Pero ni la señora de Maubán ni yo tuvimos el menor desastre, y bien puedo afirmarlo de ella con tanta seguridad como de mí, porque tras una noche de descanso en Dresde, al continuar mi jornada, la vi subir a un coche del mismo tren que yo había tomado. Comprendiendo que deseaba hallarse sola, evité cuidadosamente acercármele; pero vi que llevaba el mismo punto de destino que yo y no dejé de observarla atentamente sin que ella lo notase.
Tan luego llegamos a la frontera de Ruritania (y por cierto que el viejo administrador de la aduana se quedó mirándome con tal fijeza que me hizo recordar más que nunca mi parentesco con los Elsberg), compré unos periódicos y me hallé con noticias que modificaron mi itinerario. Por motivos no muy claramente explicados, se había anticipado repentinamente la fecha de la coronación, fijándola para dos días después. En todo el país se hablaba de la solemne ceremonia y era evidente que Estrelsau, la capital, estaba atestada de forasteros. Las habitaciones disponibles alquiladas todas, los hoteles llenos, iba a serme muy difícil obtener hospedaje, y dado que lo consiguiera tendría que pagarlo a precio exorbitante. Resolví, pues, detenerme en Zenda, pequeña población a quince leguas de la capital y a cinco de la frontera. El tren en que yo iba, llegaba a Zenda aquella noche; podría pasar el día siguiente, martes, recorriendo las cercanías, que tenían fama de muy pintorescas, dando una ojeada al famoso castillo e ir por tren a Estrelsau el miércoles, para volver aquella misma noche a dormir a Zenda.
Dicho y hecho. Me quedé en Zenda y desde el andén vi a la señora de Maubán, que evidentemente iba sin detenerse hasta Estrelsau, donde por lo visto contaba o esperaba conseguir el alojamiento que yo no había tenido la previsión de procurarme de antemano. Me sonreí al pensar en la sorpresa de Jorge Federly si hubiera llegado a saber que ella y yo habíamos viajado tanto tiempo en buena compañía.
Me recibieron muy bien en el hotel, que no pasaba de ser una posada, presidida por una corpulenta matrona y sus dos hijas; gente bonachona y tranquila, que parecía cuidarse muy poco de lo que sucedía en la capital. El preferido de la buena señora era el Duque, porque el testamento del difunto Rey lo había hecho dueño y señor de las posesiones reales en Zenda y del castillo, que se elevaba majestuosamente sobre escarpada colina al extremo del valle, a media legua escasa del hotel. Mi huéspeda no vacilaba en decir que sentía no ver al Duque en el trono, en lugar de su hermano.
Tan luego llegamos a la frontera de Ruritania (y por cierto que el viejo administrador de la aduana se quedó mirándome con tal fijeza que me hizo recordar más que nunca mi parentesco con los Elsberg), compré unos periódicos y me hallé con noticias que modificaron mi itinerario. Por motivos no muy claramente explicados, se había anticipado repentinamente la fecha de la coronación, fijándola para dos días después. En todo el país se hablaba de la solemne ceremonia y era evidente que Estrelsau, la capital, estaba atestada de forasteros. Las habitaciones disponibles alquiladas todas, los hoteles llenos, iba a serme muy difícil obtener hospedaje, y dado que lo consiguiera tendría que pagarlo a precio exorbitante. Resolví, pues, detenerme en Zenda, pequeña población a quince leguas de la capital y a cinco de la frontera. El tren en que yo iba, llegaba a Zenda aquella noche; podría pasar el día siguiente, martes, recorriendo las cercanías, que tenían fama de muy pintorescas, dando una ojeada al famoso castillo e ir por tren a Estrelsau el miércoles, para volver aquella misma noche a dormir a Zenda.
Dicho y hecho. Me quedé en Zenda y desde el andén vi a la señora de Maubán, que evidentemente iba sin detenerse hasta Estrelsau, donde por lo visto contaba o esperaba conseguir el alojamiento que yo no había tenido la previsión de procurarme de antemano. Me sonreí al pensar en la sorpresa de Jorge Federly si hubiera llegado a saber que ella y yo habíamos viajado tanto tiempo en buena compañía.
Me recibieron muy bien en el hotel, que no pasaba de ser una posada, presidida por una corpulenta matrona y sus dos hijas; gente bonachona y tranquila, que parecía cuidarse muy poco de lo que sucedía en la capital. El preferido de la buena señora era el Duque, porque el testamento del difunto Rey lo había hecho dueño y señor de las posesiones reales en Zenda y del castillo, que se elevaba majestuosamente sobre escarpada colina al extremo del valle, a media legua escasa del hotel. Mi huéspeda no vacilaba en decir que sentía no ver al Duque en el trono, en lugar de su hermano.