Han pasado dos días. Son las siete de la mañana y nos encontramos sobre la cubierta del Sorsogon. Un prolongado silbido pone en movimiento cadenas, cuerdas y motones.
El complemento de la humana actividad, lo representa el acto de levar un barco. Todo se mueve, todo cruge, todo rechina. El ancla desgarra con sus dientes el lecho de algas en que ha dormido, el carbón chisporrotea en las parrillas dando aliento a los pulmones de acero de la caldera, los engranajes se ajustan, las dobles poleas hacen alarde de su potencia, las burdas, cabos y calabrotes, prueban su elasticidad, las cadenas hieren la cubierta, y en medio de toda aquella vida y de aquel movimiento en que nada está quieto, el barco se columpia libre de toda traba, combinando las palas de la hélice en el fondo de las aguas espirales remolinos que llevan a la superficie entrelazadas ondulaciones en las que se tejen las filigranas de espuma que deja en pos de sí la bullente estela.
El Sorsogon, que obedece las riendas de su timón con una precisión matemática, dobla el malecón del Sur plegando su bandera de saludos, con la que ha dado un cariñoso adiós al Marqués del Duero, una de las más hermosas naves de la Marina española.
De la bandera que saluda en lo alto de un trinquete a la que flamea en lo elevado de un muro, encuentro la misma diferencia que en el pañuelo que absorbe una lágrima al que reprime una sonrisa. El muro acusa confianza, su enseña define una patria; la nave indica un peligro, su bandera constantemente escribe en sus pliegues un desconsolador adiós de despedida. El primero, es la quietud, la segunda, el errante viajero que termina sus días o en la inhospitalaria playa que sepulta sus despojos, o en las embravecidas ondas que en vertiginoso remolino lo llevan a dormir el sueño eterno a sus misteriosos lechos de coral....
El Sorsogon navega a toda máquina por la extensa bahía.
Manila se achica, se contrae, se confunde, y por último, al aclararse las costas de Cavite, solo una faja de bruma señala en el horizonte el lugar de partida. Después, solo el anteojo percibe cual blanca gaviota posada sobre un copo de espuma, el torreón del faro: más tarde, la espuma se funde en el Océano, la gaviota desaparece en los mundos de la luz, la bruma se disuelve en los cielos, y al borrarse en la retina la última línea de la ciudad murada, se abre un nuevo registro en los misterios de los recuerdos.
A la banda de babor tenemos las costas de Naig; a estribor las agrestes sierras de Bataan, y a proa la isla del Corregidor.
Once campanadas resonaron en la cámara, y tres golpes fueron picados en la campana del castillo de proa.
El almuerzo estaba servido.
La presentación oficial a bordo se hace siempre en la primera comida. Al tomar posesión de un barco, cada cual se ocupa en arreglar su camarote, y en los pequeños detalles que trae en pos de sí la instalación en un nuevo domicilio, por más que esté reducido a un cajón de dos metros en cuadro.
En la primera comida a bordo no se descuida ningún perfil por parte de los viajeros. Luego más tarde entra la confianza y con ella el desaliño; pero lo que es la entrada primera en el comedor de un barco es irreprochable. Ellas se rodean de todos los pequeños detalles de la coquetería, estrenando, por supuesto, el indispensable traje de viaje. Antes de ponerse en marcha tienen que anunciarlo a las amigas, y al anunciarlo es preciso enseñar unas cuantas varas de tela cortadas y cosidas con arreglo al último figurín. El traje de viaje es tan indispensable como el de boda. Decir a una joven o vieja que encienda la antorcha de himeneo sin recubrir previamente su cuerpo con trapos nuevos y de seguro no da chispas: anunciarle un viajito, que tenga siquiera un trayecto de una veintena de millas y no le presentéis antes un muestrario, y no hay viaje posible. Para una mujer en viaje, su verdadero pasaporte es una factura pagada o no pagada de una tienda de modas.
Parapetado tras una tripuda botella de lo tinto, y haciendo boca con media libra de salchichón, esperaba pasar una escrupulosa revista á cuanto se pusiese al alcance de mi vista.
Puesto que entre personas de tono, lo primero es la presentación, voy a ir presentando a mis bellas lectoras, y digo lectoras porque ellas son siempre más curiosas que ellos, los bocetos de mis compañeros a bordo. Seis blancas servilletas oprimidas en otros tantos aros de marfil, se ven sobre la mesa. Tres son las desconocidas o desconocidos que me toca bosquejar, pues en cuanto al capitán y a mi amigo, ya los han visto ustedes, siquiera haya sido a la ligera. En el boceto del capitán poco tengo que añadir. ¿Quién de mis lectoras no conoce a un andaluz joven, buen mozo, bullanguero y galante? De seguro todas. Por lo tanto, al capitán ya lo conocemos. En cuanto a mi amigo, completaremos el cuadro con cuatro brochazos. Se llama Luís, tiene 26 años, es rubio, alto, delgado, viste a la francesa, come a la francesa, piensa a la francesa, y no es francés porque su madre tuvo la debilidad de aligerar su carga en cierto lugarejo del prosáico garbanzo y de la judía, que Luís jamás nombra porque cree es poco francés.
