No necesita usted de grandes esfuerzos mentales para formarse una idea aproximada de lo que éramos las mujeres en este país antes de que ocurriese la Verdadera Revolución. Por lo que he leído en algunos libros que trajo el viejo sabio compañero de Eulame, sé que las mujeres han llevado en la tierra de los gigantes, y tal vez llevan todavía, una existencia deplorable. Las rodean de grandes muestras de respeto y cariño, como si fuesen unos animales hermosos desprovistos de alma; los poetas cantan sus virtudes; pero los hombres se indignan y protestan en masa siempre que las mujeres piden una participación directa en el desarrollo y la dirección del país que habitan. ¡Mucho besar su mano y quedar ante ellas con la cabeza descubierta y acoger sus palabras con gestos galantes de protección o admiración!... Pero apenas representan un obstáculo para el egoísmo del hombre, éste las repele o las atropella, resucitando su animalidad de las épocas remotas.
Así, poco más o menos, éramos nosotras en el tiempo de los emperadores. Los hombres, para sostener su despotismo, ensalzaban los méritos de la mujer recluida en la casa, llevando una existencia de esclava y administrando con economía la fortuna del marido. Las mujeres con el alma somnolienta, sin iniciativas, sin voluntad, y que apenas sabían leer y escribir, resultaban el tipo perfecto de la dama honesta.
Indudablemente serían así las que vio a través de los ventanales del palacio imperial el primer Hombre-Montaña que vino a nuestro país. Pero el progreso, que transformó fulminantemente en los tiempos de Eulame la vida de los hombres, también cambió con no menos rapidez la mentalidad de las mujeres. Leyeron, salieron a la calle, se interesaron por los asuntos públicos, frecuentaron las universidades. Las que eran pobres quisieron ganar su vida y no deberla a la gratitud amorosa de un hombre, considerando el trabajo como un medio de libertad e independencia. No vieron ya un misterio en los estudios científicos, que habían sido patrimonio hasta entonces de los hombres, y se asociaron lentamente para una acción común todavía no bien determinada.
Conozco los trabajos de las mujeres en este período de gestación revolucionaria. Los conozco no solamente por los libros, sino por algo más directo y viviente. Mi abuela fue una de las agitadoras en este período difícil y glorioso.
Le confesaré, gentleman, que no todas las mujeres tenían una idea exacta del papel que les tocaba desempeñar. Las había tímidas, contemporizadoras, sentimentales, de las que necesitan al hombre para vivir y consideran que el amor es la principal ocupación femenina.
No las critico ni las excuso; nadie puede decir con certeza quién tiene razón y quién no la tiene. ¡Cambiamos de creencias con tanta facilidad los seres humanos!... Antes de que usted viniese a este país yo pensaba de un modo, y ahora reconozco que veo las cosas de distinta manera... Pero no nos salgamos de la lección.
Digo que eran muchísimas las mujeres convencidas de que los hombres gobernaban mal, pero que únicamente pretendían colaborar con ellos, participando de dicho gobierno. Se daban por contentas con que el tirano les dejase un hueco a su lado, cediéndoles una pequeña parte de su soberanía. Pero otras (y entre ellas mi valerosa abuela) odiaban al hombre, estaban convencidas de que éste había hecho todo lo que podía hacer, dando pruebas indudables de su incapacidad y su barbarie, y era inútil esperar que se corrigiese, empezando una nueva existencia. Mientras el hombre gobernase, las leyes serían injustas, la vida ordinaria una batalla de hipocresías y egoísmos, y la guerra la única solución de todas las cuestiones. Había que vencer al hombre, había que dominarlo, obligándole a bajar del pedestal que él mismo se había erigido. La única solución era tenerle en un estado dependiente e inferior, igual al de la mujer durante siglos y siglos.
Adivino en su rostro la curiosidad. Se pregunta usted cómo pudo realizarse esta maravillosa reversión en la preeminencia de los sexos. Era empresa difícil... pero al fin triunfamos, como va usted a ver.
Así, poco más o menos, éramos nosotras en el tiempo de los emperadores. Los hombres, para sostener su despotismo, ensalzaban los méritos de la mujer recluida en la casa, llevando una existencia de esclava y administrando con economía la fortuna del marido. Las mujeres con el alma somnolienta, sin iniciativas, sin voluntad, y que apenas sabían leer y escribir, resultaban el tipo perfecto de la dama honesta.
Indudablemente serían así las que vio a través de los ventanales del palacio imperial el primer Hombre-Montaña que vino a nuestro país. Pero el progreso, que transformó fulminantemente en los tiempos de Eulame la vida de los hombres, también cambió con no menos rapidez la mentalidad de las mujeres. Leyeron, salieron a la calle, se interesaron por los asuntos públicos, frecuentaron las universidades. Las que eran pobres quisieron ganar su vida y no deberla a la gratitud amorosa de un hombre, considerando el trabajo como un medio de libertad e independencia. No vieron ya un misterio en los estudios científicos, que habían sido patrimonio hasta entonces de los hombres, y se asociaron lentamente para una acción común todavía no bien determinada.
Conozco los trabajos de las mujeres en este período de gestación revolucionaria. Los conozco no solamente por los libros, sino por algo más directo y viviente. Mi abuela fue una de las agitadoras en este período difícil y glorioso.
Le confesaré, gentleman, que no todas las mujeres tenían una idea exacta del papel que les tocaba desempeñar. Las había tímidas, contemporizadoras, sentimentales, de las que necesitan al hombre para vivir y consideran que el amor es la principal ocupación femenina.
No las critico ni las excuso; nadie puede decir con certeza quién tiene razón y quién no la tiene. ¡Cambiamos de creencias con tanta facilidad los seres humanos!... Antes de que usted viniese a este país yo pensaba de un modo, y ahora reconozco que veo las cosas de distinta manera... Pero no nos salgamos de la lección.
Digo que eran muchísimas las mujeres convencidas de que los hombres gobernaban mal, pero que únicamente pretendían colaborar con ellos, participando de dicho gobierno. Se daban por contentas con que el tirano les dejase un hueco a su lado, cediéndoles una pequeña parte de su soberanía. Pero otras (y entre ellas mi valerosa abuela) odiaban al hombre, estaban convencidas de que éste había hecho todo lo que podía hacer, dando pruebas indudables de su incapacidad y su barbarie, y era inútil esperar que se corrigiese, empezando una nueva existencia. Mientras el hombre gobernase, las leyes serían injustas, la vida ordinaria una batalla de hipocresías y egoísmos, y la guerra la única solución de todas las cuestiones. Había que vencer al hombre, había que dominarlo, obligándole a bajar del pedestal que él mismo se había erigido. La única solución era tenerle en un estado dependiente e inferior, igual al de la mujer durante siglos y siglos.
Adivino en su rostro la curiosidad. Se pregunta usted cómo pudo realizarse esta maravillosa reversión en la preeminencia de los sexos. Era empresa difícil... pero al fin triunfamos, como va usted a ver.