo más veloces que sus piernecitas
permitían: la madre avanzaba más despacio y con una mano agitaba una
punta de su manteleta color de púrpura. Vimos al señor Domingo tomar en
sus brazos sucesivamente a los dos niños. Aquel grupo animado de
brillantes colores permaneció parado un momento en el verde sendero,
destacándose en medio de la tranquila campiña iluminado por el fuego de
la tarde, como envuelto de toda la placidez del día que acababa.
Después, toda la familia emprendió el camino de Trembles y los póstumos
rayos del sol poniente acompañaron hasta su hogar al feliz matrimonio.

Me explicó el doctor que el señor Domingo de Bray - a quien todos
llamaban el señor Domingo a secas en virtud de una costumbre amistosa
adoptada por las familiaridades del país - era un caballero, alcalde de
la comuna, más bien que por su influencia personal - pues no la ejercía
ya desde algunos años, - por la antigua estima que estaba vinculada a su
nombre: que era decidido protector de los desgraciados, muy querido y
muy bien mirado de todo el mundo, aunque no tenía más semejanzas con sus
administrados que la blusa, cuando la vestía.