Texto - "Cuentos Clásicos del Norte" Edward Everett Hale

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Recuerdo que mi primera hazaña en la caza de ardillas, cuando yo era todavía un mozalbete, tuvo lugar en un bosquecillo de altos nogales que sombrean un lado del valle. Vagaba por allí al mediodía, hora en que la naturaleza está particularmente tranquila, y me sobrecogí al estruendo de mi propia escopeta, prolongado y repercutido por el indignado eco, rompiendo el sosegado silencio de los alrededores. Si alguna vez anhelara yo un pacífico retiro donde huir del mundo y de sus distracciones y soñar en tranquila quietud todo el resto de una agitada existencia, nada respondería mejor a tal propósito que este escondido vallecito.

A causa de la indolente tranquilidad del lugar y del carácter peculiar de sus habitantes, que descienden de los originarios colonos holandeses, aquella recóndita cañada era conocida hace mucho tiempo por el nombre de VALLE ENCANTADO, y los rústicos mozos del vecindario son conocidos en todo el país circunvecino como los zagales del valle encantado.

Una letárgica y soñadora influencia parece pesar sobre toda la comarca y prevalecer en su ambiente. Algunos afirman que el lugar fué hechizado en los primeros días de la colonización por un ilustre doctor alemán; otros, que un viejo jefe indio, el profeta o adivino de la tribu, celebraba allí sus conjuros antes del descubrimiento de aquella región por Master Héndrick Hudson. Lo cierto es que el lugar continúa bajo el dominio de algún encantador que mantiene hechizada la mente de aquellas buenas gentes, haciéndolas vivir en plena fantasía. Son dadas a toda clase de creencias maravillosas; están sujetas a éxtasis y visiones, y continuamente ven extrañas apariciones y oyen músicas y voces por los aires. El vecindario abunda en cuentos locales, en lugares frecuentados por espectros y en supersticiones sombrías. Las estrellas voladoras y los brillantes meteoros cruzan aquel valle más a menudo que cualquiera otra comarca; y el demonio de la pesadilla, con sus nueve secuaces, parece haber hecho del país el escenario favorito de sus cabriolas.

Sin embargo, el espíritu dominante en esta hechizada región, y que parece ser el jefe supremo de todas las potencias del aire, es el fantasma de un jinete sin cabeza. Algunos opinan que es el espectro de un soldado de caballería de Hesse, cuya cabeza fué arrebatada por una bala de cañón en alguna batalla desconocida de la guerra de la revolución, y a quien pueden sorprender de vez en cuando los naturales del pueblo galopando en la oscuridad de la noche como llevado en alas de los vientos. Sus apariciones no se limitan al valle, sino que se extienden a veces hasta las carreteras adyacentes y se repiten particularmente en las cercanías de una iglesia situada a corta distancia. En efecto, algunos de los historiadores más auténticos de la comarca, que han recogido y asociado las versiones flotantes con respecto a este espectro, alegan que por haber sido enterrado el cuerpo del soldado en el cementerio de la iglesia, ronda el fantasma por las noches el lugar de la batalla en busca de su cabeza; atribuyéndose la velocidad con que atraviesa a menudo la hondonada a la prisa que tiene por llegar al cementerio antes del amanecer, con motivo de haberse retardado más de lo permitido en sus pesquisas nocturnas.

Tal es la interpretación general de esta legendaria superstición que ha procurado tema para muchas historias descabelladas en aquella región de aparecidos; siendo conocido el espectro en todos los hogares por el nombre de El jinete sin cabeza del valle encantado.

Es digno de notarse que la propensión visionaria de que he hablado no se limita solamente a los naturales de la comarca, sino que se la asimila inconscientemente todo aquel que reside allí por algún tiempo. Por más despierta que haya sido una persona antes de penetrar en la región de los sueños, es seguro que se apropiará en poco tiempo la influencia encantada del ambiente, volviéndose fantástica, fingiendo quimeras y viendo aparecidos.

Menciono con todo elogio este pacífico retiro, pues que en estos apartados rincones holandeses, escondidos acá y allá en el gran estado de Nueva York, se conservan las antiguas costumbres, población y hábitos, mientras los barre inadvertidos en otros lugares el impetuoso torrente de inmigración y progreso que provoca incesantes cambios en la agitada vida de la nación. Son como aquellas fajas de agua tranquila que bordean algún tumultuoso arroyo, donde permanecen quietamente al ancla burbujas y pajas meciéndose con suavidad en su improvisado puerto sin ser molestadas por el flujo de la corriente. Aun cuando han transcurrido muchos años desde que me desprendí de las letárgicas sombras del valle encantado, me pregunto si encontraría todavía los mismos árboles y las mismas familias vegetando en su abrigado seno.