El complemento de la humana actividad, lo representa el acto de levar un barco. Todo se mueve, todo cruge, todo rechina. El ancla desgarra con sus dientes el lecho de algas en que ha dormido, el carbón chisporrotea en las parrillas dando aliento a los pulmones de acero de la caldera, los engranajes se ajustan, las dobles poleas hacen alarde de su potencia, las burdas, cabos y calabrotes, prueban su elasticidad, las cadenas hieren la cubierta, y en medio de toda aquella vida y de aquel movimiento en que nada está quieto, el barco se columpia libre de toda traba, combinando las palas de la hélice en el fondo de las aguas espirales remolinos que llevan a la superficie entrelazadas ondulaciones en las que se tejen las filigranas de espuma que deja en pos de sí la bullente estela.
El Sorsogon, que obedece las riendas de su timón con una precisión matemática, dobla el malecón del Sur plegando su bandera de saludos, con la que ha dado un cariñoso adiós al Marqués del Duero, una de las más hermosas naves de la Marina española.
De la bandera que saluda en lo alto de un trinquete a la que flamea en lo elevado de un muro, encuentro la misma diferencia que en el pañuelo que absorbe una lágrima al que reprime una sonrisa. El muro acusa confianza, su enseña define una patria; la nave indica un peligro, su bandera constantemente escribe en sus pliegues un desconsolador adiós de despedida. El primero, es la quietud, la segunda, el errante viajero que termina sus días o en la inhospitalaria playa que sepulta sus despojos, o en las embravecidas ondas que en vertiginoso remolino lo llevan a dormir el sueño eterno a sus misteriosos lechos de coral....
El Sorsogon navega a toda máquina por la extensa bahía.
Manila se achica, se contrae, se confunde, y por último, al aclararse las costas de Cavite, solo una faja de bruma señala en el horizonte el lugar de partida. Después, solo el anteojo percibe cual blanca gaviota posada sobre un copo de espuma, el torreón del faro: más tarde, la espuma se funde en el Océano, la gaviota desaparece en los mundos de la luz, la bruma se disuelve en los cielos, y al borrarse en la retina la última línea de la ciudad murada, se abre un nuevo registro en los misterios de los recuerdos.
A la banda de babor tenemos las costas de Naig; a estribor las agrestes sierras de Bataan, y a proa la isla del Corregidor.
Once campanadas resonaron en la cámara, y tres golpes fueron picados en la campana del castillo de proa.
El almuerzo estaba servido.
La presentación oficial a bordo se hace siempre en la primera comida. Al tomar posesión de un barco, cada cual se ocupa en arreglar su camarote, y en los pequeños detalles que trae en pos de sí la instalación en un nuevo domicilio, por más que esté reducido a un cajón de dos metros en cuadro.
En la primera comida a bordo no se descuida ningún perfil por parte de los viajeros. Luego más tarde entra la confianza y con ella el desaliño; pero lo que es la entrada primera en el comedor de un barco es irreprochable. Ellas se rodean de todos los pequeños detalles de la coquetería, estrenando, por supuesto, el indispensable traje de viaje. Antes de ponerse en marcha tienen que anunciarlo a las amigas, y al anunciarlo es preciso enseñar unas cuantas varas de tela cortadas y cosidas con arreglo al último figurín. El traje de viaje es tan indispensable como el de boda. Decir a una joven o vieja que encienda la antorcha de himeneo sin recubrir previamente su cuerpo con trapos nuevos y de seguro no da chispas: anunciarle un viajito, que tenga siquiera un trayecto de una veintena de millas y no le presentéis antes un muestrario, y no hay viaje posible. Para una mujer en viaje, su verdadero pasaporte es una factura pagada o no pagada de una tienda de modas.
Parapetado tras una tripuda botella de lo tinto, y haciendo boca con media libra de salchichón, esperaba pasar una escrupulosa revista á cuanto se pusiese al alcance de mi vista.
Puesto que entre personas de tono, lo primero es la presentación, voy a ir presentando a mis bellas lectoras, y digo lectoras porque ellas son siempre más curiosas que ellos, los bocetos de mis compañeros a bordo. Seis blancas servilletas oprimidas en otros tantos aros de marfil, se ven sobre la mesa. Tres son las desconocidas o desconocidos que me toca bosquejar, pues en cuanto al capitán y a mi amigo, ya los han visto ustedes, siquiera haya sido a la ligera. En el boceto del capitán poco tengo que añadir. ¿Quién de mis lectoras no conoce a un andaluz joven, buen mozo, bullanguero y galante? De seguro todas. Por lo tanto, al capitán ya lo conocemos. En cuanto a mi amigo, completaremos el cuadro con cuatro brochazos. Se llama Luís, tiene 26 años, es rubio, alto, delgado, viste a la francesa, come a la francesa, piensa a la francesa, y no es francés porque su madre tuvo la debilidad de aligerar su carga en cierto lugarejo del prosáico garbanzo y de la judía, que Luís jamás nombra porque cree es poco francés.