La masa de vapor blanco se extendía hasta unas cien varas de la casa.
Escondía por completo todo lo que hubiera más lejos, excepto unas
cuantas copas de árboles, rojizas o amarillas, que surgían aquí y allí,
y estaban glorificadas por el sol madrugador, que también hacía brillar
la ancha superficie de la niebla. Cuatro o cinco millas hacia el Sur se
levantaba la cima de una montaña elevadísima. Quince millas más lejos,
en la misma dirección, se alzaba otra mucho más alta, tan azul y etérea,
que apenas parecía más sólida que el vaporoso mar de niebla que se
extendía sobre ella. Las colinas más próximas, que bordeaban el valle,
estaban medio sumergidas y manchadas con pequeñas guirnaldas de nubes,
hasta en las mismas cimas. En resumen: había tanta nube y tan poca
tierra sólida, que todo ello hacía el efecto de una visión.
Los niños antes citados, todos llenos de vida, se escapaban de debajo
del pórtico y correteaban por la senda enarenada o por la hierba húmeda
de la pradera. No puedo decir fijamente cuántos eran: no menos de nueve,
no más de una docena, de todas clases, tamaños y edades, muchachos y
chiquillas. Eran hermanos, hermanas, primos, juntos con unos cuantos
amiguitos que habían sido invitados por el señor y la señora Pringle
para pasar unos cuantos días de la deliciosa estación, con sus hijitos,
en la casa de campo. No me gusta deciros sus nombres, ni llamarles con
nombre ninguno que algún niño haya llevado antes que ellos, porque sé de
cierto que muchos autores se ponen en grandísimos compromisos por haber
dado a los personajes de sus libros nombres de personas reales y
verdaderas. Por esta razón quiero llamarles Primavera, Bellorita,
Amapola, Romero, Ojos azules, Trébol, Madreselva, Capuchina, Flor de
Limón, Tomillo, Girasol y Mariposa, aunque, a decir verdad, estos
nombres serían mucho más propios de un grupo de hadas, que de una
reunión de niños de este mundo.
No hay que suponer que a estos niños les permitían sus cuidadosos padres
y madres, tíos, tías o abuelos, andar vagando por bosques y campos sin
la guarda de alguna persona mayor y especialmente seria. ¡De ningún
modo! En el primer párrafo de mi libro recordaréis que he hablado de un
joven alto, que estaba en pie en medio del grupo. Su nombre (y os diré
el verdadero, porque considera grandísimo honor haber contado los
cuentos que van aquí impresos), su nombre era Eustaquio Bright. Era
estudiante y había alcanzado en aquella época la respetable edad de diez
y ocho años; de modo que casi se parecía a si mismo abuelo de Bellorita,
Romero, Madreselva, Flor de Limón, Tomillo y los demás, que eran no más
la mitad o la tercera parte de venerables que él. Una molestia en la
vista (como creen necesario tenerla muchos estudiantes de hoy día, para
demostrar su aplicación) le había hecho abandonar las clases dos semanas
antes de terminar el curso. Pero, por mi parte, pocas veces he visto un
par de ojos que tuviesen aspecto de ver mejor o más de lejos que los de
Eustaquio Bright.
El aplicado estudiante era delgado y un poco pálido, como lo son todos
los estudiantes yanquis, pero de aspecto muy saludable, y tan ligero y
activo como si tuviese alas en los zapatos. Como le gustaba mucho vadear
arroyuelos y pisar la hierba de las praderas, se había calzado para la
expedición botas fuertes de becerro. Llevaba una blusa de lienzo, una
gorra de paño y un par de anteojos verdes, que se había puesto,
probablemente no tanto para protegerse los ojos, como por la dignidad
que daban a su apariencia. Sin embargo, pudiera habérselos dejado en
casa, porque Madreselva, diablejo travieso, se subió en los hombros de
Eustaquio cuando estaba él sentado en uno de los escalones del pórtico,
le arrancó los lentes de la nariz y los plantó en la suya, y como al
estudiante se le olvidó volverlos a coger, cayeron en la hierba, y allí
se quedaron hasta la primavera siguiente.
Ahora bien: es preciso que sepáis que Eustaquio había alcanzado entre
los niños gran fama como narrador de cuentos maravillosos, y aunque
algunas veces fingía que le molestaba el que le pidiesen que les contase
más y más, y siempre más, yo tengo mis dudas y pienso que no había cosa
en el mundo que más le agradase. Había que ver cómo le brillaban los
ojos, cuando aquella mañana, Trébol, Amapola, Capuchina, Mariposa y la
mayor parte de sus compañeros, le pidieron que les contase uno de sus
cuentos, mientras aguardaban a que la niebla se desvaneciese por
completo.
