Texto - "Viajes por Filipinas: De Manila a Albay" Juan Alvarez Guerra

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Han pasado dos días. Son las siete de la mañana y nos encontramos sobre
la cubierta del Sorsogon. Un prolongado silbido pone en movimiento
cadenas, cuerdas y motones.

El complemento de la humana actividad, lo representa el acto de
levar un barco. Todo se mueve, todo cruge, todo rechina. El ancla
desgarra con sus dientes el lecho de algas en que ha dormido, el
carbón chisporrotea en las parrillas dando aliento a los pulmones
de acero de la caldera, los engranajes se ajustan, las dobles poleas
hacen alarde de su potencia, las burdas, cabos y calabrotes, prueban
su elasticidad, las cadenas hieren la cubierta, y en medio de toda
aquella vida y de aquel movimiento en que nada está quieto, el barco
se columpia libre de toda traba, combinando las palas de la hélice en
el fondo de las aguas espirales remolinos que llevan a la superficie
entrelazadas ondulaciones en las que se tejen las filigranas de espuma
que deja en pos de sí la bullente estela.

El Sorsogon, que obedece las riendas de su timón con una precisión
matemática, dobla el malecón del Sur plegando su bandera de saludos,
con la que ha dado un cariñoso adiós al Marqués del Duero, una de
las más hermosas naves de la Marina española.

De la bandera que saluda en lo alto de un trinquete a la que flamea en
lo elevado de un muro, encuentro la misma diferencia que en el pañuelo
que absorbe una lágrima al que reprime una sonrisa. El muro acusa
confianza, su enseña define una patria; la nave indica un peligro, su
bandera constantemente escribe en sus pliegues un desconsolador adiós
de despedida. El primero, es la quietud, la segunda, el errante viajero
que termina sus días o en la inhospitalaria playa que sepulta sus
despojos, o en las embravecidas ondas que en vertiginoso remolino lo
llevan a dormir el sueño eterno a sus misteriosos lechos de coral....

El Sorsogon navega a toda máquina por la extensa bahía.

Manila se achica, se contrae, se confunde, y por último, al aclararse
las costas de Cavite, solo una faja de bruma señala en el horizonte
el lugar de partida. Después, solo el anteojo percibe cual blanca
gaviota posada sobre un copo de espuma, el torreón del faro: más tarde,
la espuma se funde en el Océano, la gaviota desaparece en los mundos
de la luz, la bruma se disuelve en los cielos, y al borrarse en la
retina la última línea de la ciudad murada, se abre un nuevo registro
en los misterios de los recuerdos.

A la banda de babor tenemos las costas de Naig; a estribor las agrestes
sierras de Bataan, y a proa la isla del Corregidor.

Once campanadas resonaron en la cámara, y tres golpes fueron picados
en la campana del castillo de proa.

El almuerzo estaba servido.

La presentación oficial a bordo se hace siempre en la primera
comida. Al tomar posesión de un barco, cada cual se ocupa en arreglar
su camarote, y en los pequeños detalles que trae en pos de sí la
instalación en un nuevo domicilio, por más que esté reducido a un
cajón de dos metros en cuadro.

En la primera comida a bordo no se descuida ningún perfil por parte
de los viajeros. Luego más tarde entra la confianza y con ella el
desaliño; pero lo que es la entrada primera en el comedor de un barco
es irreprochable. Ellas se rodean de todos los pequeños detalles
de la coquetería, estrenando, por supuesto, el indispensable traje
de viaje. Antes de ponerse en marcha tienen que anunciarlo a las
amigas, y al anunciarlo es preciso enseñar unas cuantas varas de
tela cortadas y cosidas con arreglo al último figurín. El traje de
viaje es tan indispensable como el de boda. Decir a una joven o vieja
que encienda la antorcha de himeneo sin recubrir previamente su
cuerpo con trapos nuevos y de seguro no da chispas: anunciarle un
viajito, que tenga siquiera un trayecto de una veintena de millas y
no le presentéis antes un muestrario, y no hay viaje posible. Para
una mujer en viaje, su verdadero pasaporte es una factura pagada
o no pagada de una tienda de modas.

Parapetado tras una tripuda botella de lo tinto, y haciendo boca con
media libra de salchichón, esperaba pasar una escrupulosa revista á
cuanto se pusiese al alcance de mi vista.

Puesto que entre personas de tono, lo primero es la presentación, voy
a ir presentando a mis bellas lectoras, y digo lectoras porque ellas
son siempre más curiosas que ellos, los bocetos de mis compañeros
a bordo. Seis blancas servilletas oprimidas en otros tantos aros de
marfil, se ven sobre la mesa. Tres son las desconocidas o desconocidos
que me toca bosquejar, pues en cuanto al capitán y a mi amigo,
ya los han visto ustedes, siquiera haya sido a la ligera. En el
boceto del capitán poco tengo que añadir. ¿Quién de mis lectoras no
conoce a un andaluz joven, buen mozo, bullanguero y galante? De seguro
todas. Por lo tanto, al capitán ya lo conocemos. En cuanto a mi amigo,
completaremos el cuadro con cuatro brochazos. Se llama Luís, tiene 26
años, es rubio, alto, delgado, viste a la francesa, come a la francesa,
piensa a la francesa, y no es francés porque su madre tuvo la debilidad
de aligerar su carga en cierto lugarejo del prosáico garbanzo y de
la judía, que Luís jamás nombra porque cree es poco francés.