Texto - "La araña negra" Vicente Blasco Ibáñez

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El rey, bajo frívolos pretextos, mantenía a su lado a los ministros
liberales; los cortesanos comenzaban a tratar a éstos más como vencidos
y prisioneros que como gobernantes, y fuera de las doradas cámaras, en
las antesalas escalinatas y patios, vociferaban los soldados de la
Guardia que no habían seguido a sus compañeros en la insurrección, y
permanecían allí para guardar la persona del soberano.

Aquellos pretorianos, actores indispensables de la tragedia que se
preparaba, eran tratados como canónigos por la servidumbre de Palacio,
que se extremaba en llenar sus estómagos para que así adquirieran nuevas
fuerzas y supieran batirse firmemente con los liberales.

Los platos humeantes, recién salidos de los fogones, los fiambres
costosos, las frutas raras, los helados exquisitos y los vinos, que
hacía ya muchos años dormían en las bodegas de Palacio bajo espesa capa
de telarañas y polvo, salían a borbotones por la puerta de las cocinas
en brazos de diligentes pinches, y eran distribuídos entre aquellos
mocetones uniformados, tan gallardos como brutales, que con el fusil
bajo el brazo recogían el regalo del rey y lo partían alegremente con
sus amigas, alegres mujercillas que habían llegado de los barrios más
extremos de Madrid al olor de la fiesta.

Las antecámaras estaban convertidas en comedor, y cada rincón o hueco de
escalera en un burdel.

La licencia soldadesca se posesionaba a sus anchas del regio alcázar, y
el rey y sus cortesanos lo veían pero callaban.

Convenía acariciar y sufrir antes de la pelea a aquellos perros de presa
que iban a ser arrojados contra la Constitución.

A intervalos aparecía en los tejados de Palacio una gran linterna roja
que se movía con señales de telegrafía misteriosa, y a la que contestaba
allá a lo lejos, con idénticos movimientos, otra del mismo color desde
las alturas del Pardo que ocupaban los batallones insurrectos.

Aquello, según las gentes enteradas de los secretos de Palacio, era la
señal convenida entre el rey y sus pretorianos para que éstos cayeran
sobre los liberales que defendían Madrid y que se mostraban descuidados
y muy ajenos de esperar ataque alguno.

La contestación que marcaba el farol del Pardo, produjo en los regios
salones la más grata impresión.

Los cortesanos se felicitaban mutuamente, y los frailes y clérigos
estrechaban las manos de los grandes de España y generales de salón,
dándose plácemes por el próximo triunfo que devolvería a las clases
tradicionales sus antiguos privilegios, desterrando de la nación los
demonios de la libertad y del progreso.

- ¡Van a venir! - decía con gozo un obeso canónigo a un acartonado
gentilhombre.

- Pronto tendremos absoluto a nuestro señor don Fernando.

- ¡Absoluto! - exclamaba con alegría casi frenética y frotándose las
manos el esférico prebendado - . ¡Absoluto! Eso es; y que podamos arrojar
pronto lejos de nosotros la polilla liberal.

Fernando, en tanto, rodeado de sus inseparables duques de Alagón y del
Infantado y de otros cortesanos íntimos, celebraba con su chusca risa de
canalla la mala jugada que les preparaba a los liberales.

Los cuatro batallones de la Guardia no anduvieron perezosos en cumplir
lo prometido por medio de aquel extraño telégrafo óptico.

Seis días de inacción, de crueles indecisiones y de ver que en toda
España nadie se levantaba a secundar el movimiento, conforme el rey
había prometido, destruyeron un tanto la disciplina militar e
introdujeron el desorden en las filas.

Córdova hacía esfuerzos para que no se malograra aquella empresa, de la
que él era el alma.

Los liberales, por una extraña apatía, habían dejado a los guardias que
permaneciesen tanto tiempo sublevados en los alrededores de Madrid; pero
era de esperar que de un momento a otro cayeran sobre ellos,
aplastándoles con el peso de su superioridad, y por esto los directores
del movimiento decidieron tomar la ofensiva presentándose
inesperadamente en la capital y poniendo de su parte la gran ventaja de
la sorpresa.

El condesito de Baselga ayudó mucho a Córdova en la tarea de decidir a
los compañeros a caer sobre Madrid.

Aquel matoncillo de corte deseaba con ansia tomar parte en una función
de guerra y hacer contra la libertad algo más serio que darse de
sablazos con los milicianos en la plaza de Palacio o de bofetadas con
los patriotas que aplaudían en la tribuna de las Cortes.

El deseo de los más levantiscos se impuso a la cautela de los más
prudentes, y los cuatro batallones emprendieron la marcha a las diez de
la noche.

Baselga mandaba una compañía, y muchas veces volvió la cabeza durante la
marcha para contemplar el ciento de altas gorras de pelo que en
correctas líneas se movían detrás de él entre el bosque de cañones de
fusil que brillaban al fulgor misterioso de un cielo sin luna, pero
poblado de estrellas.

Allá abajo debía estar Madrid, el antro donde se guarecía el monstruo
liberal que aquellos caballeros andantes del absolutismo iban a
exterminar; y los guardias miraban ansiosamente hacia adelante, como
queriendo entrever los contornos de la población en la semioscuridad de
la noche.

Cuando los cuatro batallones llegaron a las tapias de Madrid,
apoderáronse fácilmente de un portillo y entraron en la capital.

Cambió entonces el aspecto de aquellas fuerzas. Algunos de los reclutas
de la Guardia, entusiasmados por el buen resultado de la sorpresa,
gritaron: "¡Viva el rey neto!"; pero las escasas voces fueron ahogadas
por los veteranos, soldadotes duchos en la guerra, que llevaban sobre su
pecho, en forma de cruces, el recuerdo de las más célebres campañas de
la Independencia y a quienes la gente llamaba los barbones de
Ballesteros, por la gran afición que demostraban a dejarse crecer los
pelos de la cara.

Había que caer por sorpresa sobre los liberales; era preciso no
avisarles con gritos ni disparos, y por esto los batallones, a la
desfilada y rozando las casas, fueron deslizándose a lo largo de las
calles.