Encima de una mesa había una silla rota, y a su lado un reloj cuyo péndulo estaba parado y
en el cual una araña había tejido su tela. Allí mismo había un armario apoyado de lado en
la pared, en cuyo interior se hallaba la plata, unas garrafitas y porcelanas. Sobre el
escritorio, cuyas incrustaciones de nácar se habían despegado por algunos sitios, formando
unas rendijas amarillas llenas de cola, había una multitud de objetos diversos: un montón
de papeles escritos con letra menuda bajo un pisapapeles de mármol que se había cubierto
de verde y que tenía un huevecito encima; un libro antiguo encuadernado en piel, con los
cantos dorados; un limón seco, no más grande que una nuez silvestre; el brazo de un
sillón; una copa con líquido, en el que había tres moscas, cubierta con, una carta; un
trocito de lacre, un trapito, dos plumas manchadas de tinta, un mondadientes amarillento
con el que probablemente se escarbaba los dientes el dueño de la casa aún antes de la
entrada de los franceses en Moscú. En las paredes había unos cuantos cuadros colgados muy
juntos y de una manera absurda; un grabado largo y amarillento que representaba una
batalla, y en el que se veían grandes tambores, soldados con tricornio, gritando, y
caballos que se estaban ahogando, sin cristal, colocado en marco de caoba con estrechas
listitas de bronce y con unos círculos también de bronce en las esquinas.
En el mismo nivel ocupaba media pared un enorme cuadro ennegrecido, pintado al óleo, que
representaba flores, frutas, una sandía partida, una cabeza de jabalí y un pato colgado
con la cabeza hacia abajo. En el centro del techo colgaba una araña enfundada y que, a
causa del polvo que la cubría, parecía un capullo de seda en el que se encierra un gusano.
En un rincón de la habitación había un montón de cosas más bastas y que no merecen que las
coloquen sobre la mesa. Era difícil determinar lo que había en aquel montón, pues lo
cubría, tal cantidad de polvo, que las manos de quien lo tocase se cubrirían como con unos
guantes. Lo que más destacaba eran un pedazo de pala rota, y una vieja suela de zapato.
Hubiera sido imposible decir que aquella estancia la habitaba un ser viviente si no lo
proclamara un viejo gorro que se hallaba sobre la mesa.
Mientras Chichikov examinaba todo aquel extraño mobiliario, se abrió la puerta lateral y
entró el ama de llaves.
en el cual una araña había tejido su tela. Allí mismo había un armario apoyado de lado en
la pared, en cuyo interior se hallaba la plata, unas garrafitas y porcelanas. Sobre el
escritorio, cuyas incrustaciones de nácar se habían despegado por algunos sitios, formando
unas rendijas amarillas llenas de cola, había una multitud de objetos diversos: un montón
de papeles escritos con letra menuda bajo un pisapapeles de mármol que se había cubierto
de verde y que tenía un huevecito encima; un libro antiguo encuadernado en piel, con los
cantos dorados; un limón seco, no más grande que una nuez silvestre; el brazo de un
sillón; una copa con líquido, en el que había tres moscas, cubierta con, una carta; un
trocito de lacre, un trapito, dos plumas manchadas de tinta, un mondadientes amarillento
con el que probablemente se escarbaba los dientes el dueño de la casa aún antes de la
entrada de los franceses en Moscú. En las paredes había unos cuantos cuadros colgados muy
juntos y de una manera absurda; un grabado largo y amarillento que representaba una
batalla, y en el que se veían grandes tambores, soldados con tricornio, gritando, y
caballos que se estaban ahogando, sin cristal, colocado en marco de caoba con estrechas
listitas de bronce y con unos círculos también de bronce en las esquinas.
En el mismo nivel ocupaba media pared un enorme cuadro ennegrecido, pintado al óleo, que
representaba flores, frutas, una sandía partida, una cabeza de jabalí y un pato colgado
con la cabeza hacia abajo. En el centro del techo colgaba una araña enfundada y que, a
causa del polvo que la cubría, parecía un capullo de seda en el que se encierra un gusano.
En un rincón de la habitación había un montón de cosas más bastas y que no merecen que las
coloquen sobre la mesa. Era difícil determinar lo que había en aquel montón, pues lo
cubría, tal cantidad de polvo, que las manos de quien lo tocase se cubrirían como con unos
guantes. Lo que más destacaba eran un pedazo de pala rota, y una vieja suela de zapato.
Hubiera sido imposible decir que aquella estancia la habitaba un ser viviente si no lo
proclamara un viejo gorro que se hallaba sobre la mesa.
Mientras Chichikov examinaba todo aquel extraño mobiliario, se abrió la puerta lateral y
entró el ama de llaves.