Escondía por completo todo lo que hubiera más lejos, excepto unas
cuantas copas de árboles, rojizas o amarillas, que surgían aquí y allí,
y estaban glorificadas por el sol madrugador, que también hacía brillar
la ancha superficie de la niebla. Cuatro o cinco millas hacia el Sur se
levantaba la cima de una montaña elevadísima. Quince millas más lejos,
en la misma dirección, se alzaba otra mucho más alta, tan azul y etérea,
que apenas parecía más sólida que el vaporoso mar de niebla que se
extendía sobre ella. Las colinas más próximas, que bordeaban el valle,
estaban medio sumergidas y manchadas con pequeñas guirnaldas de nubes,
hasta en las mismas cimas. En resumen: había tanta nube y tan poca
tierra sólida, que todo ello hacía el efecto de una visión.
Los niños antes citados, todos llenos de vida, se escapaban de debajo
del pórtico y correteaban por la senda enarenada o por la hierba húmeda
de la pradera. No puedo decir fijamente cuántos eran: no menos de nueve,
no más de una docena, de todas clases, tamaños y edades, muchachos y
chiquillas. Eran hermanos, hermanas, primos, juntos con unos cuantos
amiguitos que habían sido invitados por el señor y la señora Pringle
para pasar unos cuantos días de la deliciosa estación, con sus hijitos,
en la casa de campo. No me gusta deciros sus nombres, ni llamarles con
nombre ninguno que algún niño haya llevado antes que ellos, porque sé de
cierto que muchos autores se ponen en grandísimos compromisos por haber
dado a los personajes de sus libros nombres de personas reales y
verdaderas. Por esta razón quiero llamarles Primavera, Bellorita,
Amapola, Romero, Ojos azules, Trébol, Madreselva, Capuchina, Flor de
Limón, Tomillo, Girasol y Mariposa, aunque, a decir verdad, estos
nombres serían mucho más propios de un grupo de hadas, que de una
reunión de niños de este mundo.
No hay que suponer que a estos niños les permitían sus cuidadosos padres
y madres, tíos, tías o abuelos, andar vagando por bosques y campos sin
la guarda de alguna persona mayor y especialmente seria. ¡De ningún
modo! En el primer párrafo de mi libro recordaréis que he hablado de un
joven alto, que estaba en pie en medio del grupo. Su nombre (y os diré
el verdadero, porque considera grandísimo honor haber contado los
cuentos que van aquí impresos), su nombre era Eustaquio Bright. Era
estudiante y había alcanzado en aquella época la respetable edad de diez
y ocho años; de modo que casi se parecía a si mismo abuelo de Bellorita,
Romero, Madreselva, Flor de Limón, Tomillo y los demás, que eran no más
la mitad o la tercera parte de venerables que él. Una molestia en la
vista (como creen necesario tenerla muchos estudiantes de hoy día, para
demostrar su aplicación) le había hecho abandonar las clases dos semanas
antes de terminar el curso. Pero, por mi parte, pocas veces he visto un
par de ojos que tuviesen aspecto de ver mejor o más de lejos que los de
Eustaquio Bright.
El aplicado estudiante era delgado y un poco pálido, como lo son todos
los estudiantes yanquis, pero de aspecto muy saludable, y tan ligero y
activo como si tuviese alas en los zapatos. Como le gustaba mucho vadear
arroyuelos y pisar la hierba de las praderas, se había calzado para la
expedición botas fuertes de becerro. Llevaba una blusa de lienzo, una
gorra de paño y un par de anteojos verdes, que se había puesto,
probablemente no tanto para protegerse los ojos, como por la dignidad
que daban a su apariencia. Sin embargo, pudiera habérselos dejado en
casa, porque Madreselva, diablejo travieso, se subió en los hombros de
Eustaquio cuando estaba él sentado en uno de los escalones del pórtico,
le arrancó los lentes de la nariz y los plantó en la suya, y como al
estudiante se le olvidó volverlos a coger, cayeron en la hierba, y allí
se quedaron hasta la primavera siguiente.
Ahora bien: es preciso que sepáis que Eustaquio había alcanzado entre
los niños gran fama como narrador de cuentos maravillosos, y aunque
algunas veces fingía que le molestaba el que le pidiesen que les contase
más y más, y siempre más, yo tengo mis dudas y pienso que no había cosa
en el mundo que más le agradase. Había que ver cómo le brillaban los
ojos, cuando aquella mañana, Trébol, Amapola, Capuchina, Mariposa y la
mayor parte de sus compañeros, le pidieron que les contase uno de sus
cuentos, mientras aguardaban a que la niebla se desvaneciese por
completo.